martes, 31 de marzo de 2015

DESDE EL BARRIO: El toreo "asegurado"

PACO AGUADO

Siempre se ha dicho que el toreo se hace y se dice, se ejecuta y se expresa. Pero el toreo también se escucha. Aparte de sus propios sonidos, que tan bien se dejan oír en las respetuosas y cartesianas plazas francesas, el toreo tiene su propia banda sonora. Y no tanto la de un repertorio de pasodobles mil veces repetido como la del diferente eco que genera en el tendido.

A más intensidad y pureza ante el toro por parte del artista, mayores son los decibelios de los sonidos que surgen de las entrañas mismas del espectador, desde el ole de acento refinado a la exclamación de las gargantas rotas por el “dolor” que provoca siempre el mejor y más hondo de los toreos.

Pero de unos años a esta parte, obsérvenlo ustedes mismos, son cada vez más las “grandiosas” faenas que se contemplan entre un silencio permanente sólo alterado por la ovación subsiguiente a los pases de pecho, como un apoyo sonoro entre tanda y tanda de pases al “trabajo” del protagonista. O, en todo caso, como respuesta a la suma de muletazos a partir de la media docena, más por el asombro de la cantidad y el movimiento continuo que por el de una calidad e intensidad cada vez más raras de ver.

Comprueben así la próxima tarde de toros cómo el ochenta por ciento de los pases de muchos “poderosos” diestros, incluso más allá de la condición del enemigo, no generan ni provocan la más mínima alteración en los graderíos.

Esos silencios de incomunicación durante la mayor parte de los trasteos –y no recurramos a la falta de cultura taurina generalizada- son la exacta respuesta del público a lo que estos toreros les ofrecen: un planteamiento plano y ayuno de emoción, ya sea la del arte o la del valor, aunque excesivamente cargado de “técnica”, de todos esos recursos que últimamente han derivado en lo que podríamos calificar como “toreo asegurado”.

Antes de continuar por esta vía, y para que nadie nos acuse de insensibles, adelantémonos a advertir y a reconocer que no podrá existir nunca la seguridad absoluta del hombre frente a las siempre impredecibles reacciones de los toros. Pero, dejando esto claro, reconozcamos también que un desarrollado catálogo de recursos de índole defensiva por parte del lidiador puede contribuir a reducir mucho la posibilidad de sorpresas y amenazas en el comportamiento del enemigo.

Es precisamente en ese aspecto como temporada tras temporada, probablemente en alivio de tantas tardes acumuladas, un buen número de toreros de primera fila han incidido en una técnica, que hay hasta quien en su complacencia considera “revolucionaria”, consistente en aminorar notablemente las opciones del toro a salirse del control de la muleta.

Mientras se “vende” al tendido, y en las crónicas, lo que se pretende disfrazar de poder y dominio sobre el animal, el fondo real de esta actitud “involucionaría” es la de llegar a tan clásicos y fundamentales objetivos por una vía desleal, anulando deshonestamente las posibles ventajas del enemigo.

Con la muleta como pantalla, y no como un dúctil apéndice de tela, ya desde el cite se oculta al toro cualquier otro horizonte, sin quitarle nunca el trapo no ya de la cara –“sacar la cara”, en moderna expresión, es el mayor pecado del bravo para tal mentalidad- sino tampoco de la mirada durante todo el trazo de los pases, la mayoría de las veces más largos que profundos, cuando no intencionadamente reducidos.

Reducidos, sí. Porque, en ese afán de permanecer tapado tras el engaño, el torero no remata casi ninguno de los muletazos, escamoteando esa parte final, decisiva y clave, tras la que quedaría de nuevo al descubierto y dejaría al animal la opción de elegir entre la franela y quien la maneja.

Se consigue de esta forma una ligazón tan ficticia que no es tal, pues ese movimiento continuo del toro, esa noria sin respiro tras el señuelo no es sino el empalme, como si fuera un cable de la luz, de medios pases a otros medios pases, sin inicio y sin remate. Y casi siempre, además, con el torero situado en un eje demasiado paralelo a esa embestida que nunca se libera.

Porque más que la vocación de avance del hombre hacia el terreno minado, propia del verdadero toreo de dominio, en esta mentalidad prevalece el interés de situarse en los ángulos ciegos, en esa especie de esquinas imaginarias tras la pala del pitón que distancian el riesgo más disimuladamente que el evidente paso atrás.

Así que, sin pases completos que apuren cada embestida, por mucho que se fuerce la figura para que la muleta arrastre groseramente por la arena, y sin el honesto compromiso del torero para afrontar y recrear el riesgo con el pecho por delante, no se domina realmente al animal con un toreo intenso y exigente, sino que se le fatiga por repetición hasta la saciedad de tanto medio pase aparente.

No es de extrañar así que tales faenas “históricas” se prolonguen tanto en el tiempo y en el espacio, tantos y tantos minutos de inanidad sin emoción como se necesitan para que un toro con suficiente vigor acabe asomando media lengua por el hocico y marque así el momento del mayor “alarde” de dominio.

Es sólo entonces cuando, en un recurso de ojedismo desvirtuado por el agotamiento del toro, en busca del recurrente golpe de efecto que fuerce la petición de orejas, los pitones rozan los bordados de la taleguilla para que se haga presente una emoción que hasta entonces ha estado ausente de la arena.

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