FERNANDO
FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman
@FFernandezRoman
La noticia “bomba” estalló ayer, pero la onda
expansiva va a durar mucho tiempo. Mucho. El rey emérito, don Juan Carlos de
Borbón ha decidido irse de España, exiliarse voluntariamente, dejar el palacio de La Zarzuela, que no es,
precisamente, el género chico de los palacios del país, sino la residencia del
Jefe del Estado. Arden las redes sociales, panacea de quienes no tienen
otro mecanismo para ejercer el derecho
universal de opinión –sagrado derecho-- y, en demasiadas ocasiones, oscuro
refugio de falsedades y atrevimientos deleznables. En medio del estupor que
produce toda evidencia indeseable y el clamor desatado de una ranciedad
antimonárquica –una muesca más en el tambor del revólver de los “antitodo”--,
se abre la espita de la beligerancia, actitud de frentismo al que tan dados
somos los españoles. Así, pues, llueven disparos de metralla en dos direcciones
radicalmente opuestas, como la división de opiniones en las plazas de toros.
Palmas y pitos. Ovación y bronca. Dos truenos que entrechocan en el preludio de
la tormenta.
No caeré en la tentación de hacer juicios de valor
sobre los hechos lamentables que en estos días protagoniza el rey don Juan
Carlos. Otras firmas, mucho más doctas, autorizadas y mejor dotadas de
información en tan enrevesadas y delicadas cuestiones me preceden en la sección
de Opinión de un periódico que se titula República… de las ideas. En eso
estamos, en el respeto debido al ideario vario. A cambio, sí me pete recordar
las circunstancias históricas que vincularon a los Borbones con el nacimiento
de la Tauromaquia, entendida ésta como el espectáculo de la lidia de un toro
bravo a cargo del hombre (tardaría siglos la incorporación activa de la mujer)
en un recinto cerrado y acondicionado a tal fin.
El primer Borbón en llegar a España para ceñir la
corona de Rey, se remonta a los primeros años del siglo XVIII. Felipe de Anjou,
nieto del monarca francés Luis XIV, toma el cetro con el nombre de Felipe V. Es
un muchacho de 18 años que entra en tierra extraña, por Irún, y está imbuido por
los fastos de Versalles, el Olimpo francés de su abuelo. De toros ni siquiera
ha oído hablar, así que, de momento, y
dadas las referencias --nada
laudatorias-- que recibe del cortejo galicista que le envuelve, los prohíbe en
Madrid y sus alrededores, aunque acaba restaurándolos once años después. Su
hijo Felipe, duque de Parma, en cambio es un devoto benefactor de las
maestranzas de caballería, motivo por el cual, la de Sevilla le construye en el
coso del Baratillo un palco singular y una puerta fastuosa que será anhelada
por los toreros del futuro: la Puerta del Príncipe. Le sucede el trono su
hermano Fernando VI, que también se muestra reacio, en principio, a la fiesta
taurina, pero es el factótum de la creación de una plaza de toros emblemática,
diríase que providencial para la evolución de la Fiesta: la de la Puerta de
Alcalá de Madrid. La manda construir en 1749 con el benemérito deseo de crear
un semillero de dádivas con que afrontar la curación de enfermos o atender la
hambruna de los indigentes y desvalidos en los llamados Reales Hospitales
Generales y de la Pasión que había en la Corte, precursores ambos de las muy
taurinas y benéficas Casas de Misericordia. Así, pues, y a pesar de que los
monarcas subsiguientes vinculados a la dinastía francesa hicieron sus pinitos
prohibicionistas, la realeza bornónica empezó a empatizar con esta fiesta
española que vienen de prole en prole, y ni el gobierno la abole, ni habrá nadie que la abola, según el
divertido libreto del compositor de temas de zarzueleros Ricardo de la Vega y
Chueca. A tal punto son veraces los
versos de Chueca, que desde la guerra de la Independencia no hubo rey español
que no se declarara eminentemente taurino. Fernando VII llegó a tener una ganadería
brava de postín en tierras de Toledo (La Real Vacada) y fundó la Escuela de
tauromaquia de Sevilla, de la que salió Paquiro, figura clave en la
transformación del torero como nuevo elemento incorporado a las altas esferas
de la sociedad decimonónica.
