Juan José Padilla corta una oreja
de cada uno de su lote y sale a hombros en su plaza talismán; una oreja para
Pepe Moral, que dejó buenas sensaciones; corrida en la cuerda floja de Fuente
Ymbro.
ZABALA DE LA SERNA
@zabaladelaserna
Acabó bien lo que pudo terminar muy mal; se desencadenó la
apoteosis por donde planeó el apocalipsis. Y desde esa angustia tal vez se
expliquen los abrazos de Ricardo Gallardo en el callejón de su paseos de reo en
el corredor de la muerte. Y la exaltación tras la llamada del gobernador que
conmuta la pena. Lo que venía a ser cuando la presidencia concedía las
orejas... En el alambre la corrida, en la cuerda floja la tarde, la bipolaridad
de un sábado estruendoso, la algarabía de una jaula de grillos y las velas
desplegadas del Pirata Padilla para botar a la mar del populismo el galeón
rendido de Pamplona.
A Padilla le debe Gallardo ver la botella medio llena. O
viceversa, pues no menos cierto es que en sus manos cayeron un espectacular
primero de contado poder -¡ay, el poder de los fuenteymbros de papel!- pero de
mucha calidad por la mano derecha y un sobrero encastado y humillador por el
izquierdo.
Cuando se rajó tan temprano el primero de su lote,
pésimamente lidiado al revés, hacia los terrenos de la marcada querencia, quedó
un halo de decepción sólo paliado por su eficacia estoqueadora. Y Pepe Moral
volvió a refrendar con la espada la esperanzas ante un quinto al que le
quedaban 19 días para cumplir los seis años. La edad no se tradujo por
potencia. Más bien andaba como puta en tacones por rastrojos. Pero en su corto
aliento habitaba la nobleza para viajar con alfileres. La diestra de Moral lo
acompasó con mimo y sin quererlo forzar, y aun así el toro se echó en la
segunda serie...
El torero de Sevilla lo reflotó para enseñar su templada
izquierda cabal. Debió seguir siempre por esa mano. Nunca se encogió y se
creció y se descaró con plaza para lo poco toreado que está. Después la
estocada que cambiaba el apocalipsis por la apoteosis de una oreja. Y Gallardo
se desbocaba de alegría por el callejón. Por el chico también, digo. Porque
Ricardo además de apasionado es un hombre inteligente y sabe, seguro, que la
corrida dio más motivos para la preocupación que para la celebración. No
vengamos luego con el foie...
Padilla se vació en su plaza talismán. De salida, montó un
lio a la pamplonesa con el capote como carta de presentación: cuatro largas
cambiadas, delantales y una revolera. «¡Illa, illa, illa, Padilla maravilla!»,
rugían las peñas. Ya venía el toro con las fuerzas en pañales pero a la vez con
un tranco galopón que anunciaba calité. Galleó El Ciclón por chicuelinas y
quitó por navarras, muy propias, muy sanfermineras. Y banderilleó con la mala
fortuna de que un segundo par no se clavó antes del violinazo.
Juan José Padilla, que ha andado volando bajo, entre nuevas
operaciones y nuevas desilusiones, resurgía en estado puro, y de rodillas
irrumpía en la faena y se sacaba al fuenteymbro más allá de la raya. Entre el
prólogo de hinojos y el epílogo también penitente y desplantado, gozó del pitón
derecho del toro en sus líneas naturales. El entusiasmo se desató con el
estoconazo en los medios, daba igual la colocación. Y Padilla volvió a
entregarse a su público y a sus peñas con un sobrero más encastado que ninguno
que transmitía y su empleo a izquierdas, por donde no surgieron las aristas de
guasa del otro lado. Cuando aparecieron, El Ciclón explotó sus recursos hasta
la puerta grande, la apoteosis sobre el apocalipsis.
Fortes se enfundó un pijama chillón que le trajo mal bajío.
El elogio para el manejo de las distancias y las inercias con el frenado
tercero lo devolvió pesadísimo con el jabonero sexto, que se desfondó a plomo.
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