Dos difíciles
trabajos del torero de San Fernando con el lote más complejo de una dura
corrida de José Escolar. Un cuarto toro de espectaculares hechuras y notable
son
BARQUERITO
Fotos: EFE
LA CORRIDA DE José
Escolar tuvo no poco de ruleta rusa. La bala
envenenada fue un quinto toro cornalón. No todos los cornalones lo son de la
misma manera. Éste, corto de tronco, zancudo y sacudido, lo parecía más de lo
normal justamente por eso. Como si tuviera los cuernos más largos que los
remos. Hocico de rata pero cara alargada, las palas y los pitones por delante,
astifino desde la cepa. Un poco canijo. Era, la verdad, un toro muy feo.
Una prenda. De
carácter violento, indispuesto después de pelearse con genio en una primera
vara, más entregado en una segunda y a cabezazos en una tercera de la que salió
suelto, escamado, desparramando la mirada y poniéndose por delante o
revolviéndose celoso. Cundió la alarma en la tropa. Después de banderillas, se
fue por su cuenta el toro de la zona del tiroteo. Señal de manso.
Habían saltado
por delante un primero de corrida elástico pero mirón y terriblemente pegajoso;
un segundo tobillero, escarbador, agresivo y revoltoso pero de mucha vida; un
tercero que no hizo más que frenarse y no darse; y una auténtica maravilla, el
cuarto, que fue tal vez el toro más bello de toda la feria.
En el canon
clásico de Saltillo esa belleza singular que no es común en los toros
degollados –sin barbilla ni papada- pero el encaje de cabeza, cuello y tronco
era muy armonioso. El más fino de cabos de los seis de envío. Tan lustroso que
la pinta cárdena parecía niquelada. Listón, y la raya separaba a tizón los
plateados lomos. Se podía acariciar con la mirada el toro.
«Corredor», número 39.
Más astifino imposible. Vuelto de cuerna, casi remangado. Salió, además,
galopando. La presencia primera fue como la de una aparición. Pronto, con
fijeza más que suficiente, un punto tardo a partir de cierto momento de faena,
muy noble. De calidad en las embestidas humilladas, que fueron de planear por
la mano derecha, y no tanto por la izquierda aunque por ella tuvo también largo
y franco el viaje. Se relamió dos veces en plena faena. Sutil detalle. Unos
pocos aplaudieron al toro de salida. ¡Qué
menos…! Fueron muchos los que lo ovacionaron en el arrastre.
Así que
después de tanta bonanza –brava y no mansa- se hizo doblemente sórdido y duro
el trago de acíbar del quinto. Se fue a buscar al toro Fernando Robleño a tablas de sol y a contraquerencia pegó el toro
un arreón de bólido. Pareció no venir a engaño. Robleño se dobló con él en breve faena de castigo poderosa:
certeros los toques a los costados. Habría bastado. Eso, montar la espada y
liquidar.
Después del
castigo, el toro sacaba la antena antes de entrar en suerte. Robleño le aguantó sin miedo, cambió de
espada sin que nadie se diera ni cuenta y en la suerte contraria y muy pegado a
tablas –justo donde el toro se había ido en el primer arreón- enterró una
estocada de soberbio oficio. Levantaron al toro. Hubo que descabellar. A la
primera.
El toro que se
jugó después, montado, largo y bien armado, de buen porte, fue, después del
gran cuarto, el de mejor son. Codicioso, cuello de gaita con el que descolgaba
pero que le servía para encampanarse estirado antes del viaje de vuelta. Aunque
es torero de escuela y con oficio, no terminó José María Lázaro de cogerle el aire al toro. Sí en una primera
tanda sin cata previa, en distancia, paralelo a tablas, con la diestra, ligada.
Un poco de viento, distancias acortadas, y entonces el toro se volvía y
amenazaba con echarse encima, pausas que parecían de desmayado ánimo. Una
estocada.
López Chaves no
pareció estar a punto para la ocasión: ni para San Isidro ni para una corrida
como la de Escolar que de antemano se anunciaba como dura de roer. Se
atragantó con su primer toro, que se venía al pasito y le tomó el número de
matrícula enseguida, y no llegó a acoplarse ni a decidirse con el hermoso
cuarto. A los dos los toreó de salida de capa con enjundia, a suerte cargada y
sin ceder terreno. Lázaro anduvo
suelto y decidido con el toro que se frenaba a mitad de viaje, y entonces
escocía.
Lo más
emocionante lo hizo Fernando Robleño
con el segundo de la tarde. Veleto,
descarado y cornipaso, escarbador, de
muy desigual ritmo y rarísimo estilo. Peleón, toro no tanto de ruleta como de
montaña rusa, que en un viaje se estiraba con brío pero en el siguiente se
metía por debajo con estilo predador. No dejó nunca de defender su territorio.
Instinto, por tanto, defensivo. Pero estaba el descaro seguro de Robleño, torero de corazón. Y cabeza:
su serenidad, su paciencia y su ciencia; su aguante impávido para no perderle
la cara al toro cuando escarbaba con agresividad y como si tomara carrerilla
para lanzarse sobre la presa; su resolución para cambiar de terrenos una y otra
vez sin dejarse al toro orientarse; su agilidad para esgrimir los regates del
toro cuando los hubo pero sin recurrir al toreo de piernas siquiera; su técnica
para enganchar por delante y esperar tapado la vuelta del toro y bajarle los
humos. O desmoralizarlo, que fue lo que pasó. Y una estocada excelente que tiró
sin puntilla a ese primer «Palomito»
de lote. Porque «Palomito» se llamaba
la fiera. El torvo quinto, «Cariñoso».
No lo fue.