jueves, 31 de mayo de 2012

VIGESIMOPRIMER FESTEJO DE ABONO – FERIA DE SAN ISIDRO 2012... Robleño, corazón de héroe, cabeza de torero


Dos difíciles trabajos del torero de San Fernando con el lote más complejo de una dura corrida de José Escolar. Un cuarto toro de espectaculares hechuras y notable son
 
BARQUERITO
Fotos: EFE

LA CORRIDA DE José Escolar tuvo no poco de ruleta rusa. La bala envenenada fue un quinto toro cornalón. No todos los cornalones lo son de la misma manera. Éste, corto de tronco, zancudo y sacudido, lo parecía más de lo normal justamente por eso. Como si tuviera los cuernos más largos que los remos. Hocico de rata pero cara alargada, las palas y los pitones por delante, astifino desde la cepa. Un poco canijo. Era, la verdad, un toro muy feo.

Una prenda. De carácter violento, indispuesto después de pelearse con genio en una primera vara, más entregado en una segunda y a cabezazos en una tercera de la que salió suelto, escamado, desparramando la mirada y poniéndose por delante o revolviéndose celoso. Cundió la alarma en la tropa. Después de banderillas, se fue por su cuenta el toro de la zona del tiroteo. Señal de manso.

Habían saltado por delante un primero de corrida elástico pero mirón y terriblemente pegajoso; un segundo tobillero, escarbador, agresivo y revoltoso pero de mucha vida; un tercero que no hizo más que frenarse y no darse; y una auténtica maravilla, el cuarto, que fue tal vez el toro más bello de toda la feria.

En el canon clásico de Saltillo esa belleza singular que no es común en los toros degollados –sin barbilla ni papada- pero el encaje de cabeza, cuello y tronco era muy armonioso. El más fino de cabos de los seis de envío. Tan lustroso que la pinta cárdena parecía niquelada. Listón, y la raya separaba a tizón los plateados lomos. Se podía acariciar con la mirada el toro.

«Corredor», número 39. Más astifino imposible. Vuelto de cuerna, casi remangado. Salió, además, galopando. La presencia primera fue como la de una aparición. Pronto, con fijeza más que suficiente, un punto tardo a partir de cierto momento de faena, muy noble. De calidad en las embestidas humilladas, que fueron de planear por la mano derecha, y no tanto por la izquierda aunque por ella tuvo también largo y franco el viaje. Se relamió dos veces en plena faena. Sutil detalle. Unos pocos aplaudieron al toro de salida. ¡Qué menos…! Fueron muchos los que lo ovacionaron en el arrastre.

Así que después de tanta bonanza –brava y no mansa- se hizo doblemente sórdido y duro el trago de acíbar del quinto. Se fue a buscar al toro Fernando Robleño a tablas de sol y a contraquerencia pegó el toro un arreón de bólido. Pareció no venir a engaño. Robleño se dobló con él en breve faena de castigo poderosa: certeros los toques a los costados. Habría bastado. Eso, montar la espada y liquidar.

Después del castigo, el toro sacaba la antena antes de entrar en suerte. Robleño le aguantó sin miedo, cambió de espada sin que nadie se diera ni cuenta y en la suerte contraria y muy pegado a tablas –justo donde el toro se había ido en el primer arreón- enterró una estocada de soberbio oficio. Levantaron al toro. Hubo que descabellar. A la primera.

El toro que se jugó después, montado, largo y bien armado, de buen porte, fue, después del gran cuarto, el de mejor son. Codicioso, cuello de gaita con el que descolgaba pero que le servía para encampanarse estirado antes del viaje de vuelta. Aunque es torero de escuela y con oficio, no terminó José María Lázaro de cogerle el aire al toro. Sí en una primera tanda sin cata previa, en distancia, paralelo a tablas, con la diestra, ligada. Un poco de viento, distancias acortadas, y entonces el toro se volvía y amenazaba con echarse encima, pausas que parecían de desmayado ánimo. Una estocada.

López Chaves no pareció estar a punto para la ocasión: ni para San Isidro ni para una corrida como la de Escolar que de antemano se anunciaba como dura de roer. Se atragantó con su primer toro, que se venía al pasito y le tomó el número de matrícula enseguida, y no llegó a acoplarse ni a decidirse con el hermoso cuarto. A los dos los toreó de salida de capa con enjundia, a suerte cargada y sin ceder terreno. Lázaro anduvo suelto y decidido con el toro que se frenaba a mitad de viaje, y entonces escocía.

Lo más emocionante lo hizo Fernando Robleño con el segundo de la tarde. Veleto, descarado y cornipaso, escarbador, de muy desigual ritmo y rarísimo estilo. Peleón, toro no tanto de ruleta como de montaña rusa, que en un viaje se estiraba con brío pero en el siguiente se metía por debajo con estilo predador. No dejó nunca de defender su territorio. Instinto, por tanto, defensivo. Pero estaba el descaro seguro de Robleño, torero de corazón. Y cabeza: su serenidad, su paciencia y su ciencia; su aguante impávido para no perderle la cara al toro cuando escarbaba con agresividad y como si tomara carrerilla para lanzarse sobre la presa; su resolución para cambiar de terrenos una y otra vez sin dejarse al toro orientarse; su agilidad para esgrimir los regates del toro cuando los hubo pero sin recurrir al toreo de piernas siquiera; su técnica para enganchar por delante y esperar tapado la vuelta del toro y bajarle los humos. O desmoralizarlo, que fue lo que pasó. Y una estocada excelente que tiró sin puntilla a ese primer «Palomito» de lote. Porque «Palomito» se llamaba la fiera. El torvo quinto, «Cariñoso». No lo fue.

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