BARQUERITO
LA CORRIDA DE Alcurrucén fue espléndida. El escaparate: seriedad, armonía, bello remate.
Variedad propia de ganadería larga, pero estaban en tipo los seis. Saltaros
tres toros cinqueños, abiertos en lotes distintos. Uno de ellos, primero de
corrida, fue epítome de la hondura. El sexto, otro de los cinqueños, dio
impresión de fiereza al asomar y un punto fiero tuvo. Los tres cuatreños fueron
entre sí tan distintos como los tres cinqueños. Pura riqueza, por tanto. Un
tercero colorado –el único de pinta
clara en el envío- fue toro terciado, y el más liviano, pero sacó ese galopito
zumbón tan característico de la estirpe de Núñez-Rincón.
Con
profundidad embistieron el primero y el cuarto. Profundidad quiere decir
descolgadamente, en largos viajes y viajes repetidos, con fijeza. El tranco
caro y seguro: la seriedad. Fueron de bandera los dos toros. Solo que el
primero se dolió de blandearse en el segundo puyazo aunque tuvo de bravo en los
arranques dos detalles de casta vieja: tardear ligeramente y rematar muletazo
con un chispazo, si el remate no era por abajo o de poder.
El cuarto se
cantó sin hacerse esperar porque ya tomó los vuelos de capotes por abajo y,
luego, fue del primer al último muletazo de una faena larguísima el toro de
embestida ideal: planeaba por la mano derecha, picaba un poquito por la
izquierda. Soberbios los dos toros. La ovación en el arrastre para el cuarto,
un toro «Fiscal», fue formidable. El
arrastre del primero, bravo de verdad, sorprendió algo fría a la gente. No
sería sencillo calibrar en una balanza las calidades y categoría de uno y otro.
Fueron los dos más completos de lo que se lleva de feria. Justamente el día en
que se cruzaba el ecuador de San Isidro.
La alegría del
tercero, el único que escarbó –sólo dos veces, pero dos fueron-, se hizo
contagiosa. Pasa con los toros de pinta colorada. Las palas como de alabastro,
rosados pitones, ollares blancos, un gironcito canto en capa lustrosa que
parecía recién cepillada. El toro tuvo la prontitud de los bravos y en ese
punto fue, sin contar el temple de pasmo del cuarto, el más vivo de la corrida
y el que más y antes entró por los ojos. El hondo sexto, que derribó de bravo
pero a caballo vuelto, tuvo codicia y cuerda en dosis tales que, pese a ser
boyante, resultó celoso. Toda la corrida fue noble. Ese último, con su punto
fiero, lo fue también. Pero de otra manera. Los dos toros sobresalientes se
juntaron en el lote de El Cid. El lote compensado –el
coloradito y el imponente sexto- cayó en manos de Fandiño.
El menos
favorecido en el reparto de toros fue Miguel
Ángel Perera: un segundo con tendencia a salirse suelto de suerte y un
quinto que hizo de primeras un poco de todo pero que vino a rajarse a la hora
de la verdad: a irse de engaño o a resistirse cuando no pudo irse porque lo
sujetaba la presencia de Perera a
engaño puesto o sin poner.
De Perera fue la faena de la tarde. Y a
ese toro quinto tan rajado como noblito. Faena abierta con el alarde del
cambiado por la espalda en cite desde el platillo –y el toro en un burladero- y
variada de rumbo en seguida, porque el toro no quería ni los medios ni por
arriba. En paralelo a las tablas de sol, entre rayas, Perera toreó exquisitamente. Notorias la elegancia y la naturalidad
clásica. A suerte cargada, a pies juntos o abierto un poco el compás, muletazos
embarcados, adormecidos, mecidos, rematados, sentidos, cosidos, ligados. Las
pausas justas.
Una lentitud
fantástica que convenció al toro. Firmeza para improvisar en trenzas de toreo
cambiado. Maestría. La medida perfecta. Hubo algún grito reventón, pero la
batalla verbal de todas las tardes la ganó esta vez la mayoría cabal. Un pinchazo
atacando desde demasiado lejos en la suerte contraria, una estocada caída. No
quiso Perera dar la vuelta al ruedo.
Molestado por
el viento, que lo descubría, Perera
no acertó a dar ni con el terreno ni con las distancias del segundo, que se
apalancaba y, por ensillado, humilló menos que los demás, pero pudo con el
toro. La estocada, de excelente ejecución pero con vómito.
