martes, 17 de marzo de 2015

DESDE EL BARRIO: El Soro ¿grotesco o admirable?

PACO AGUADO

Probablemente, hoy tocara hablar de esa otra feria de carteles horrendos que es también la de  San Isidro, donde están casi todos, sí, pero tan mal, tan barata y tan feamente combinados como  marcan los mezquinos intereses de este taurinismo ratero y mediocre que padecemos.

O escribir de Morante en las Fallas y de esa forma de marcar abismales diferencias con un grueso  del pelotón cada vez más atascado de toreros previsibles, mecánicos e intrascendentes.  Pero hoy  es el día perfecto para hablar de El Soro y de esa hazaña coronada hace apenas unas horas que  merece una reflexión más pausada que la del lapidamiento a que le ha sentenciado, en juicio  exprés, el taurinismo digital.

Y es que choca mucho que ese admirable reto personal que Vicente Ruiz superó ayer en su plaza  de Valencia haya sido tan mal interpretado y entendido por gran parte de la prensa taurina, que  como casi siempre no ha sabido mirar más allá del tópico y de las estrechas fronteras de este  mundillo endogámico y contaminado de sus propios vapores tóxicos.

Porque la lección de superación, de entereza, de hombría y de raza torera que ayer impartió El  Soro en las Fallas, más que hacer daño a la fiesta de los toros, como piensan algunos, lo que hizo  es honrarla y agrandarla, sobre todo si entendemos el toreo, tal y como sentenció Belmonte, no  como un deporte de esfuerzo físico sino como un ejercicio espiritual y de potencia mental.

El hecho de que un hombre con todas las letras haya sido capaz de remontarse a sí mismo como  hizo ayer Vicente, que haya vuelto a levantarse desde lo más hondo de la degradación personal  hasta consumar la increíble gesta de ayer, nos daría unos valiosísimos argumentos para volver a  demostrarle a la sociedad la lección de vida que sigue suponiendo el toreo.

Es cierto que la dura imagen del torero, lastrado aún por las carencias físicas, caminando  renqueante por el ruedo, con un alza en la zapatilla izquierda para compensar el desequilibrio de  su pierna biónica y sin poder erguir su cuerpo maltrecho para torear, se aleja mucho de los  cánones de la relamida estética de estos tiempos.

Pero es una tremenda injusticia calificarla de grotesca cuando ese hombre castigado se está  jugando la vida concientemente delante, por muy noble que fuera el primero, de un toro de plaza de  primera –el cuarto era un tío con 550 kilos y dos puntas– sin regatear ni un ápice de entrega ni  eludir nunca el máximo riesgo.

Es más, es ahí donde estriba precisamente la importancia de la gesta sorista, en esa capacidad  de sobreponerse a si mismo, a sus muchas limitaciones y a todas las desgracias sufridas a lo  largo de dos décadas para volver a sentirse vivo, para mostrar al mundo que una de las grandes  virtudes de la persona es su indómita voluntad de superación.

Ayer, después de dos décadas de ruina personal y de un calvario de casi cuarenta operaciones y  sufrimientos, de muchos meses sin coger más muletas que las ortopédicas, El Soro se jugó la vida  limpiamente con una plena felicidad. Y, exultante de vitalidad, desbordante de raza y, no lo  olvidemos, sobre la base de un amplísimo y sabio oficio, volvió a hacer vibrar a sus paisanos como  en los grandes tiempos en que el sorismo era toda religión en esa tierra valenciana.

En ningún momento se trabajó la lástima, ni lo pretendió, para ganarse de nuevo las ovaciones de  un público que le adora. Nadie es capaz, por simple compasión, de poner varias veces en pie una  plaza como él lo consiguió con ese despliegue de sinceridad que fueron sus soberbios y  escalofriantes pares de banderillas.

Aunque le sobraron quizá algunos excesos bullangueros, perdonables por la emoción y que  siempre pertenecieron a su repertorio, a El Soro hay que reconocerle en lo estrictamente taurino  que salió directamente a parar con soltura a su primer toro con el capote, que se prodigó en quites,  que banderilleó con más pureza y verdad que la mayoría de los especialistas del momento, que  toreó con temple y suavidad a ese bondadoso abreplaza con el que luego se pegó un auténtico  arrimón y que, aunque fallara a la primera, se volcó también con la espada para cortar una de las  orejas de más peso de esta feria de orejas demasiado baratas.

Añadamos después a todo eso que quien hizo esa estimable y vibrante faena era un hombre  prácticamente lisiado que, además, nos dio una lección magistral de voluntad y de fe en sí mismo.

No hay nada de grotesco en esa hazaña personal y populista de El Soro, todo lo contrario. Hay  mucho de grandeza, como la hubo también en la mágica incapacidad física de David Silveti, en la  asfixia infartada de nicotina de Antoñete, en la lúcida vejez de Romero o en las rodillas de cristal de  Paula, paladines románticos del toreo a los que nadie, sobre todo los que más se aprovecharon de  ellos, calificó nunca de grotescos. ¿Por qué si no fue el del mechón el torero favorito de la movida  madrileña?

En cambio, no ha sucedido lo mismo con El Soro, cuyo pecado de cara al taurinismo quizá haya  sido dejar en evidencia otras actitudes toreras más cautelosas y políticamente correctas. O  irrumpir con aires de viejo rockero maldito en la prevista y versallesca fiesta de cumpleaños de  Enrique Ponce…

Pero, de cara al exterior, allí donde se nos mira con recelo y nos dicen rancios, el triunfo personal  de Vicente Ruiz debería haberse contado con una mayor amplitud de miras, desde el auténtico  sentido de humana grandeza de una tarde que tuvo en su remate el punto exacto de tragedia,  como si el héroe maldito tuviera que ser un eterno cautivo del dolor.

Con tres vértebras aplastadas, El Soro yace ahora en la inmovilidad de una cama de hospital, pero  con la absoluta felicidad de haberse vencido a sí mismo. Ojalá que el reposo le ayude a  convencerse de que este triunfo es el mejor final para una admirable historia de superación  personal que no todos han sabido entender.

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