FERNANDO
FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman
En tauromaquia –como en tantas disciplinas
artísticas—abundan las tesis doctorales obtenidas de la autoridad que aporta la
contumacia en la asistencia. Cuanto más vas a los toros, más sabes; y los que
saben, o dicen saber, en función de sus años de abonado, suelen manejar la
“distancia” para apuntalar sus sentencias: “Es que no le da distancia: ¡dale
distancia, coño!”, le gritan al torero que insiste en provocar la embestida del
animal; pero el torero sigue porfiando ante el toro, a su aire, como el que oye
llover, ante el desespero del taurólogo, porque, en realidad, lo que le pasa al
toro es que no puede con su alma. Ni “distancia”, ni leches.
En los tiempos tormentosos y dramáticos que nos
asuelan, la “distancia” --¡quién nos lo iba a decir!— ha vuelto a ocupar su
sitio preeminente en las conversaciones y sentencias taurinas, pero ha cambiado
de practicante. Ahora es el público el que debe preocuparse de la “distancia”
legislada para ocupar su lugar en el tendido. El COVID 19 ha obligado a las
autoridades competentes a dictar una serie de medidas, poco menos que
coercitivas para evitar contagios o frenar su expansión; bien entendido que lo
exigen las normas sanitarias… en el caso de que se pueda garantizar la llamada
“distancia” de seguridad, que en principio se estableció en 1.50 metros, aunque
“si las circunstancias no lo permiten”, se acude a la utilización permanente de
la mascarilla a las personas de 6 años en adelante. Al menos en Andalucía, y en
los toros, es así. ¿Cómo se entienden esas circunstancias que “no permiten”
guardar la “distancia” referida por la norma? Pues, miren, los propios cosos
taurinos, dada la provecta edad de los históricos, son el ejemplo más
fehaciente. No hay plaza de toros en España --salvo las que cuentan con butacas
de poliéster--, en que la dimensión en
anchura destinada al asiento del espectador alcance –siendo muy generoso-- los
50 centímetros.
Instalándonos en esta constatable realidad,
hagamos números. Si tenemos que distanciarnos unos de otros, metro y medio en
el tendido, estaremos en el cuadrado famoso de los 9 metros cuadrados, o sea,
el penalti que nos quiso tirar Pedro Sánchez. Resultado fallido. Paupérrima
asistencia. Si nos olvidamos de esta geometría poligonal de 1,50 de lado
–olvidada está, por inviable--, y vamos concretamente a la normativa actual,
que autoriza un porcentaje de aforo entre el 50 y el 75%, según Comunidades,
tampoco se puede cumplir a rajatabla la “distancia de seguridad”—acceder al
porcentaje autorizado es, sencillamente, imposible--, motivo por el cual habrá
que hacer observancia de las medidas sanitarias que imponen la mascarilla como
remedio de contención más eficaz, algo que, por cierto ya ha sido declarado de
uso obligatorio.
Quienes atacan la celebración de la corrida de El
Puerto de Santa María, aduciendo que, a la vista de las fotografías, los
individuos que integran el público asistente no cumplían con la “distancia” de
seguridad, ignoran que esa norma no es tajante y sí susceptible de ser
protegida y sustituida (para cumplir los
objetivos) por el uso obligatorio de mascarilla en todos los que asisten al
espectáculo. Y si lo que utilizan para apoyar sus argumentos es una fotografía
de conjunto, ignoran también que los tendidos de las plazas de toros son
engañosos en el conteo de quienes los ocupan. Estoy harto de ver llenos
“esponjosos” o “aparentes” que luego desmienten los tacos de boletos que han
quedado en taquilla, sin vender. Lo vi en cierta ocasión, al término de una
corrida de relumbrón en la feria de abril de los 90, mostrados por mi
inolvidable Pepe Bermejo, alter ego de Diodoro Canorea: “¿No hay billetes,
dices?, mira: han sobrado más de mil entradas…” Me quedé estupefacto.
La gente en los tendidos, dada la angostura de los
asientos, se acomoda como más le place y mejor puede, en cuanto la localidad de
al lado está vacía. Y si es cierto que se vendieron exactamente el límite de
5.300 localidades, yo creo al empresario
Garzón. Le creo porque la experiencia me ha demostrado, una vez más, la osadía
de la ignorancia, máxime si ésta se apuntala por odios, envidias o,
simplemente, el afán por destripar todo lo que tenga que ver con la fiesta de
los toros.
En las circunstancias actuales, organizar un
festejo taurino tiene su intríngulis. Por ejemplo, ¿cómo se manejan las
localidades de los abonados de toda la
vida, la mayoría emparejadas –pegaditas una a la otra—de dos en dos? ¿Les dice
el empresario que se tienen que retirar tres puestos más allá, con lo cual
inutiliza las del otro abonado de toda la vida?
Y, en cualquier caso, una vez que el empresario ha resuelto de la mejor
manera posible esta farragosa cuestión, ¿cómo se evitan los traslados
voluntarios de un lado para otro, a la vista de los huecos resultantes? ¡Qué
fácil es hablar, sin conocimiento!...
No me cabe duda de que muchos de los que ponían el
grito en el cielo porque los empresarios no “se la jugaban” en los grandes
escenarios taurinos están ahora poniendo palos en las ruedas a quienes se echan
para adelante. Mal asunto. Necesitamos dar toros. Es imprescindible. Y, otra
cosa, la televisión –cada canal con el rigor que mejor estime--, también es
imprescindible. Lo importante es que, como se ha hecho hasta ahora, se tomen
las medidas preventivas adecuadas para evitar sustos indeseables. ¡Cuánto
darían ciertos sectores políticos o asociaciones animalistas, feministas y
demás “istas” porque hubiera un rebrote del COVID-19 en una plaza de toros!
No debemos ponerle “distancia” a la Tauromaquia y
dejar correr el tiempo sin celebrar corridas de toros. Por eso, démosles apoyo
y aliento a quienes, con la que está cayendo, se embarcan en aventuras
inciertas o poco venturosas. El “¡dale, distancia, coño!” es lo más pernicioso
que pudiera ocurrirle a este malherido hecho cultural, tan desatendido como
ninguneado.
La letra de aquél bolero que cantaban Los Panchos,
me viene al pelo para apuntalar este breve argumentario: Dicen que la distancia
es el olvido, pero yo no concibo esa
razón.
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