FERNANDO FERNÁNDEZ
ROMÁN
@FFernandezRoman
Este espacio estaba reservado para escribir la crónica de la
corrida extraordinaria denominada de la Cultura, una corrida que ponía
estrambote a la feria de San Isidro más larga de su historia. Una corrida de
alto rango, de lujo, de las que ponen a reventar de público una plaza
Monumental, como la de Las Ventas de Madrid.
Los renglones anteriores, y los inmediatamente posteriores,
deberían contar lo ocurrido en la candente arena de la Plaza de mayor
relevancia del mundo taurino, analizando el buen juego de dos toros de Núñez
del Cuvillo –uno bravísimo y otro extraordinario–, la faena de relumbrón que
cuajó el nuevo valor de nuestra tauromaquia, Ginés Marín, el desencanto de
Morante, y del público, ante dos toros de escasas cualidades para desparramar
el encanto único de su toreo y el esfuerzo, mal valorado, de Cayetano por
reivindicarse ante la afición de la villa y corte. Tarde de calores y de
dientes de sierra en lo que a calidades de toros y toreros se refiere, pero
tarde de toros y de toreros que tendría mucho que contar, si no fuera…
Si no fuera porque nada más terminar la corrida, el latigazo
de una noticia proveniente del sur de Francia, concretamente de una pequeña
localidad llamada Aire-Sur-l’Adour, nos heló la sangre: un toro de la ganadería
de Baltasar Ibán ha matado al torero Iván Fandiño.
Así, pues, esta no será una crónica de toros, sino la
crónica negra que protagoniza un torero de nuestro tiempo, un hombre joven que
ha dejado su sangre y su vida en el mísero ruedo de una plaza de toros de pueblo.
Otra vez, en menos de un año, un toro ha matado a un torero.
Díganme ahora, con qué cuerpo voy a repasar las notas de urgencia que pergeño
en el cuadernillo del Programa oficial de la corrida, sea de la Cultura o de la
más noble jerarquía que se les ocurra a los promotores de estos festejos
especiales fuera del abono de la feria. Un cuerpo inerte, caliente aún, reposa
en el habitáculo de un centro hospitalario del Sur de Francia y un traje de
luces desmembrado y sucio, yace también en algún oscuro lugar, tras deshacerse
de un cuerpo fatalmente malherido. La crónica negra de una tragedia, comienza
aquí.
Los datos que con urgencia recaban mis compañeros del Canal
Toros de Movistar Plus, y los testimonios emocionados y patéticos de los
testigos de la desgracia, hablan de un quite de Iván Fandiño al toro de nombre
Provechito, perteneciente al lote de Juan del Álamo que arrolló con los cuartos
traseros a Iván y lo corneó en el suelo, entrando el pitón por el costado
derecho. Con estas palabras, más o menos, Juan del Álamo contaba lo sucedido,
sin que todavía diera crédito al terrible desenlace. Parece ser que el torero
se sabía herido muy gravemente y se quejaba de la profundidad y extensión de la
cornada, sufriendo un paro cardíaco, del que se recuperó momentáneamente en la
enfermería de la Plaza; incluso, según algunos testigos del traslado del herido
en ambulancia al hospital de Mont de Marsan
–los destrozos del pitón del toro en órganos vitales eran de tal
extensión que aconsejaron la evacuación urgente hacia un Centro con mejores
dotaciones sanitarias–, aseguran que Iván Fandiño suplicó a quienes le
acompañaban: Daos prisa, me estoy muriendo. Posiblemente fueran las últimas
palabras que pronunció el torero, porque los facultativos del hospital apenas pudieron
hacer nada por salvar su vida.
Iván Fandiño era el único torero de gran relieve que aportó
el País Vasco a la Tauromaquia a lo largo de las últimas décadas. Diría más:
fue el mejor torero vasco de los últimos cincuentas años. El más completo. El
de más alta calidad, pero dentro del acento aguerrido que caracteriza a los
toreros de las tierras altas de nuestro país.
