PACO AGUADO
Siempre
se ha dicho que el toreo se hace y se dice, se ejecuta y se expresa. Pero el
toreo también se escucha. Aparte de sus propios sonidos, que tan bien se dejan
oír en las respetuosas y cartesianas plazas francesas, el toreo tiene su propia
banda sonora. Y no tanto la de un repertorio de pasodobles mil veces repetido
como la del diferente eco que genera en el tendido.
A
más intensidad y pureza ante el toro por parte del artista, mayores son los
decibelios de los sonidos que surgen de las entrañas mismas del espectador,
desde el ole de acento refinado a la exclamación de las gargantas rotas por el
“dolor” que provoca siempre el mejor y más hondo de los toreos.
Pero
de unos años a esta parte, obsérvenlo ustedes mismos, son cada vez más las
“grandiosas” faenas que se contemplan entre un silencio permanente sólo
alterado por la ovación subsiguiente a los pases de pecho, como un apoyo sonoro
entre tanda y tanda de pases al “trabajo” del protagonista. O, en todo caso,
como respuesta a la suma de muletazos a partir de la media docena, más por el
asombro de la cantidad y el movimiento continuo que por el de una calidad e
intensidad cada vez más raras de ver.
Comprueben
así la próxima tarde de toros cómo el ochenta por ciento de los pases de muchos
“poderosos” diestros, incluso más allá de la condición del enemigo, no generan
ni provocan la más mínima alteración en los graderíos.
Esos
silencios de incomunicación durante la mayor parte de los trasteos –y no
recurramos a la falta de cultura taurina generalizada- son la exacta respuesta
del público a lo que estos toreros les ofrecen: un planteamiento plano y ayuno
de emoción, ya sea la del arte o la del valor, aunque excesivamente cargado de
“técnica”, de todos esos recursos que últimamente han derivado en lo que podríamos
calificar como “toreo asegurado”.
Antes
de continuar por esta vía, y para que nadie nos acuse de insensibles,
adelantémonos a advertir y a reconocer que no podrá existir nunca la seguridad
absoluta del hombre frente a las siempre impredecibles reacciones de los toros.
Pero, dejando esto claro, reconozcamos también que un desarrollado catálogo de
recursos de índole defensiva por parte del lidiador puede contribuir a reducir
mucho la posibilidad de sorpresas y amenazas en el comportamiento del enemigo.
Es
precisamente en ese aspecto como temporada tras temporada, probablemente en
alivio de tantas tardes acumuladas, un buen número de toreros de primera fila
han incidido en una técnica, que hay hasta quien en su complacencia considera
“revolucionaria”, consistente en aminorar notablemente las opciones del toro a
salirse del control de la muleta.
Mientras
se “vende” al tendido, y en las crónicas, lo que se pretende disfrazar de poder
y dominio sobre el animal, el fondo real de esta actitud “involucionaría” es la
de llegar a tan clásicos y fundamentales objetivos por una vía desleal,
anulando deshonestamente las posibles ventajas del enemigo.
Con
la muleta como pantalla, y no como un dúctil apéndice de tela, ya desde el cite
se oculta al toro cualquier otro horizonte, sin quitarle nunca el trapo no ya
de la cara –“sacar la cara”, en moderna expresión, es el mayor pecado del bravo
para tal mentalidad- sino tampoco de la mirada durante todo el trazo de los
pases, la mayoría de las veces más largos que profundos, cuando no
intencionadamente reducidos.
Reducidos,
sí. Porque, en ese afán de permanecer tapado tras el engaño, el torero no
remata casi ninguno de los muletazos, escamoteando esa parte final, decisiva y
clave, tras la que quedaría de nuevo al descubierto y dejaría al animal la
opción de elegir entre la franela y quien la maneja.
Se
consigue de esta forma una ligazón tan ficticia que no es tal, pues ese
movimiento continuo del toro, esa noria sin respiro tras el señuelo no es sino
el empalme, como si fuera un cable de la luz, de medios pases a otros medios
pases, sin inicio y sin remate. Y casi siempre, además, con el torero situado
en un eje demasiado paralelo a esa embestida que nunca se libera.
Porque
más que la vocación de avance del hombre hacia el terreno minado, propia del
verdadero toreo de dominio, en esta mentalidad prevalece el interés de situarse
en los ángulos ciegos, en esa especie de esquinas imaginarias tras la pala del
pitón que distancian el riesgo más disimuladamente que el evidente paso atrás.
Así
que, sin pases completos que apuren cada embestida, por mucho que se fuerce la
figura para que la muleta arrastre groseramente por la arena, y sin el honesto
compromiso del torero para afrontar y recrear el riesgo con el pecho por
delante, no se domina realmente al animal con un toreo intenso y exigente, sino
que se le fatiga por repetición hasta la saciedad de tanto medio pase aparente.
No
es de extrañar así que tales faenas “históricas” se prolonguen tanto en el
tiempo y en el espacio, tantos y tantos minutos de inanidad sin emoción como se
necesitan para que un toro con suficiente vigor acabe asomando media lengua por
el hocico y marque así el momento del mayor “alarde” de dominio.
Es
sólo entonces cuando, en un recurso de ojedismo desvirtuado por el agotamiento
del toro, en busca del recurrente golpe de efecto que fuerce la petición de
orejas, los pitones rozan los bordados de la taleguilla para que se haga
presente una emoción que hasta entonces ha estado ausente de la arena.
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