BARQUERITO
Fotos: EFE
Fotos: EFE
NO SE EMPLEÓ NINGUNO
de los tres primeros toros de la corrida de Carriquiri. Palas claras,
pitones rosados, colorado y largo, cargado de carnes, el primero, asustadizo,
se distraía hasta con los penachos de los alguaciles, no fijó la mirada en nada
y, ajeno y disoluto, remoloneó, se frenó, husmeó y oliscó. Ni medios viajes ni
cuartos siquiera. Frascuelo –solo un bello lance, el del saludo- pasó página sin
ruido.
El segundo,
salinero, carnes de más, se escupió de un caballo a otro pero acabó cobrando
las dos varas de rigor en el picador de puerta, Luciano Briceño. En el segundo puyazo le dio Briceño al toro la del pulpo. Hay toros, se oye decir, a los que
conviene pegar. No tanto a este segundo de la partida, que a los cinco viajes
de muleta ya se había revolcado en dos tumbaletas y apenas podía ni hacer un
gesto. Ignacio Garibay, el último
representante de la escuadra mexicana de este San Isidro de toreros de ida y
vuelta, trató de estirarse en muletazos imposibles. Dos o tres óles de burla.
Cuatro pinchazos y una estocada tendida.
El tercero,
colorado y montadito, fue otra cosa: abierto de cuerna, no playero pero casi,
tampoco descarado, no tardó en estirarse en dos vivos galopes. Lo fijó
enseguida Javier Castaño, activo y
presente desde el arranque. El torero de Cistierna iba a dejar su impronta en
esta corrida tan de trapisonda. Dos puyazos de mucho castigo dejaron mermado al
toro, que, sin llegar a avisarse, se enteró, se encampanaba un poco, rebañaba,
echaba la cara arriba, se agarraba y no llegó a estar en engaño. A pulso, con
la mano izquierda, Castaño le sacó
tres muletazos de lento dibujo. Parado el toro, se cruzó a pasitos Castaño cuando ya sólo cabía cortar
y montar la espada. Soltando el engaño,
una estocada tendida. Rueda de peones, un descabello. La gente estaba con él.
Con Castaño: su machada reciente de
Nimes –seis miuras, gran botín-, sus
tardes tan brillantes de primavera en Castellón y Valencia con toros de Cuadri,
Adolfo
Martín y también Miura. Su futuro inmediato. Por todo
eso.
El cuarto,
engatillado y astigordo, más romo que afilado, grandullón, suelto y asustadizo
de salida, respiró con el aire bueno de la sangre Núñez-Rincón. Seis
puyazos, no todos igual de irreparables, dos de ellos con salida escupida, uno
de entregarse y sangrar también. Sedado, el toro tuvo su sonecito en la muleta.
Frascuelo
no se confió en ninguna baza. Se le fueron los pies. Tampoco escondió al toro.
Lo mató de media lagartijera de
receta secreta.
El espectáculo
de trapisonda –en varios capítulos, de emoción impagable- empezó después. Dos
toros negros cinqueños de bestial cuajo. Un quinto con el tronco de un
rinoceronte, 624 kilos, algo deforme, como los monstruos que dibujaba Sendak, de vuelta al toro de Atapuerca,
ofensivo, pero con carita de bueno y tal vez la mirada también; y un hondísimo
sexto, despampanante, colgante pechera, muy badanudo, corto de manos, popa
fantástica. 633 kilos. Espectaculares.
Al quinto, por
huidizo –sesgada postura ante capotes-, costó mucho fijarlo. Lo hizo Fernando Galindo con serenidad. Y
picarlo costó. Pero Briceño, en
tarde de profesional destajo, acertó a cazarlo cuando lo tuvo a tiro y no se
anduvo con remilgos reglamentistas para cobrar fuera de las rayas una vara
épica, de otra época, con el toro empujando hasta los medios, donde se soltó.
Jadeante, el toro se lanzaba en la muleta, sin humillar, pero atendiendo a
toques. Fue un toro sorpresa. Pero se acabó yendo de engaños en un clamoroso
cante de gallina. Garibay no se
afligió y resolvió.
