Fotógrafo taurino /
Cumple hoy cien años y más de 70 retratando la Fiesta
A sus cien años recién cumplidos, Canito
ha sido testigo de los grandes acontecimientos del último siglo siempre con un
triángulo equilátero de idénticos vértices: el toro, su inseparable gorra
blanca y una cámara de fotos. Caleidoscopio de imágenes que van del blanco y
negro al color, de lo analógico o a lo digital, de las grandes figuras del
toreo a los genios de la literatura, el cine o la música...
–Felicidades.
Decano y, ahora también, centenario.
Gracias. Sólo se cumplen una vez. Son más de
setenta años en la fotografía taurina y aquí seguiremos, hasta que el «jefe» de arriba quiera. A mi manera soy
católico y todas las mañanas doy gracias a Dios por lo que me ha dado, por lo
vivido, por sentirme como ustedes dicen: una leyenda. Hoy es mi sexta
entrevista, llevo varias semanas recibiendo homenajes; mi familia y mi entorno
no me dejan un minuto solo. Si naciera de nuevo, querría encarnarme en mi
propia piel y revivirlo todo de nuevo. Sentirlo tal cual.
–Menudo
susto nos dio en Bilbao. ¿Cómo se encuentra?
Fastidiado. Me partí el fémur y lo he pasado
mal, ahora ya he aparcado el carrito y me voy manejando con una muleta.
–Volvió
a hacer el paseíllo en octubre en Valencia, su plaza.
Sí, el doctor Quiles me recomendó que saliera
de casa. Me acompañaron varios amigos y en el tendido volví a disparar la
cámara. Fue muy especial, porque aun siendo alicantino, Valencia también la
considero mi plaza, la de mi tierra.
–Pegó
sus primeros pases a una res que se escapó del matadero.
Sí, en la playa. Estaba allí cuando apareció
el animal y le estuve metiendo pases hasta que llegaron con el camión. Pero la
afición me vino mucho antes, cuando veía a mi padre de novillero. Tendría 11 o
12 años. Luego me tiré de espontáneo en la plaza de Alicante y acabé en el
calabozo. ¡Hasta toreé para los comunistas! Después de la guerra me rajé, duré
cuatro años más.
–Entonces
aparecieron su amigo Gonzalo Guerra y la cámara.
Tuve una cornada y me escondió en su
buhardilla hasta recuperarme. Era químico y me enseñó a manejar la cámara, a
revelar los carretes y la técnica necesaria.
–Sus
compañeros dicen que nadie sabe atrapar el arte del torero en una imagen como
usted.
Haber sido matador me ayudó mucho a saber cómo
piensan y el comportamiento de los toros. Por eso pegaba un repaso al resto.
–Y
siempre por libre.
Sí, sí. Trabajé para muchos medios, incluso el
director de El Ruedo quería hacerme fijo, pero lo decliné. A mí me gustaba irme
una semana al campo con Ordóñez, otra a Salamanca con Luis Miguel. A mi aire.
–Esa
independencia le permitió ser el único fotógrafo presente en la muerte de
Manolete.
Me debía dinero Luis Miguel, que era como uno
más de su familia, y me dijo que fuera a verle a Linares y allí saldábamos
cuentas. El infortunio quiso que me encontrara allí con esa fatalidad.
Tristemente, son las fotos más importantes de mi carrera. Mi triste cumbre.
Manuel era como un padre, echábamos tardes y tardes mientras me contaba
anécdotas de México. Me afectó mucho.
–Pero
su objetivo no se detuvo ni en el toro ni en los toreros. Fue mucho más allá.
Conocí a Orson Welles, a Fleming, a Gary
Cooper, a Lola Flores, a Ava Gardner y a tantos otros... Puedo presumir no sólo
de haberlos fotografiado sino de su amistad. Íbamos a las fincas de fiesta. Por
eso, ya dije antes que no me cambiaría por nadie. No he nombrado a Hemingway
para destacarle del resto. Tenía debilidad por «Ernesto». Esas tardes en
Pamplona comiendo huevos fritos y ese vino que aún, cuando voy, sigo pidiendo
en su recuerdo. / Ismael del Prado – Diario La Razón de Madrid
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