El momento
cumbre de la corrida tuvo por protagonista a Perera precisamente. Fandiño
salió a quitar por chicuelinas en el
quinto y se hizo aplaudir con fuerza. Un quite lleno de enganchones, pero valió
el gesto. El gesto mayor fue, sin embargo, el de Perera en la réplica. Capote a la espalda, cuatro gaoneras limpias de más ajuste que
vuelo, dos largas de recurso en la salida, el desplante de remate. Perfecto.
Ahí y entonces
puso Perera su firma a esta corrida
que se arrastró con las doce orejas puestas. Llevaba colgando la mitad. Fandiño perdió una del tercero por
marrar con la espada, pero en rigor incluso antes. Una faena de firme encaje
primero, separada en pausas y paseos
gratuitos, precipitada sin embargo por su propia ambición de fondo. El sexto,
que no vino metido en el engaño, desbordó a Iván en cuanto se revolvió dos o tres veces con la listeza de la
edad.
Lleno de
dudas, El Cid abrió con afán su primer trabajo –olés para las
embestidas enceladas del toro- pero era toro de enganchar y no solo tocar, y
esta fue faena de toques y muleta escondida. No hubo manera. Al cuarto le pegó
tandas y tandas. Dos de ellas, enhebradas y no ligadas, a toro tapado y no
soltado, fueron de buen dibujo. Un aire mecánico, falta de seguridad, tiempos
mal medidos, Se fue el toro. Todos torearon con el capote. No solo el quite de Fandiño y la réplica tan memorable de Perera. Pero sólo esa réplica contó de
verdad.
POSTDATA PARA LOS ÍNTIMOS.- Se me van los ojos tras
las rosas. Cegado por la sutil fragancia. En el quiosco de flores de Manuel Becerra me embriagó el olor de
un jazmín. Jazmines en el ojal, ¡quién pudiera! La divisoria de la calle del
Doctor Gómez Ulla, que va de Manuel Becerra a Londres -la calle de
Londres, antes Moret- está sembrada
de rosas amarillas. Mientras aspiraba el perturbador aroma del jazmín, llegaron
dos mozos a comprar dos rosas. Las querían rosas y que cuánto costaba. Más
gente en el quiosco de flores que en el de prensa justo al lado.
La ruta de Becerra
a Ventas por Gómez Ulla, Ruiz Perelló,
Campanar, Castelar, Cardenal Belluga, Francisco Navacerrada y Camba, para
ver la plaza desde el flanco oeste, que es donde peor se ve porque la tapan los
pinos. Hay dos magnolios sin mayor importancia.
En Ruiz
Perelló vivieron a su regreso de su medio exilio en Francia los hermanos Domingo, Xavier y Eugenio. Tenían tortugas en la bañera de casa. Para torear de salón
con la toalla. O quién sabe si para hacer caldos.
Xavier fue a los toros un día a
ver una corrida de la Prensa -brutal, de Luciano
Cobaleda- y dijo que no volvía y no volvió. Cuando regresó a Barcelona
quince años después, se hizo taurino social. Un tipo extraordinario. Su hermano
Eugenio tenía una voz preciosa. La
madre de los Domingo, Montserrat
Alavedra, fue pionera del doblaje de cine en castellano. Xavier recitaba en catalán imitando las
cadencias de la escuela de Adrià Gual.
Gente con talento dramático.
Sobre la calle de Biarritz y otras adyacentes o
vecinas hay tela que cortar. Y sobre La Guindalera.
¿Los toros? Una maravilla de corrida.
FICHA DEL FESTEJO
Seis toros de Alcurrucén
(Pablo, Eduardo y José Luis Lozano). Corrida de
excelentes y variadas hechuras. Primero y cuarto, extraordinarios. Encastado
con un punto fiero el sexto. De mucha alegría el tercero. Rajadito un bondadoso
quinto. Manejable el segundo. Corrida de tanta nobleza como matices. La mejor
de la feria.
El Cid, de bermellón y oro,
silencio tras un aviso y ovación tras un aviso. Miguel Ángel Perera, de verde botella y oro, silencio y saludos. Iván Fandiño, que sustituyó a Sebastián Castella, de cobalto y oro,
saludos tras un aviso y silencio.
Buena brega de Joselito
Gutiérrez.
Martes, 22 de mayo de 2012. Madrid. 13ª de San
Isidro. Casi lleno. Primaveral.
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