Las malas lenguas, lenguas de triple filo, dicen que con esta movida de Cultura, con ese trajín de moquetas y despachos, lo único que los toreros quieren es torear de salón. Es una aspiración legítima, por supuesto. Es una aspiración incluso honorable, pues los toreros son gente honorable y como tales han de ser considerados. Lo primero que vienen reclamando desde hace tiempo es la consideración de artistas y de ahí su paso administrativo y burocrático al Ministerio de Cultura. Esa consideración es discutible en muchos casos, pero todos hemos aceptado darla por buena; basta que alguien se vista de luces con mayor o menor fortuna para reputarlo de héroe y artista.
Acaba de comenzar la temporada, una temporada que se anuncia controvertida y polémica. Y las figuras, cuyo máximo argumento debiera estar en la muleta y en el ruedo, ya han dejado claras sus intenciones: libertad absoluta para el toreo insigne. Nada hay más sagrado que esa palabra en nombre de la cual se han cometido y cometen infamias y tropelías. Invocan, faltaría más, dos palabras sagradas: democracia y autonomía. Los matadores Enrique Ponce y Julián López El Juli parecen ser los máximos abanderados de esta corriente independentista y gremial: nada de injerencias en la libertad del arte de torear.
Por supuesto los toreros son gente honorable y razón tienen para que nadie se inmiscuya en su independencia ni en su forma de concebir el arte y la lidia. Pero se equivocan al olvidar la libertad del aficionado que paga una entrada, lo cual le confiere ciertos derechos; un suponer, la integridad del toro; otro suponer, la ortodoxia o, por lo menos, la vergüenza torera de la lidia. Tras algunas corridas misérrimas que han salido en Valencia, las figuras carecen de derechos para hablar de democracia, libertad e independencia; la primera libertad ha de ser la del toro con frecuencia vilipendiado y maltratado. El vulgo sabio llamaría a esta filosofía de las figuras, la filosofía de Juan Palomo: yo me lo guiso y yo me lo como. Es duro ser torero, sin duda; pero tiene sus compensaciones: fama, dinero, grandeza, sitio en los periódicos cuando nos falta para otras cosas de importancia.
El camino que marcan las últimas declaraciones de Enrique Ponce y de El Juli es de suprema inocencia o de supremo cinismo. No tienen bastante con elegir a su medida corridas impresentables, ni con la tolerancia servil de los palcos presidenciales que a veces se equivocan pero en líneas generales ponen un cierto orden en el desbarajuste. Les gustaría que veterinarios y presidentes fueran asalariados suyos, que no se rechacen corridas en los corrales, que se repartan orejas a voleo; que nadie les toque un alamar. Los toreros son, por supuesto, personas honorables y nadie va a poner en duda sus honorables exigencias. Pero que se despidan de su aureola de héroes populares, que se olviden de églogas y ditirambos. Y que dejen de echar la culpa de la decadencia de la Fiesta a los enemigos de España; el mal está dentro de la Fiesta. Mientras esto no cambie, estén en Interior, Cultura o las Naciones Unidas, será siempre necesario un elemento sancionador.
Su arrogante postura tras conocer los despachos de los políticos es inaceptable; es como si los partidos de fútbol quisieran celebrarse sin reglamento, sin árbitros y sin jueces de línea. O sea, que diría Umbral.
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