Trabajo de autoridad y poder con
el toro más encastado de una bella, seria y distinguida corrida de Adolfo
Martín. Buen trabajo de Ureña con un tercero bravo y listo. Gran ambiente.
BARQUERITO
Foto: EFE
A LA HORA DEL PASEO el ambiente era de euforia. Las cifras y
el fervor de la manifestación en defensa de las tauromaquias habían desbordado
las expectativas. Con la cabeza de la marcha ya en destino –desde una balconada
de la primera grada Enrique Ponce leyó a las cuatro de la tarde y tras
cincuenta minutos de procesión una proclama subrayada con ovaciones- todavía se
agolpaban grupos de manifestantes en la zona de San Agustín y el arranque de
Marqués de Sotelo. Un gentío. “¡Vivan los toros!”, exclamó Ponce
encendidamente. “¡Vivan!”, coreó la multitud.
La plaza estaba llena. El latido de las grandes ocasiones.
Por la mañana, en un concurso de recortadores con un lote de Adolfo Martín de
insuperable trapío, se colgó el No hay billetes. Al romperse filas el público
hizo salir a los tres de terna a saludar. Y luego empezó la corrida, que fue
tan seria como se esperaba. Cinco hermosos toros por delante –tres de ellos,
cinqueños- con abundante artillería, en tipo los cinco, cárdenos, cortos de
manos. Soberbio escaparate.
Solo desentonó el sexto y último, que pasó la barrera de los
600 kilos –el promedio de los cinco primeros se quedó en los 530- y sacó hechuras atípicas: demasiado alto, demasiado
largo, bien armado pero falto del trapío sobresaliente de los otros. La nota
relevante de la corrida de Adolfo fue la emoción, Solo que el primero de los
seis, cornipaso y vuelto, el clásico saltillo degollado, salió quebrado de
varas y se resolvió en una embestida suave pero claudicante. Rafaelillo lo
trató con mimo. Ni así. Un pinchazo y una gran estocada a capón.
El goteo de emociones vino después. Algo frágil el imponente
segundo –bizco, descarado, un pitón izquierdo como guadaña- pero en cada viaje
se dejaba sentir. Fue toro particularmente noble y solo a final de faena, tras
mucha plaza recorrida, hizo amago de soltarse. Escribano se estiró en cinco
lances bien tirados, de llegarse hasta la boca de riego antes de rematar con
airosa media. El toro había gateado ligeramente, pero galopó en banderillas
–cuatro pares de Escribano- y tomó la muleta al ralentí pero con la franqueza
que retrata al toro noble, éste siempre fijo en el engaño. Habría sido de
sentido una faena diligente. La abrió en pausas el torero de Gerena, templado
en una excelente tanda en redondo pero empeñado en tomar al toro muy en corto y
al hilo del pitón. Un remate de trabajo por manoletinas improcedentes, un
pinchazo, media tendida y desprendida y un descabello.
Cuatro de los seis toros eran de la misma reata y los cuatro
llevaban el mismo nombre, Aviador, estirpe fiable en la ganadería. El tercero,
un Tostadito de reata probablemente de prueba, y el cuarto, un Madroño de reata
infalible, se salieron del registro. Fueron los dos toros de mayores emociones:
el tercero, porque al rematar arriba el muletazo se revolvía, y el cuarto, por
hacer esas cosas tan singulares del encaste que son ir mudando de condición a
lo largo de la lidia y de hacer las mutaciones para bien o mejor.
Paco Ureña, vertical, encajado y relajado, se esmeró en dos
bellas y cadenciosas tandas con la zurda, acompasadas, ligadas. Sangrado hasta
la pezuña, el toro vino pronto a engaño pero sin medir ni dejar de hacerlo. En
el primer descuido –un error de colocación, la falta de un toque a tiempo-, el
toro prendió a Ureña por la corva izquierda y lo revolcó. La emoción no fue
solo la cogida –sin consecuencias- sino el pleito que se libraba. La gente
arropó al torero después de la voltereta. Una estocada caída soltando el
engaño.
Las pasiones mayores se vivieron después. Rafaelillo paró al
cuarto con poderosos lances genuflexos cosidos en un solo terreno, de rico
vuelo, abrochados con revolera y toro gobernado. Dos puyazos, y en los dos se
empleó el toro en serio. Pareció excesivo el castigo –muy certero a caballo
Agustín Collado- pero salió a quitar Escribano. Desistió al tercer lance. No lo
vería claro. Dos pares clásicos de Pepe Mora, perfectos, y una faena de
Rafaelillo, brindada al público, que iba a tenerse sobre la autoridad, la
paciencia, el sentido del temple y la medida, el pulso y el poder.
Toreo de mano baja en la apertura de castigo pero en
muletazos largos y casi en tablas; luego, tres tandas breves y ligadas entre
las rayas, con protestas ligeras del toro en viajes cortos y hasta revoltosos;
en la cuarta tanda pareció Rafaelillo tener ya en la mano al toro, que le tiró
un impensado derrote. Pero ahí se acabó la guerra. Se echó Rafael la muleta a
la izquierda y, para general sorpresa, vino el toro casi planeando y toreado, y
la gente bramó. Una monumental tanda de naturales. En una segunda, el toro pisó
la muleta y casi desarma a Rafael y se carga el invento. ¿Solución? El
desplante a tiempo, otro desplante de rodillas, un feliz apunte de toreo por
delante, el abanico y, en fin, una extraordinaria estocada. Una oreja, casi
dos.
El quinto, tercer Aviador del envío, cárdeno capirote,
galopó al cite desde casi los medios en el recibo de Escribano –larga cambiada
de rodillas, el toro como un cohete- tomó capa con compás brioso y Escribano
toreó a lance hecho. Antes de varas el toro estuvo a punto de sentarse
derrengado. Falsa impresión. Duró en faena larga y ondulante, abuso de torero
por fuera, trabajo espaciado en paseos. Como la faena recién vista de
Rafaelillo había sido de tanta tensión y tanto ritmo, las diferencias se
hicieron sentir. Cuando Escribano ligó en natural con el de pecho, se celebró.
No bastó con eso.
El toro que descompuso la imagen tan pareja de la corrida
tuvo más agilidad de lo previsto por hechuras. Ureña brindó a Vicente
Nogueroles, el gran movilizador de la manifestación de las tres de la tarde.
Una faena trabajosa, con bonitos apuntes de torero frontal con la izquierda.
Solo que la embestida al pasito del toro era pura desgana por falta de celo.
FICHA DEL FESTEJO
Valencia. 3ª de Fallas. 12.000 almas. Soleado, fresco. Dos horas y
veinte minutos de festejo. Seis toros de Adolfo
Martín.
Rafaelillo, silencio y oreja tras un aviso.
Manuel Escribano, ovación en los dos.
Paco Ureña, una oreja y silencio.
Buenos lances de brega y brillantes pares de Pepe Mora.
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