Decisión
inesperada, sentida y no teatral tras una tarde de renuncio. El último toro de
su carrera, un gran sobrero de los Fraile Mazas. Cosas buenas de El Fandi y
Perera.
BARQUERITO
Fotos: EFE
LA DE LAS RAMBLAS fue
la última de las tantas corridas de sangre Domecq de San Isidro. No fue ni la
mejor ni la peor, ni la más grande ni la más chica, ni la más brava ni la que
menos. Ni la de más fuerza, que les faltó a todos sin excepción, ni la más
feble. Puede que en punto a nobleza sí fuera una de las destacadas, pero la
nobleza en Domecq es como el valor en el soldado y se le supone.
Nobleza sola
no basta y de probar tal aserto se encargó un sobrero de extraordinario buen
son. De la línea más refinada que pueda darse en la procedencia Atanasio.
Ni cabezón ni frentudo ni cargado de pechos ni más zancudo que llano. Negro
salpicado, armónico, ni flaco ni relleno. Con las carnes precisas y repartidas
como se precisa en el toro con alma. Y su cara. Del hierro de los hijos de Nicolás Valdefresno, los hermanos Fraile
Mazas. Toro con destino señalado. Los dioses mandan.
Primero, por
ser toro rezagado. Era uno de los ocho de la casa de Valdefresno que habían
venido a Madrid en remplazo de la corrida de Vellosino rechazada el 13
de mayo, pero uno de los cuatro que no llegaron a jugarse entonces. Luego,
porque, de los raros y contados toros de su encaste jugados en la feria, éste
fue con diferencia el de mejor nota y el de más rico carácter. Y, en fin,
porque iba a ser el último que mataba vestido de luces Julio Aparicio.
Arrastrado el
sexto de Las Ramblas –no prosperó la petición de oreja para una buena
faena de Perera-, cuando iban a
partir las cuadrillas, Aparicio
reclamó a El Fandi para que en el tercio le desprendiera el añadido y le
cortara simbólicamente la coleta. Era su adiós a los toros veinticinco años
después de aquel debut de novillero con caballos en Gandía –febrero de 1987-
que fue anuncio de torero tocado por el ángel del genio, agitanado espíritu
y, por tanto, irregular carrera.
Vida torera
con tres jalones entre tantos otros: su bellísima faena a un toro de Alcurrucén
en el San Isidro del 94, la terrible cornada en la boca que hace dos años
estuvo a punto de costarle la vida en la misma plaza de Las Ventas y, al fin,
esta despedida inesperada, no se sabe si improvisada, escenificada con lindo
rigor porque hasta para cortarse la coleta se precisa torería.
Madrileño
–Madriledo, según posible errata del programa de mano- se llamó ese toro que en
manos de otro Aparicio más
reconocible, más joven y ganoso o infinitamente más decidido, habría podido pasar a la historia por razones
más festivas. Ese sobrero rezagado fue uno de los cinco mejores de la feria.
Aunque el renuncio manifiesto de Aparicio
lo dejara flotando en una nube.
Muy pocas
cosas notables hizo Aparicio en esta
tarde del adiós. Le pegó al primero de Las Ramblas tres lances de
desgarrado garbo, muy empapados, en la media altura, y media rumbosa, y, luego,
en faena cautelosa y breve, tres muletazos de buen compás y sello propio.
También al toro devuelto de Las Ramblas le hizo los honores y le
tiró unos lances de gitano empaque: brazos sueltos, capa lacia y sin apresto
pero volada con gran destreza, pecho ligeramente abombado y mentón hundido de
ensimismamiento.
Antes que
fondo o carácter, lo que le faltó a la bondadosa corrida de Las
Ramblas fue emoción. El primer toro de Aparicio, uno de los dos más nobles, embistió con paso cristalino;
el segundo de corrida, tan noble como el primero, tuvo esa calidad tan de
antojo que se da en el domecq domado,
y, además, El Fandi, exquisito con el capote –despacio a la verónica, casi solemne-, lo toreó con
llamativa suavidad y lo trató con esmero. Pero ninguno de esos dos toros puso a
la gente.
Tampoco un
tercero sin cuello, distraído, pendiente de todo y de nada, finalmente rajado. Perera, fino a pies juntos de capa, le
pudo pegar a cámara lenta una docena y pico de muletazos excelentes, pero se
fue el toro cuando empezaba de verdad el concierto. Antes de que salieran los
bueyes a envolver al cuarto, saltó un espontáneo de la quinta del 68. No pudo
ni llegar al toro. El quinto, grandullón, 600 kilos de volquete, tuvo todavía
menos fuerza que los tres primeros y menos voluntad que cualquiera de ellos. Se
vino abajo como desinflado.
Y el último
toro domecq de la feria, llamado «Madroño», colorado, recortado y
pizpireto, bien armado, tan noble como los nobles pero algo más quisquilloso y
de no mucha más vida. Lo toreó bien de verdad Perera en dos tandas de apertura con la derecha, de dejar al toro
venirse de largo y mandar y ligar sin romperlo. El temple. Una prueba con la
zurda sin eco ni fortuna. Y, a distancia acortada, una exhibición de lo que Suárez-Guanes llamó un día el toreo de
cercanías, que deja al toro sin espacio y lo arrincona donde sea. Valiente pero
sofocante. El toro no estaba para tal prueba de resistencia. Hubo emoción y
riesgo. Un pinchazo, una estocada, casi una oreja. La firma cada vez más
personal de Perera.
POSTDATA PARA LOS ÍNTIMOS.- El adiós de Julito,
la venganza de Atanasio servida en
plato caliente, los toritos de una sierra de Albacete no tan remota porque en
una de sus cumbres puso Domecq su
bandera como McDonald.
Y dice un
taurino de oficio, no malicioso pero de vuelta de los sentimentalismos
románticos de Merimée: "Me hubiera gustado ver a Perera con el sobrero de Aparicio".
Y a mí también.
(He tenido de
compañero de localidad a un torero sevillano, nacido en Écija pero criado en
Gerena, que se llamaba y llama José
Antonio Rodríguez, o sea, José
Antonio Campuzano. Campuzano el
Grande -decía la publicidad ingeniosa de Pepe
Luis Segura- para definir una clase de grandeza muy torera. Sabio torero. )
FICHA DEL FESTEJO
Cinco toros de Las
Ramblas (Daniel Martínez), de
parejas hechuras, general nobleza, justos de fuerza y fondo, y un sobrero -4º
bis- de Hermanos Fraile Mazas, de
hermoso remate, en tipo, de muy notable calidad pero apenas lucido.
Julio Aparicio, de grana y azabache,
silencio y bronca. El Fandi, de
nazareno y negro, silencio en los dos. Miguel
Ángel Perera, de púrpura y oro, silencio y saludos tras un aviso.
Brega buena de Carlos
Chicote y Joselito Gutiérrez.
Muy eficaz Ángel Otero, que corrió
con el peso de los toros de Aparicio.
Martes, 29 de mayo de 2012. Madrid. 20ª de feria.
Casi lleno. Caluroso. La infanta Elena,
en el Palco Regio, recibió brindis de los tres espadas. Tras el arrastre del
sexto, Aparicio reclamó a El Fandi para que le cortara la coleta
o desprendiera el añadido. Fue, por tanto, su despedida.
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