JORGE ARTURO DÍAZ REYES
@jadr45
Ya en Bogotá, la ruta es bajar por la calle 80 rumbo occidente,
hacer media rotonda, tomar la carretera a Honda, seguir seis kilómetros más
allá del peaje y desviar 600 metros a la derecha por la vía de Subachoque. Ahí,
a la izquierda, entre prados y pinares yace “Marruecos”, pequeña, blanca,
techada (con lucetas). Menos de cuatro mil localidades. Picadero de caballos,
plaza de toros, catacumba de ceremonias y sectas perseguidas.
Son unos cuarenta y cinco minutos con tráfico normal, pero
en las congestionadas tardes de sábado más de una hora, dependiendo qué tanto
más de si se tiene o no un amigo como Juan Pablo Avilán, ducho en conducir con
un ojo y una mano mientras con el otro y la otra controla el GPS de su teléfono
al tiempo que habla de toros. --A trecientos metros, trancón –advierte, sin
aminorar velocidad, zigzagueando en busca de atajos.
Llegados, la zona de parqueo es muy amplia, pero tiene
cuello de botella. Para no perder el vuelo de regreso lo mejor es ubicarse
temprano junto a la vía y salir no más doblar el último toro.
Pie a tierra, lo primero que se extraña son las
zarrapastrosas agresiones antitaurinas. Por allá no van, el bus cuesta 3.800
pesos, (poco más de un euro) pero ni lo repitamos que no hay palabra ociosa.
Lo segundo a echar en falta, el aislamiento entre la
multitud propio de otras plazas. Es como una fiesta campestre familiar,
conocidos y no conocidos, amigos. Antesala con refrigerios, música y
conversación torrencial. Toreros, ganaderos, aficionados, periodistas,
notables, menos notables... y un aire de de cofradía, de reencuentro, de
comunión.
Podría creerse por todo eso que la cosa tiene complicidad
festivalera. !Qué va! Salen una tarde los Mondoñedo, otra los Guachicono y
dicen sin decirlo que se pisa la plaza más seria del país. Hay que viajar a
Puente Piedra, allende el reino de los exiguos 440 kilitos, para verlo. Es otra
dimensión.
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