FERNANDO
FERNÁNDEZ ROMÁN
Estaba esperando este diciembre del 2012 como
los labradores del secano de mi Tierra de Campos esperan las aguas de mayo que
harán emerger las espigas del candeal y
de los cebadales de seis carreras; pero ya estamos aquí, a las puertas del día
18, la fecha del centenario.
Viendo su explosiva vitalidad, se lo dije,
hace ya muchos, muchos años (lo menos veinte), a mi muy querido Paquito Cano, en el callejón de la
plaza de toros de Bilbao, junto al sólido testero de uno de sus burladeros: “Vas
a ser uno de los centenarios más populares del país; te van a hacer una
estatua, ya lo verás”. Y él, apuntando a las alturas, solo esbozó una
sonrisa: “Eso depende de lo que diga el Jefe”…
El Jefe
(se entiende, Dios) lo ha querido, ¿no lo había de querer? Ahí está Canito,
tan pimpante con sus 100 a cuestas, provocando envidias, asombros, estupores y
ternuras por do quiera que aparezca con su cámara en bandolera, colgada al
cuello y recostada sobre la caja del pecho, donde se guarda uno de los
corazones más grandes y generosos que uno haya podido detectar. “Cómo
dices que has sido boxeador, si no levantas dos palmos del suelo?”, le
solía espetar con sorna, para mortificarle con ese estúpido afán por hacer gala
de la fingida incredulidad que tantas veces despierta lo venerable. Y a Cano
no se le despintaba la sonrisa de la cara. Decía que era “peso mosca”, pero supongo que su vuelo por los cuadriláteros
apenas duró un suspiro, lo mismo que su incursión como novillero en los ruedos.
En los años de su mocedad, los 30 del pasado siglo, el porvenir de muchos de aquellos
españolitos, tan escasos de todo (con el empírico conocimiento de las “cuatro
reglas” y las nociones básicas de alfabetización como único bagaje para echarse
al mundo), echarse antes al ruedo era una de las salidas más abruptas, pero más
rápidas y determinantes, de las conocidas para combatir la gazuza entre las
doce cuerdas de la miseria. Paquito Cano, Curro Cano, o como quiera que le
anunciaran aquellos carteles de mano que con tanto orgullo mostraba en la
intimidad con un ingenuo halo tejido con lo clandestino y lo confidente, fue un
torero fugaz, como tantos miles de sus jóvenes contemporáneos. Y un fugitivo
fugaz, escondido en la buhardilla de la casa de Madrid que tenía un buen amigo
–y tan bueno–, en aquellos terribles años en los que media España se guardaba
de la otra media. Todo fue fugaz en el azacaneado devenir de este Francisco
Cano Lorenza, inquieto buscador de bienestares y concupiscencias, hasta que
encontró el gran amor de su vida: la cámara. Desde la primera Leica, a la ultramoderna digitalizada de gran
angular, la cámara y Cano matrimoniaron para los restos. Su biografía es harto
conocida. Y sus anécdotas, también. Las anécdotas, para que cumplan cabalmente
su función, deben estar adobadas con el ali-oli de lo inverosímil, y de este
condimento tienen las de Cano esa puñadita que las hace incomparablemente
deliciosas. Todos los protagonistas de lo sucedidos que Cano cuenta con tanta
minuciosidad están muertos. Me refiero a los grandes protagonistas, las más
grandes celebridades del cine de Hollywood, o de la política nacional e
internacional o, por supuesto de la tauromaquia. Todos ellos estuvieron a
merced del objetivo de su cámara… y a tiro de su discreta presencia, desde el
burladero de la trastienda. Cano presume, y con razón de haber sido testigo de
una inmensa tajada de la historia de este país nuestro, y, en su momento, de
tener los ojos y los oídos tan abiertos como cerrada la boca. “Qué bien se está
hablando poco”, le dijeron un día al taciturno Manolete, “¡Mejor se está callado!”,
respondió el “monstruo” cordobés. Lo cuenta Cano como si nada. Como un detalle
más de la condición humana de uno de los toreros más grandes de la historia de
la Fiesta. A ver, ¿quién puede presumir en el inicio del segundo decenio del
siglo XXI de haber tenido entre sus brazos a Ava Gadner? ¿Y de asistir a las
grandes cogorzas de Hemingway o las no menos grandes francachelas de Urquijo?
¿Y de oírle a Franco en una cacería preguntarle a Luís Miguel, de forma
distendida, quién de los tres hermanos
era el comunista y de la ingeniosa
respuesta del menor de los Dominguín: “los tres, excelencia”? Y de esto
y de lo otro y de lo de más allá. No había situación en la plaza de toros, en
la calle, en los divanes de un hotel o la mesa de un restaurante, que Cano no
enhilara con una anécdota de su impresionante acervo. La prolijidad de los
relatos de Cano no tenía (ni tiene) hora ni lugar. Es un silo de datos colgado
a una cámara y al brazo de su última mujer, Maruja, el encanto y la comprensión
embridados en una sola pieza.
Esta temporada he visto poco a Canito y a su
adorable compañera. Ni siquiera en Bilbao, durante las Corridas Generales. Me
enteré que se rompió la cadera a la puerta del hotel Ercilla, la segunda casa
en el “Bocho” para las gentes del toro. Le he visto, fotografiado, en una silla
de ruedas y apoyado en un andador. ¡Cano, el caballero andante del toreo en un
andador! ¡Cómo está la Fiesta!
Ya está buenecito; de nuevo ojo avizor para
hacer clic en cuanto encuentre momento propicio. A pesar de las dificultades,
le va a costar trabajo renunciar a ese primer paseíllo, anticipándose a los
toreros, en cuanto se abren los portones del patio de cuadrillas. Y a su
gorrilla blanca que le distingue como sempiterno “feelance”, a la caza de lo
que revolotea dentro y extramuros de los ruedos. El gran homenaje que todos le
debemos, supongo que ya estará gestándose; pero, antes de nada, quiero hacer un
doble ruego: que el Organismo competente de la Administración Pública que
corresponda se ocupe de revisar el inmenso caudal de testimonios gráficos que
Cano tiene (o al menos tenía) sin positivar en su casa de Alicante y que los
profesionales taurinos perpetúen su memoria en bronce. Las dependencias de la
plaza de toros de Valencia sería un lugar adecuado. Cano, con su gorrilla y su
cámara en ristre forman parte indisoluble de un siglo de toros en España. Todo
un siglo arrebujado en un “peso mosca”, ¿se puede ser más genial?
Visto lo visto, la cosa no puede pintar mejor.
Cano, el centenario, ha dejado el andador y está como loco por volver a las
andadas, esto es, a disparar con su cámara a todo lo que pulula en su derredor.
Parece ser que Dios (se entiende, El Jefe), no tiene prisa. El cielo puede
esperar.
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