En este siglo que tanto encandiló a los viajeros
románticos de Francia y Alemania, la monarquía española aporta a la Tauromaquia
una dama de alto fuste, hija primogénita de la reina Isabel II: la Infanta
Isabel de Borbón, popularmente conocida como La Chata, a quien el gobierno de
la Segunda República permitió que siguiera en España cuando su sobrino, el rey
Alfonso XIII partió para el exilio, detalle generoso y cortés que la Infanta
rechazó. Fue la primera dama del Palacio Real que confesó su debilidad
(puramente taurina) por un torero, el madrileño Vicente Pastor. También en la
etapa “alfonsina” que marcan el final del siglo XIX y comienzo del XX, los dos
reyes Borbón gustaban de acudir a los toros en la vieja plaza de la carretera
de Aragón de Madrid o en las de otras capitales españolas, acompañados de sus
regias esposas. Alfonso XII, admiraba a Mazzantini y su hijo póstumo, Alfonso
XIII era “gallista” acérrimo.
Como todo el mundo sabe, en el interregno
franquista la realeza estaba también exiliada; pero cuando don Juan Carlos de
Borbón, aún Príncipe, comenzó a tomar posiciones para el futuro relevo en la
jefatura del Estado, ya se le vio con frecuencia en las barreras de las plazas
de toros y a manifestar su afición por el arte del toreo. Su sola presencia era
una fehaciente declaración de intenciones: apoyo a la Tauromaquia, sin fisuras.
En esa tesitura alcancé a conocerle y a
intercambiar con él las palabras que el respeto y la cortesía me permitían,
dentro de la prudente distancia que exigía el protocolo. Puedo decir, y digo,
que siempre procuró animar a la cercanía, y su mirada parecióme de exquisita
bondad. Fumador empedernido y jugador de mus, la verdad sea dicha, no le pegaba
nada la figurada corona.
Hago estas reflexiones a pie de teclado porque los
aficionados a los toros deben saber que, al menos durante las dos últimas
centurias, hemos tenido a un Borbón de máxima jerarquía empujando a favor de
obra. Lamentablemente, algunos de los que se partían las manos aplaudiendo y
vitoreándole a grito pelado cuando aparecía en el Palco de Honor de una plaza
de toros, ahora incendian las redes sociales, pidiendo su cabeza por una
cuestión de dineros envueltos en extrañas enaguas. Y uno, la verdad, no sabe a
qué atenerse. Espero que la Justicia se ocupe del asunto y que salga el sol por
donde deba salir, para dar luz a cuestión tan escabrosa. Don Juan Carlos, se va
de España. Y con él, un aficionado taurino irremplazable.
No ahondaré más en la cuestión. Eso sí: aún
recuerdo mi noche en vela de aquél 23-F del 81, cuando a pie firme estuve
pendiente de las luces que iluminaban el patio de armas de la Capitanía General
de Valladolid. ¿Sacaría el general los tanques a la calle? No salieron, porque
hubo un Rey con mayúscula, vestido con uniforme
militar de máximo rango, que apareció en la pantalla del televisor y
puso firmes a los discordantes, tranquilizando a la población. Se llama Juan Carlos de Borbón y
Borbón, Juan Carlos I de España. De no haber tomado al toro por los cuernos,
muchos de los chiquilicuatres que ahora despotrican en el sagrado nombre de la
democracia, no estarían en situación de libertad absoluta para opinar a grifo
abierto y pecho descubierto. Y mucho menos ocupando un escaño en el Parlamento
español.
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