PACO AGUADO
En menos de un año cuatro hombres han pagado su tributo de
vida al toreo: Víctor Barrio, El Pana, Renatto Mota y, ahora, Iván Fandiño. De
nuevo, la muerte se ha dejado ver para que no olvidemos que es su permanente
presencia sobre la arena la que hace grande y atípica, hermosa y dura, eterna y
crudamente auténtica esta fiesta incomprendida por las estrechas mentes de la
era digital.
De nuevo, la muerte se ha mostrado, impúdica y real, en una
pequeña plaza de toros, esta vez a la orilla del Adour, en las verdes Landas
francesas, para cobrarse con la ilusión y la juventud de un hombre honesto
consigo mismo y entregado a un sueño remiso pero que le lleva finalmente hasta
la gloria a costa del más caro de los precios.
Otra lanzada de asta en el costado, como la del legionario
del Gólgota, buscó el trayecto directo hacia la muerte a través de los órganos
vitales. Barrio y Fandiño son los últimos caídos al margen del trágico tópico
de femorales y safenas hace ya tiempo controlado por cirujanos y medicina,
enfermerías y asistencias.
Y es que desde la que pudo ser evitable muerte de Paquirri
en el 84, los avances técnicos, la mejora de las condiciones sanitarias y la
racionalización del traslado de heridos que se comenzaron a aplicar en España
como respuesta a la tragedia de Pozoblanco han evitado que creciera la lista de
héroes abatidos, que pudieron ser muchos más a tenor de los gravísimos
percances registrados durante esas tres décadas.
Pero, al tiempo, tantas afortunadas intervenciones casi nos
hicieron olvidar que, como le dijo el Guerra a un famoso actor de su tiempo:
"en la plaza se muere de verdad". Desde que "Burlero"
fulminó a Yiyo en Colmenar Viejo, han tenido que pasar 31 años –además de
cuatro cornadas letales de banderilleros y las muertes diferidas de Robles y
Nimeño– para que vuelvan a caer en la arena otros dos jóvenes matadores en el
espacio de once meses.
Por eso, hasta que un toro le partió las entrañas a Víctor
Barrio, como otro acaba de hacerle a Iván Fandiño, la sociedad pareció creer
que el toreo era una actividad folklórica e impune, mientras que, de Internet a
esta parte, la sensiblería animalista iba ganando mentes y conciencias sin
encontrar evidencias que se le resistieran. Incluso los propios taurinos nos
parecimos acostumbrar a una fiesta sin grandes sobresaltos.
En cambio, y contra todo inocente pronóstico, bien entrado
el siglo XXI la realidad, la más cruda y
dura realidad, del toreo ha acabado por imponerse, como las aguas encuentran
siempre su cauce hacia el mar. Y, entre la calma chicha y la extendida mentira
del buenismo, estas dos cornadas irreparables no han hecho sino desconcertar a
una sociedad pazguata que, de tan anestesiada y manipulada moralmente en los
últimos años, ya no sabe ver la grandeza de la muerte en el ruedo.
Es más, ese machacón y absurdo debate, el ruido estridente
de tanta estupidez como se muestra en las redes sociales, es lo que les resta a
estas muertes su antigua épica y trascendencia, lo que empaña la gloria de una
tragedia cargada de dignidad pero que ya no es capaz de aceptar esta sociedad
desnaturalizada que sufrimos.
Han cambiado mucho España y el mundo en esas tres décadas,
hasta el punto de que la honda conmoción que provocaron las muertes de Paquirri
y Yiyo se ha acabado tornando en polémica e incomprensión con las de Barrio y
Fandiño. Por mucho que nosotros nos empeñemos en dignificarlas y reconocerlas
como lo que son, actos de absoluta entrega al sacerdocio taurino, toda esa
parte de la sociedad actual absorbida por la mentalidad utilitarista ya no las
entiende.
De tal forma que, entrar al trapo de la polémica, como hacen
hoy tantos aficionados en esas redes sociales que solo alumbran la oscura
mezquindad de la gente, no es más que una pérdida de tiempo y de energías. Y
también una forma incauta de contribuir al negocio del morbo que explotan hasta
la saciedad unos medios de comunicación que fomentan el enfrentamiento en busca
de audiencia.
Mientras Madrid se prepara estos días para el gigantesco
negocio de los actos del Orgullo Gay, en los que se obliga a aceptar casi por
decreto la diferencia de algunos frente al resto, las "diferentes"
gentes del toro se ven, en cambio, relegadas, utilizadas e insultadas por la
cursilería, la hiel y el afán de protagonismo de una inmensa bola de mediocres
incapaces ni de respetar el dolor ajeno.
Por eso, pasados ya los minutos de silencio y los
obituarios, los funerales y los crespones negros, dejémonos de peleas con
trastornados y hasta de reproches a destiempo entre nosotros mismos. Mejor
dejemos a Fandiño morir en paz y en gloria, en la intimidad y la discreción que
él siempre llevó a gala y que ahora ha escogido su familia para darle su adiós
hacia la eternidad del toreo. Esa que solo unos pocos pueden alcanzar.
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