Tres horas de
festejo, tres sobreros, toros de cinco hierros, despedida discreta de Zotoluco,
esfuerzo honorable de Urdiales y un triunfo menor de Morenito de Aranda
BARQUERITO
A LAS SIETE DE LA
tarde fue el desfile y a las diez de la noche todavía estaba vivo y casi
aculado en tablas un toro que, fuera de programa, era tercer sobrero. Pareció
un toro de carreras porque sacó velocidad eléctrica. Cinqueño y descarado,
enano, del hierro de Domínguez Camacho, de bélico
temperamento, y con la agresividad del toro que escarba, ataque y derrota
dislocado, las tres cosas a la vez. Y, sin embargo, venía a engaño y repetía, y
se empotró en un caballo de pica y se lo quiso comer, y tuvo en banderillas un
temple pronto que pareció hasta son del bueno.
El contraste
de ese noveno toro de la partida fue brutal: el quinto de corrida, atanasio del hierro de Couto
de Fornilhos, fue de una alzada disparatada. Le sacaba más de un palmo
o dos a Diego Urdiales. Manso y
remolón, no hizo sino ponerse por delante y hubo un momento en que llegó a
dudarse de que el torero de Arnedo pudiera meter el brazo y la espada.
Entre el
gigante de Fornilhos –flequillo rizado, pechos frondosísimos, armadura
respetable, 660 kilos de tablilla- y el enano ajandilladito de los hermanos Domínguez Camacho saltó un sexto de
pinta retinta, de Couto de Fornilhos, que hizo cosas prometedoras: descolgar,
emplearse pronto y tomar engaño con claridad y largo. Claudicante en la segunda
vara, salvado del rigor de la devolución porque iban a cumplirse ya dos horas y
media de corrida, el toro se derrumbó tras el primer par de banderillas. Tuvo
que ser coleado. Y al fin devuelto.
Ese agitado
fin de fiesta vino precedido de laberínticas intrigas. De los seis toros
anunciados de Antonio Bañuelos sólo cuatro pasaron reconocimiento. De esos
cuatro finalmente en liza, nada más que dos murieron a espada en la arena. El
segundo, algo descoordinado, pero de buen aire en todo, fue devuelto después
del segundo par de banderillas. Urdiales
no pudo disimular un gesto de contrariedad. Porque el toro, pese a su debilidad
de manos, invitaba a estar a gusto.
El primer
sobrero, del hierro de Aurelio Hernando y hechuras de
morucho y no de bravo, no tuvo fijeza, arreaba en oleadas inciertas, se portó
como los toros cerriles de las calles, arreó estopa y tralla en todas las
bazas, se metió por las dos manos y a mitad de suerte disparaba al pecho.
Habría procedido una faena de macheteo, aliño y castigo. Y algo de eso hubo a
última hora. Pero en gesto muy de héroe Urdiales
decidió descararse, tragar, intentar someter por derecho y apurar hasta la
última gota del veneno. La faena, tan sufrida pero de torero tan entero, tuvo
reconocimiento. No tanto la pelea imposible con el gigante de Fornilhos,
al que sólo pudo cazar al quinto intento y casi en un disparo al aire.
Era la corrida
de despedida de Madrid de Eulalio Zotoluco, que tuvo el detalle de
pegarle casi en tablas una larga cambiada de saludo al primero de corrida, de Bañuelos,
que, astifino y cornipaso, parecía más grande de lo que era. Sopló entonces
viento como para descubrir e incomodar, el toro se coló un par de veces por la
mano derecha y apenas cabía en el engaño. En un cambio de mano se dejó ver
toreo mexicano de buena escuela. El toro acabó cazando moscas en las nubes.
El toro del
adiós, brindado por Zotoluco con solemnidad sincera, fue el mejor de los de Bañuelos.
Lo picó de maravilla el mexicano Nacho
Meléndez. Grandes ovaciones para el piquero. Como las que en su día
dedicaron en esta plaza a Efrén Acosta
padre. Estilo impecable para echar la vara, puntería y poder, el caballo de
frente. Soberbio. No se acopló Zotoluco con el toro, que por
rebrincarse no fue sencillo, ni tiró tampoco las tres cartas. Urdiales le hizo a ese toro un precioso
quite por chicuelinas.
El tercero de Bañuelos
se derrumbó antes de varas. Salió cojeando y sufriría un colapso. Lo apuntillaron
en la arena. El sobrero de Carmen Segovia, que agotaba el cupo
de toros de reserva, cinqueño, sillote, frentudo, no playero pero sí abierto de
cuerna y muy astifino, vino a ser el toro de la corrida. Se soltó sin divisa,
hizo salida de toro corraleado –enchiquerado dos o tres veces en lo que va de
feria, inquilino antiguo de los corrales de Las Ventas- pero en las estiradas
se dejó ver con aire bravo. Metía la cara, humillaba, se daba. No podía irse.
No se le fue a Morenito de Aranda. Tampoco hubo faena redonda, sino que hasta
las dos tandas últimas de una serie de seis o siete no se acopló ni entregó de
verdad el torero burgalés. Dos tandas de mano baja y vibrantes, en redondo,
fajadas, entre rayas y frente a toriles. Y, al cabo, soltando el engaño en la
reunión, una estocada delantera. La corrida interminable –no hay San Isidro sin
una de ellas- vivió, entre tanto suceso, el triunfo de un torero.
POSTDATA PARA LOS ÍNTIMOS.- Un picador mexicano de la
escuela de los grandes piqueros machos: buenos jinetes, bravos a caballo,
compuestos, de los que solo dejan caer el palo cuando ataca el toro. Y lo
pescan, pero lo hieren, y parece que lo van a sacar prendido como de un
anzuelo. Un tal Nacho Meléndez.
FICHA DEL FESTEJO
Dos toros -1º, violento, y 4º, de vivo temperamento,
aplaudido- de Antonio Bañuelos. Uno -5º- de Couto
de Fornilhos, que completaba corrida, gigantesco, engallado, a la
defensiva. Y tres sobreros: uno –2º bis- de Aurelio Hernando, de raro cuajo, que sólo pegó cabezazos; un
tercero bis de Carmen Segovia,
ensillado y largo, bueno, aplaudido en el arrastre; y uno de Domínguez Camacho, sexto bis, enano,
descarado, violento, de gran agilidad y muchos pies.
Eulalio López
“Zotoluco”, de verde botella y oro, silencio en los dos. Diego Urdiales, de verde parra y oro,
ovación tras un aviso y silencio tras un aviso. Jesús Martínez “Morenito de Aranda”, de grana y oro, oreja tras un
aviso y silencio tras un aviso.
Ovacionadísimo el picador mexicano Nacho Meléndez. Dos pares de gran
pureza de Luis Carlos Aranda.
Lunes, 21 de mayo de 2012. Madrid. 12ª de San Isidro.
Fresco, soleado. Tres cuartos de plaza.
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