Sólo
la espada deja atrás a El Juli en la bella apoteosis de Diego Urdiales y Pablo
Aguado sobre el muestrario de fealdades y manejables mansedumbres de Victoriano
del Río.
ZABALA DE
LA SERNA
@zabaladelaserna
Logroño
Urdiales podría ser aquel viejo artista que
levantaba esculturas entre las ruinas de los bombardeos. La fealdad del toro
más viejo del muestrario de Victoriano del Río no invitaba a la belleza. Ni su
movilidad ayuna de clase, ritmo y uniformidad. Quedaba bajo las piedras una
bondad amable sin forma definida. Diego la recogió ya con su capote leve para
enseñarle un camino de expiación sembrado de verónicas. El cinqueño pasado
soltó una coz en el caballo como los bueyes americanos de los rodeos. Luego se
dejó picar como se dejaba hacer. El clásico de Arnedo sintió el aliento del
hogar y ofrendó su cincel y su llama. Por una senda de sabrosos ayudados por
alto que desembocó en la bocacha de riego. Y allí uniformaba de belleza la
embestida que racaneaba calidad y finales a partes iguales. Por la izquierda se
prestaba unas veces hasta allí, otras sólo hasta acá. Siempre con las calidades
de un adosado en Seseña... La torería vestía y decoraba todo. Y lo salpicaba de
antiguas espumas. Como el epílogo sobre las piernas. Un espadazo fue el colofón
exacto para darle rotundidad. Y alcanzar la cercanía al peso verdadero de las
dos orejas.
Pablo Aguado siguió la estela del arte, el gozo en
sesión continua. Un toro acarnerado, pitorrón, de escaso perfil, salió abanto y
distraído. La fustración para la verónica incorpórea del sevillano. Escarbó,
protestó en el caballo y se dolió en banderillas. Apuntaba poco el mansito y,
sin embargo, Pablo intuyó la medida exacta para lo suyo: la montera ofrendada a
los tendidos presagiaba duendes. Aguado inició faena con su suave principio
patentado. Sólo que esta vez el chispazo de una trinchera suplió el ole
singular que arropa el cambio de mano por delante a muleta girada. Y se puso a
acompañar al negrito humillador, sin molestar y por fuera, con compás de nana.
Así como si amasara pan y lo preparase para hornearlo a fuego lento. La llama
subió la intensidad en las dos últimas series que alcanzaron maravillas no
vistas y embroques parados como cenit de la obra: una tanda superior sobre la
mano derecha y otra ronda categórica a pies juntos y enfrontilado sobre la izquierda.
De una plasticidad suprema prendida en los vuelos. El crujido de la madera del
palillo partido de su muleta sonó como eco del espadazo inapelable. Lo poco y
bueno se hacía material en otras dos orejas. Yo he llegado a la conclusión de
que en Logroño no saben pedir una sólo. Y el palco es de atrezo.
De no ser por la espada, El Juli se hubiera
balanceado también en la salida a hombros por la perfecta interpretación del
cuarto. De su fondo trémulo de amable mansedumbre. El último cinqueño de la
victorianada traía porte de toro grandón pero coronado por su cara cerrada.
Juli leyó el discurso del bien torear en la tarde del arte. Del temple y la
cadencia. De los tiempos y los tempos. Que fueron el respiro exacto para la
bondadosa nostalgia del toro de Guadalix. Y cuajó una faena fluida y redonda.
Cosa importante porque la corrida aspiraba a cambiar el refrán y voltearlo. El
torero de poder, a acompañar; el de arte, a mandar. Esto acuñaban unos minutos
antes. El acero le privó de la salida a hombros, no del reconocimiento unánime
de La Ribera.
Pablo Aguado tuvo el detalle de brindarle el
último toro a la figura consagrada. Que se fue a pie. Tan desinflado el
corpulento colorado de cierre de Aguado como el castaño de finos cuernos de
apertura de El Juli. El mal de la triste bravura inundó sus espíritus. Un palmo
de lengua fuera, el desánimo en la ausencia de empuje, el desfondamiento total
y el parón absoluto fueron las etapas de su voraz decrepitud. A ellos se sumó
el basto quinto. De otro modo: se agarró al piso y se defendió bruscamente de
la escueta muleta de Urdiales. Otra forma de rendirse. De la bravura de
categoría de Victoriano del Río no hubo noticias en aquella escalera.
Por la puerta grande se respiró el mismo
ambientazo que palpitaba en los tendidos, el aire de una tarde preñada de luces
toreras: Urdiales y Aguado como cruz de guía de la procesión.
VICTORIANO DEL RÍO - El Juli, Diego
Urdiales y Pablo Aguado
Plaza de La Ribera. Martes, 24 de septiembre
de 2019. Cuarta de feria. Tres cuartos largos de entrada.
Toros de Victoriano del Río, cuatro cinqueños (1º, 2º, 3º y 4º), una fea
escalera; se dejó con desigualdades el 2º; bueno el mansito 4º; bondadoso el
3º; desfondado el 1º; agarrado al piso y a la defensiva el 5º; desinflado el
6º.
El
Juli, de nazareno y oro. Pinchazo
hondo y descabello (silencio). En el cuarto, dos pinchazos y estocada rinconera
(saludos).
Diego
Urdiales, de azul marino y oro.
Gran estocada algo delantera (dos orejas). En el quinto, estocada (silencio).
Pablo
Aguado, de azul marino y oro.
Estocada atravesada (dos orejas). En el sexto, media estocada y cuatro
descabellos (silencio). Salió a hombros con Urdiales.
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