Nacido en Orduña, provincia de Vizcaya, y sin antecedentes
taurinos en la familia, frecuentó las dehesas de Andalucía y Salamanca, hasta
despuntar de novillero por el entorno de su tierra. Tomó la alternativa en la
Plaza de Vista Alegre de Bilbao, en el año 2005 y la confirmó cuatro años
después en Madrid, cuajando, poco a poco, en un torero de formas clásicas, pies
muy asentados en la arena y un amor propio desbordante. Un bagaje que
completaba con una vida austera, de permanente sacrificio, lo cual le permitió
ascender de forma meteórica en su escalafón, avalado, principalmente, por sus
triunfos en dos Plazas de máxima categoría, Bilbao y Madrid. En ésta última
Plaza llegó a triunfar de forma apoteósica, saliendo varias veces por su Puerta
Grande.
Sus mejores temporadas se enmarcan entre los años 2011 y
2014, ganando numerosos Premios y participando en las mejores ferias del
circuito de las ferias taurinas de España, Francia y América.
En estos tiempos, Iván Fandiño estaba en una etapa de
recuperación, tratando de reponerse en el lugar de privilegio que había
conquistado con tanto esfuerzo… y tanta sangre. Quizá por ello, no quiso
desperdiciar el turno de quites que le brindaba el toro de un compañero en una
Plaza de apenas cinco mil localidades. La vida del torero es un constante
estado de alerta, una necesidad imperiosa de echar el resto cualquier tarde y
en cualquier lugar, con independencia de la categoría del escenario, de los
toros a lidiar y de los compañeros de cartel. Esa es la consigna que debe
prevalecer en quienes aspiran a ser figuras del toreo; o de los que siéndolo,
no pueden permitir que nadie les levante del lugar alcanzado. Si acaso, que sea
un toro quien les levante los pies del suelo.
La consigna es, pues, perfectamente asumible para quienes
tengan fe en su capacidad, en sus cualidades y en la férrea disciplina que
practican. El sino, en cambio, está fuera del alcance de todas estas
pertenencias de la especie humana. Es indescifrable e incontrolable. Se halla
en lugar ignoto, al margen de la Naturaleza.
Iván Fandiño tenía todas las dotaciones y virtudes descritas
para ser figura del toreo, y ahí estuvo un largo rato, en la cumbre. En estos
momentos estaba a su vera, simplemente. No quiso perder ni una oportunidad de
lucirse, entró el sino en juego y se lo llevó de calle.
Al margen de la consternación que embarga a las gentes del
toro, al margen del dolor de una familia golpeada con inesperada brutalidad y
de las procacidades que emergerán por el sumidero de las cloacas de las redes
sociales, la muerte de Iván Fandiño debe darnos más fuerza a todos,
absolutamente a todos los que amamos esta Fiesta, este hecho cultural que con
tanta frecuencia se desampara desde nuestro propio ámbito. El torero no es un
trilero, un engañabobos o un descarado truhán que quiere rapiñear con su arte y
especular con su valentía. El torero es, ante todo, un héroe. Y un héroe no es
sino un hombre que sabe sobreponerse a un hecho trascendental de suprema
dificultad o un estado permanente de emergencia. El torero vive en esta
situación límite cada tarde que torea, cuando empieza a vestirse de luces dos
horas antes de que comience la corrida.
Conviene que todas estas cosas se tengan presentes. No solo
ante un hecho luctuoso, terrible por inesperado e incomprensible por
infrecuente, como la muerte de un torero por asta de toro. Conviene que los
aficionados de toda clase y condición sean conscientes de que el respeto debe
ser un valor fundamental en el comportamiento ético entre seres humanos.
Cualquier toro, por pequeño que sea, tiene sobre su testuz dos muertes sin
estrenar, como decía el poeta Benítez Carrasco. Con una, le basta para acabar
con la vida de un hombre. En este fatídico y achicharrante día 17 de junio, el
pitón derecho de un toro terciado de Baltasar Ibán, estrenó la suya en el ruedo
chiquito de una plaza de toros de Francia. Y se llevó la vida de Iván Fandiño,
un torero de una pieza.
Que no sea su nombre usado –una vez más– como trofeo de la
maledicencia antitaurina es nuestro deseo; pero si así no fuere, se pide que
sepamos honrar y defender como merece a
quien tantas veces se ofreció para la acción heroica como única vía para
regalar belleza.
Cuando se llega a alcanzar lo irreparable, se pide también
que no sea inútil este acto de abnegación llevado a su máxima expresión, a su
última instancia. Este es el ejemplo de lo auténtico: Aquí se muere de verdad.
Un respeto.
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