miércoles, 25 de septiembre de 2019

FERIA DE SAN MATEO – CUARTA CORRIDA: El gozo del arte y el bien torear

Sólo la espada deja atrás a El Juli en la bella apoteosis de Diego Urdiales y Pablo Aguado sobre el muestrario de fealdades y manejables mansedumbres de Victoriano del Río.
 
ZABALA DE LA SERNA
@zabaladelaserna
Logroño

Urdiales podría ser aquel viejo artista que levantaba esculturas entre las ruinas de los bombardeos. La fealdad del toro más viejo del muestrario de Victoriano del Río no invitaba a la belleza. Ni su movilidad ayuna de clase, ritmo y uniformidad. Quedaba bajo las piedras una bondad amable sin forma definida. Diego la recogió ya con su capote leve para enseñarle un camino de expiación sembrado de verónicas. El cinqueño pasado soltó una coz en el caballo como los bueyes americanos de los rodeos. Luego se dejó picar como se dejaba hacer. El clásico de Arnedo sintió el aliento del hogar y ofrendó su cincel y su llama. Por una senda de sabrosos ayudados por alto que desembocó en la bocacha de riego. Y allí uniformaba de belleza la embestida que racaneaba calidad y finales a partes iguales. Por la izquierda se prestaba unas veces hasta allí, otras sólo hasta acá. Siempre con las calidades de un adosado en Seseña... La torería vestía y decoraba todo. Y lo salpicaba de antiguas espumas. Como el epílogo sobre las piernas. Un espadazo fue el colofón exacto para darle rotundidad. Y alcanzar la cercanía al peso verdadero de las dos orejas.

Pablo Aguado siguió la estela del arte, el gozo en sesión continua. Un toro acarnerado, pitorrón, de escaso perfil, salió abanto y distraído. La fustración para la verónica incorpórea del sevillano. Escarbó, protestó en el caballo y se dolió en banderillas. Apuntaba poco el mansito y, sin embargo, Pablo intuyó la medida exacta para lo suyo: la montera ofrendada a los tendidos presagiaba duendes. Aguado inició faena con su suave principio patentado. Sólo que esta vez el chispazo de una trinchera suplió el ole singular que arropa el cambio de mano por delante a muleta girada. Y se puso a acompañar al negrito humillador, sin molestar y por fuera, con compás de nana. Así como si amasara pan y lo preparase para hornearlo a fuego lento. La llama subió la intensidad en las dos últimas series que alcanzaron maravillas no vistas y embroques parados como cenit de la obra: una tanda superior sobre la mano derecha y otra ronda categórica a pies juntos y enfrontilado sobre la izquierda. De una plasticidad suprema prendida en los vuelos. El crujido de la madera del palillo partido de su muleta sonó como eco del espadazo inapelable. Lo poco y bueno se hacía material en otras dos orejas. Yo he llegado a la conclusión de que en Logroño no saben pedir una sólo. Y el palco es de atrezo.

De no ser por la espada, El Juli se hubiera balanceado también en la salida a hombros por la perfecta interpretación del cuarto. De su fondo trémulo de amable mansedumbre. El último cinqueño de la victorianada traía porte de toro grandón pero coronado por su cara cerrada. Juli leyó el discurso del bien torear en la tarde del arte. Del temple y la cadencia. De los tiempos y los tempos. Que fueron el respiro exacto para la bondadosa nostalgia del toro de Guadalix. Y cuajó una faena fluida y redonda. Cosa importante porque la corrida aspiraba a cambiar el refrán y voltearlo. El torero de poder, a acompañar; el de arte, a mandar. Esto acuñaban unos minutos antes. El acero le privó de la salida a hombros, no del reconocimiento unánime de La Ribera.

Pablo Aguado tuvo el detalle de brindarle el último toro a la figura consagrada. Que se fue a pie. Tan desinflado el corpulento colorado de cierre de Aguado como el castaño de finos cuernos de apertura de El Juli. El mal de la triste bravura inundó sus espíritus. Un palmo de lengua fuera, el desánimo en la ausencia de empuje, el desfondamiento total y el parón absoluto fueron las etapas de su voraz decrepitud. A ellos se sumó el basto quinto. De otro modo: se agarró al piso y se defendió bruscamente de la escueta muleta de Urdiales. Otra forma de rendirse. De la bravura de categoría de Victoriano del Río no hubo noticias en aquella escalera.

Por la puerta grande se respiró el mismo ambientazo que palpitaba en los tendidos, el aire de una tarde preñada de luces toreras: Urdiales y Aguado como cruz de guía de la procesión.

VICTORIANO DEL RÍO - El Juli, Diego Urdiales y Pablo Aguado

Plaza de La Ribera. Martes, 24 de septiembre de 2019. Cuarta de feria. Tres cuartos largos de entrada.

Toros de Victoriano del Río, cuatro cinqueños (1º, 2º, 3º y 4º), una fea escalera; se dejó con desigualdades el 2º; bueno el mansito 4º; bondadoso el 3º; desfondado el 1º; agarrado al piso y a la defensiva el 5º; desinflado el 6º.

El Juli, de nazareno y oro. Pinchazo hondo y descabello (silencio). En el cuarto, dos pinchazos y estocada rinconera (saludos).

Diego Urdiales, de azul marino y oro. Gran estocada algo delantera (dos orejas). En el quinto, estocada (silencio).

Pablo Aguado, de azul marino y oro. Estocada atravesada (dos orejas). En el sexto, media estocada y cuatro descabellos (silencio). Salió a hombros con Urdiales.

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