PACO AGUADO
Probablemente, hoy tocara hablar de esa otra feria de carteles horrendos
que es también la de San Isidro, donde
están casi todos, sí, pero tan mal, tan barata y tan feamente combinados
como marcan los mezquinos intereses de
este taurinismo ratero y mediocre que padecemos.
O escribir de Morante en las Fallas y de esa forma de marcar abismales
diferencias con un grueso del pelotón
cada vez más atascado de toreros previsibles, mecánicos e intrascendentes. Pero hoy
es el día perfecto para hablar de El Soro y de esa hazaña coronada hace
apenas unas horas que merece una
reflexión más pausada que la del lapidamiento a que le ha sentenciado, en
juicio exprés, el taurinismo digital.
Y es que choca mucho que ese admirable reto personal que Vicente Ruiz
superó ayer en su plaza de Valencia haya
sido tan mal interpretado y entendido por gran parte de la prensa taurina, que como casi siempre no ha sabido mirar más allá
del tópico y de las estrechas fronteras de este
mundillo endogámico y contaminado de sus propios vapores tóxicos.
Porque la lección de superación, de entereza, de hombría y de raza
torera que ayer impartió El Soro en las
Fallas, más que hacer daño a la fiesta de los toros, como piensan algunos, lo
que hizo es honrarla y agrandarla, sobre
todo si entendemos el toreo, tal y como sentenció Belmonte, no como un deporte de esfuerzo físico sino como
un ejercicio espiritual y de potencia mental.
El hecho de que un hombre con todas las letras haya sido capaz de
remontarse a sí mismo como hizo ayer
Vicente, que haya vuelto a levantarse desde lo más hondo de la degradación
personal hasta consumar la increíble
gesta de ayer, nos daría unos valiosísimos argumentos para volver a demostrarle a la sociedad la lección de vida
que sigue suponiendo el toreo.
Es cierto que la dura imagen del torero, lastrado aún por las carencias
físicas, caminando renqueante por el
ruedo, con un alza en la zapatilla izquierda para compensar el desequilibrio
de su pierna biónica y sin poder erguir
su cuerpo maltrecho para torear, se aleja mucho de los cánones de la relamida estética de estos
tiempos.
Pero es una tremenda injusticia calificarla de grotesca cuando ese
hombre castigado se está jugando la vida
concientemente delante, por muy noble que fuera el primero, de un toro de plaza
de primera –el cuarto era un tío con 550
kilos y dos puntas– sin regatear ni un ápice de entrega ni eludir nunca el máximo riesgo.
Es más, es ahí donde estriba precisamente la importancia de la gesta
sorista, en esa capacidad de
sobreponerse a si mismo, a sus muchas limitaciones y a todas las desgracias
sufridas a lo largo de dos décadas para
volver a sentirse vivo, para mostrar al mundo que una de las grandes virtudes de la persona es su indómita
voluntad de superación.
Ayer, después de dos décadas de ruina personal y de un calvario de casi
cuarenta operaciones y sufrimientos, de
muchos meses sin coger más muletas que las ortopédicas, El Soro se jugó la
vida limpiamente con una plena
felicidad. Y, exultante de vitalidad, desbordante de raza y, no lo olvidemos, sobre la base de un amplísimo y
sabio oficio, volvió a hacer vibrar a sus paisanos como en los grandes tiempos en que el sorismo era
toda religión en esa tierra valenciana.
En ningún momento se trabajó la lástima, ni lo pretendió, para ganarse
de nuevo las ovaciones de un público que
le adora. Nadie es capaz, por simple compasión, de poner varias veces en pie
una plaza como él lo consiguió con ese
despliegue de sinceridad que fueron sus soberbios y escalofriantes pares de banderillas.
Aunque le sobraron quizá algunos excesos bullangueros, perdonables por
la emoción y que siempre pertenecieron a
su repertorio, a El Soro hay que reconocerle en lo estrictamente taurino que salió directamente a parar con soltura a
su primer toro con el capote, que se prodigó en quites, que banderilleó con más pureza y verdad que
la mayoría de los especialistas del momento, que toreó con temple y suavidad a ese bondadoso
abreplaza con el que luego se pegó un auténtico
arrimón y que, aunque fallara a la primera, se volcó también con la
espada para cortar una de las orejas de
más peso de esta feria de orejas demasiado baratas.
Añadamos después a todo eso que quien hizo esa estimable y vibrante
faena era un hombre prácticamente
lisiado que, además, nos dio una lección magistral de voluntad y de fe en sí
mismo.
No hay nada de grotesco en esa hazaña personal y populista de El Soro,
todo lo contrario. Hay mucho de
grandeza, como la hubo también en la mágica incapacidad física de David
Silveti, en la asfixia infartada de
nicotina de Antoñete, en la lúcida vejez de Romero o en las rodillas de cristal
de Paula, paladines románticos del toreo
a los que nadie, sobre todo los que más se aprovecharon de ellos, calificó nunca de grotescos. ¿Por qué
si no fue el del mechón el torero favorito de la movida madrileña?
En cambio, no ha sucedido lo mismo con El Soro, cuyo pecado de cara al
taurinismo quizá haya sido dejar en
evidencia otras actitudes toreras más cautelosas y políticamente correctas.
O irrumpir con aires de viejo rockero
maldito en la prevista y versallesca fiesta de cumpleaños de Enrique Ponce…
Pero, de cara al exterior, allí donde se nos mira con recelo y nos dicen
rancios, el triunfo personal de Vicente
Ruiz debería haberse contado con una mayor amplitud de miras, desde el
auténtico sentido de humana grandeza de
una tarde que tuvo en su remate el punto exacto de tragedia, como si el héroe maldito tuviera que ser un
eterno cautivo del dolor.
Con tres vértebras aplastadas, El Soro yace ahora en la inmovilidad de
una cama de hospital, pero con la
absoluta felicidad de haberse vencido a sí mismo. Ojalá que el reposo le ayude
a convencerse de que este triunfo es el
mejor final para una admirable historia de superación personal que no todos han sabido entender.
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