Confirmado
también en Sevilla que vivimos la era del toro "que no molesta", a
costa de rebajarle la casta y el poder, luego resulta que donde más disfrutó el
personal fue con la corrida de Miura, que en la edición de 2013 tuvo muchos
grados de excelencia. Alguno dirá que lo de Miura fue un hecho ocasional.
¿También lo es cuando sale bueno uno de Victorino Martín? Pero ese
planteamiento de los taurinos es falso; el toro con casta y con poder no es
sinónimo de un toro imposible; es, sencillamente, la antítesis de la integridad
del toro bravo. Y para encontrarlo no necesariamente hay que salir del
monoencaste que se impone. Sin embargo, ya hasta a lo de Fuente Ymbro se le
ponen pegas. Lo contrario, y a la vista está, el toro que "no
molesta" nos lleva a un escenario monótono y vulgar.
ANTONIO PETIT CARO
Al repasar las notas de lo ocurrido en
Sevilla, procede hacer una observación nada marginal, que lamentablemente debe
extenderse a todos los que andan el primer nivel. Ya no es que las figuras se
aferren al monoencaste de nuestros días; es que entre la amplia gama en que se
subdivide ese grupo ganadero, siempre seleccionan con el malhadado criterio de “el
toro que no moleste”, que al final acaba siendo el medio toro.
Por decirlo de forma ejemplificada: que para
estos toreros que andan en figura lo de Fuente Ymbro, por citar un nombre,
sea hoy tierra prohibida, resulta lamentable. Y viene del mismo tronco
originario que lo de Victoriano del Río, tan cantada como
ha sido su corrida.
Tiene un punto de absurdo aducir ahora que
esta política la han hecho de siempre y en todas las épocas las figuras. Sin
embargo, incluso teniendo en cuenta las protestas de los revisteros de la edad
de oro de Juan y de José
--que leídos hoy son encantadoras-- por el retroceso del torismo, hay un
matiz crucial. Es cierto que en aquella época lo de Miura imponía sus
respetos tal como ocurre hoy; pero es cierto también que esos otros hierros
como para aliviarse un poco --digamos que lo de Santa Coloma, Guadalest o
Vicente
Martínez--, siendo más bonancible lo que no se les había rebajado era
la casta y el poder; por eso, la emoción era elemento fundamental del
espectáculo taurino. No sería el toro de las heroicidades, pero era un toro
íntegro. Y además, las figuras seleccionaban entre muy diferentes encastes.
Los clásicos afirman, con todo fundamento,
que así ocurría porque entonces quien mandaba en la Fiesta era el ganadero.
Pues bien, aunque hoy esos poderes hayan cambiado de manos y a los criadores
los hayan relegado al último lugar, la integridad de la Fiesta no es compatible
con la actual política de selección genética. Y da lo mismo si a los ganaderos
les viene impuesta desde fuera que si es algo que responde a su libre decisión.
Por eso en nuestros días el debate no debiera
estar tanto en ese concepto –que resulta multiusos, según las conveniencias--
de la toreabilidad. Como no tiene mucho sentido pretender que sólo se toreen
aquellos animales que siempre se conocieron como el “toro del Tío Picardías”. El debate real donde conviene focalizarlo
es en el poder y la casta que constituyen el santo y seña del toro de lidia,
tenga luego la procedencia que fuere. Con esos dos elementos como base, después
los habrá con tal o cual característica peculiar, que los toreros conocen bien,
como atravesaran momentos mejores y perores;
cada cuál elegirá aquella con la que mejor se acople.
Digámoslo con otras palabras, por si queda
alguna duda. Si se analizan en conjunto las últimas tres o cuatro temporadas, se observa como las
figuras van formando el grupo de sus
ganaderías elegidas. No siempre repiten todas: unas salen y otras entran. Y si salen es porque esa alquimia genética
del poder y la casta ya no les gusta, y por eso las sustituyen por esas otras
que han minimizado ambos factores y ya forman parte de las camadas que “no molestan”. Esto es lo que inunda de
mediocridad y tedio a las corridas de hoy.
Pero luego ocurre, y claro quedó en la
corrida del sábado preferia, que cuando sale el toro encastado y con poder, una
primera figura se diluye como el azucarillo en el agua. No tenía más peligro
aquel toro de Victorino que el primero de los que lidió días después Victoriano
del Río y que metió en la cama a El Juli. La diferencia estribaba en
los distintos grados de poder y de casta.
En Sevilla abundaron los toros que se
apuntaron a la susodicha toreabilidad y al no molestar; en la misma medida se
retrocedió en estos otros elementos que marcan la integridad de la raza. Lo que
deprime más es que tal eje central no es patrimonio de una plaza; es el
denominador común de cuanto se ve por los ruedos. No es algo propio de esa
vulgaridad que algunos utilizan para definir al "toro de Sevilla".
Por eso, aun reconociendo que la corrida de Victoriano del Río fue la
que mayores dosis de toreabilidad –en algunos casos hasta empalagosa-- llevaba
dentro, no se puede olvidar que las dosis de casta y poder estaban muy
mermadas.
Por eso, me quedo mejor con la corrida de Miura,
que teniendo sus teclas propias, en muchos de sus toros compatibilizó la dichosa
toreabilidad con sus características singulares, incluida la flexibilidad de
sus cuellos, lo cual no fue óbice para que hubiera varios toros excelentes,
entre los que sobresalió el que cerró plaza, el único que ha sido premiado en
toda la feria con la vuelta al ruedo, que permitió hacer el toreo de siempre,
el verdadero.
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