La causa mayor
fue la del sexto toro y un primer tercio a ratos clamoroso. Pues Castaño, embravecido, original,
preparado, listo y dispuesto, tuvo corazón e inteligencia para lograr lucir al
toro, que galopó con viveza y de muy largo en tres viajes fantásticos al
caballo de pica. Sólo el primero de los tres puyazos fue de pelea; de los otros
dos se fue en cuanto le dolió el hierro. Pero se conjuraron la lidia y
colocación de Castaño, aires
camperos y diligencia de tentadero formal, y la entereza, los brazos, el
aguante y la puntería de Tito Sandoval
a caballo, y se vio lo que nunca se ve. Con brevedad, sin apenas artificio,
surgió una imagen de toreo antiguo cuyo perfil pendía no poco de la propia
estampa tan de toro viejo del toro.
El calentón,
mayúsculo, se jaleó en lo que valió. La gente empujó cuando Castaño, calada la montera, se fue por
el toro sin más arma que una muleta pequeña y su ayuda de madera. Tres banderas
preciosas, uno de la firma, el de pecho. No mucho más: desordenada la embestida
del toro, que descolgó, pero pedía tiempo; demasiado encima Castaño, precipitado cuando el toro
empezó a pedir árnica o una tregua. En un ladrillo la pelea, que tuvo para el
toro algo de asfixiante castigo. Como si, crecido y derramado, Castaño pretendiera taparle la boca, el
aliento, la mirada. Péndulos en terreno del toro, que ya estaba sin fuelle. Un
pinchazo hondo, un descabello. El viernes vuelve Castaño.
POSTDATA PARA LOS ÍNTIMOS.- Luis Arraiza, ingeniero
industrial, uno de los benefactores de la Casa de Misericordia de Pamplona, es
no recuerdo por qué vía, descendiente del célebre don Nazario Carriquiri, el banquero navarro de la época isabelina -Isabel II, la Reina Castiza- que por la
ambición de prosperar compró una ganadería de toros de la tierra -casta
navarra, fiera-, la de Guendulain, y consiguió hacerse un nombre en el Madrid
taurino del XIX, y pretendió, sin éxito, competir con los ganaderos
aristócratas de la Corte o andaluces. La historia de Carriquiri -medrador, ambicioso- está pendiente de escribir en
detalle, y todos los años, cuando llega San Fermín, Arraiza y yo volvemos al asunto. En una mesa de doce comensales
-sin Judas- que son y somos prácticamente los mismos todos los años. Es el
banquete de Carriquiri. La Casa de
Misericordia es muy anterior al enriquecimiento de Carriquiri. Muchos navarros hicieron fortuna en Madrid. Otros
tantos o más pelearon en guerras civiles muy crueles. Y el toro navarro entró
en decadencia mientras el toreo se formalizaba como si fuera la ópera. Pero el
hierro de Carriquiri, con sus dos
cés cruzadas y solapadas, se puso en venta y andando el tiempo, cien años
después de la muerte de don Nazario,
vino a manos de un ganadero caprichoso de la Rioja que logró refundar la
ganadería -no con toros navarros, sino con sangre de Núñez- y recuperar el nombre y la antigüedad, y no tanto la fama.
Pero salió ese sexto toro, «Flamenco», número 41, y dentro de cinco semanas
estaremos hablando de él en el banquete de Pamplona.
FICHA DEL FESTEJO
Seis toros de Carriquiri
(María Briones). De remate y
condición muy desiguales. Hondo, inmenso, el sexto tuvo fondo de bravo.
Manejable un bondadoso cuarto. Un quinto de disparatado volumen dio, en
bravucón o mansibravo, espectáculo. Mansearon los dos primeros, sin vida. Se
vino abajo el tercero.
Carlos Escolar
“Frascuelo”, de vainilla y oro, silencio en los dos. Ignacio Garibay, de caña y oro, silencio y silencio tras aviso. Javier Castaño, de azul mahón y oro,
saludos y vuelta al ruedo.
Valiente y brillante Tito Sandoval, que picó al sexto. Eficacísimo y certero Luciano Briceño, que picó al quinto. Un
severo pero notable puyazo del maestro Manolo
Montiel al cuarto. Brega sacrificada, meritoria y serena de Fernando Galindo con el quinto.
Miércoles, 30 de mayo de 2012. Madrid. 21ª de San
Isidro. Casi lleno. Caluroso.
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