Final feliz de la Magdalena. Cuatro toros de nota. Autoridad de Rafaelillo, temple de Bolívar con un toro pastueño, entrega de Alberto Aguilar con los dos más bravos.
Luis Bolívar, en plan grande ante los “victorinos” en el cierre de |
FICHA DEL FESTEJO
Seis toros de Victorino Martín, de excelentes, serias y varias hechuras. Salvo un primero artero y listo, dieron buen juego todos. De bravo estilo tercero, cuarto y sexto. De son sorprendentemente dulce el quinto. Lastimado un noble segundo.
Rafael Rubio “Rafaelillo”, de lila y oro, saludos y una oreja. Luis Bolívar, de bermellón y negro, saludos y una oreja. Alberto Aguilar, de blanco y plata, una oreja y silencio.
Castellón. 7ª de feria. Templado. Más de media plaza.
BARQUERITO
La corrida de Victorino fue, en el cierre de la Magdalena , la mejor de la feria. Cinqueños los seis toros, impecables, hermosos, en peso, bien armados, abiertos en amplio abanico en cuanto a hechuras y conducta. La corrida tuvo prontitud, fijeza y personalidad. Más carácter que temperamento, por tanto; bravura creciente y no menguante. Entrega. Cada toro fue de una manera y sólo se salió de norma uno. Justamente el que rompió plaza, que tardó en asomar y lo hizo al fin con inquietante y vivo trote. Abierto de cuerna, casi paso, humilló –y eso lo hicieron los seis, por cierto- pero empezó a frenarse a las primeras de cambio. Los lances de recibo y saludo de Rafaelillo –flexionadas las rodillas, la suerte cargada- fueron de gran emoción porque hubo que poderle al toro y sacarle los brazos. Ahí mismo se calentó el espectáculo.
El toro se quedó en la muleta debajo o se revolvió en corto como casi todos los toros que se frenan. Rafaelillo anduvo seguro y mandón. Listo era el toro, pero todavía más listo el torero murciano para resolver sin apuros en faena precisa y segura. Preciosos los muletazos de pitón a pitón ligados con un desplante antes de buscar la igualada. Una prueba de que el toreo de castigo no es incompatible con la belleza sino parte de ella. Una estocada capón tras ataque en corto. Rodó sin puntilla el toro.
Ya no hubo más toros de los de hacer sufrir ni hacer regates. Sino casi todo lo contrario. Dos volatines enteros en lances de salida dejaron quebrado al segundo, uno de los toros asaltillados de la corrida, y uno de los más bellos de ver. El toro no empujó en el caballo –sólo una vara, igual que todos los demás, pero cobrada en caballos y petos desmoralizadores por su aparente pesadez- y, aunque tuvo bondad, careció del fondo enérgico tan clásico en el toro de Victorino que repite la embestida con un punto de celo. Bolívar no le bajó la mano por si el toro las perdía; y cuando lo vació por arriba, el toro se revolvió protestando. En línea, a media altura y de uno en uno, el toro se dejó manejar y desplazar. Bolívar lo reclamó mucho a la voz. Con llamadas de acento vaquero que no se habían oído en toda la semana. Algo larga la faena, una buena y breve tanda ligada con la izquierda, y el obligado de pecho. El toro traído siempre con las bambas, muletazos de perder pasos, un bajonazo escalofriante.
El tercero, degolladito y acapachado, de muy finos cabos, ligeramente encampanado, tuvo pose y actitud de bravo. Se blandeó en el caballo –la cara arriba en protesta al sentir la puya- pero en banderillas rompió con espléndido aire: descolgadas embestidas, el ritmo caro de los victorinos sobresalientes, largos los viajes en todas las distancias. Una pega: en los cites no en renuncia pero sí en duda, que no faltaron, el toro tendió a adelantar al arrancarse. Como un amago de gazapeo, que se hizo visible y acentuó después de un desarme. Y después de haber visto demasiado al torero.
Al aparato y al ataque, entregado con entusiasmo Alberto Aguilar: la muleta por delante y baja la mano en los enganches por la derecha, el lado boyante del toro. Vibró la gente porque la pelea, un punto precipitada, fue en los medios. Es posible que las embestidas del cuarto de corrida por la mano izquierda o la dulzura extraordinariamente pastueña del quinto dejaran entre la gente más rico sabor de boca. Pero la pelea de ese tercer toro tuvo de salsa la bravura, que sabe de otra manera. Soltando el engaño, Aguilar cobró una estocada suficiente y se desbordó la fiesta. Una oreja. Fuerte ovación en el arrastre para el toro: había en la plaza ese quórum torista tan de Castellón. La mayoría silenciosa. O minoría. Y no tan silenciosa.
El cuarto, que se acostó contra el peto de picar, fue toro de brío, que terminaba el viaje de muletazo con más fuerza que al tomar el engaño. Por la mano derecha sacó un punto agresivo y también listo. Por la izquierda, en cambio, embistió con verdad, nobleza y seriedad. Por esa mano cuajó Rafaelillo muletazos primero de sabia técnica y, luego, de gran calidad: a cámara lenta algunos, de gran ajuste y notable juego de muñeca, de sabia colocación, de pies enterrados. La faena, valerosa, firme, suelta e improvisada, tuvo su aire añejo. Hubo al final un pequeño desencanto: el toro buscó las tablas con la mirada dos o tres veces. Supo taparlo Rafaelillo. Un pinchazo, otro estoconazo a capón.
Lomudo, grandullón, gruesas las palas grises, finos pitones, el quinto humilló tanto de salida que enterró un pitón pero sin voltereta. Tenía buen aire, pero parecía justo de motor y, mientras Bolívar brindaba a una nutrida representación de la Unión de Taurinos y Aficionados de Cataluña, pareció refugiarse en tablas. Falsa alarma. No sobrado de motor, el toro se puso a embestir en cuanto lo reclamó Bolívar. De caramelo los viajes si se llevaban en la altura y al son que pidió el toro. Eso lo entendió bien Bolívar: ni un tirón, ni un paso en falso, una suavidad notable. Por una mano y por otra. Sin la espada de ayuda, trenzas de última hora, madejas que el toro tomó como si fuera pareja de baile. Una estocada ligeramente desprendida. Una oreja. Reclamaron la segunda.
El sexto, pechugón, morrillo de negra pelliza, corto de cuello y manos, de estirpe Santa Coloma y no Saltillo, fue bravo en el caballo pero el puyazo –único- fue muy lesivo: la salida tapada, sangre en charco. De bravo aire, como el tercero, pero de otra manera. Con más motor y movilidad que ninguno de los cinco hermanos precedentes, se prestó a la pelea y hubo pelea. En faena a ratos agónica y a ratos heroica de Alberto Aguilar, en los medios, de a morir por la patria. No era fiero el león. Sí bravo. Una estocada apurada. Cuatro descabellos. Y se acabó la feria. Salieron contentos todos.
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