martes, 8 de julio de 2014

DESDE EL BARRIO: El número del caballito

PACO AGUADO

El pasado sábado, el rejoneador Pablo Hermoso de Mendoza cuajó en Pamplona una de  sus mejores faenas de los últimos tiempos. Frente a un bravo y enclasado toro del Niño de la Capea, el maestro de Estella explicó, de principio a fin, la más espléndida y deslumbrante acepción de lo que con el paso de los años se ha definido como el verdadero "toreo a  caballo".

Pero, después de un pinchazo y de la larga agonía del bravo con un rejonazo contrario, no hubo más que unas tibias palmas como premio a esa antología lidiadora. Ni por paisanaje, en una tierra donde es un ídolo y donde sólo gracias a él se instituyó esta corrida de rejones, se valoró como merecía la gran obra que acababa de firmar el mejor rejoneador de la  historia. 

Buscándole al chocante caso una explicación coherente, hay que reconocer que, pese al  gran impulso que el mismo Pablo le ha dado al rejoneo a lo largo de los veinticinco años de alternativa que va a cumplir, las corridas del "arte ecuestre" han ido derivando hacia un tipo de espectáculo que, seamos sinceros, de taurino sólo tiene la lidia y muerte de seis toros.

La vistosidad de las cuadras actuales, esa pasarela de hermosos y deslumbrantes caballos que cada tarde salen al ruedo, y la ausencia de la auténtica emoción de la lidia de a pie –pitones cortados exageradamente, exceso de castigo a los toros…- han convertido estos festejos en un espectáculo cuasi circense, amable, intrascendente y apto para todos los públicos, para bien o para mal...

Sin un criterio estrictamente taurino en ese público variopinto y circunstancial, con el toro  convertido en un maltratado secundario frente a los privilegiados equinos y en medio de un ambiente de sala de karaoke, no es de extrañar que en los tendidos se palmotee a coro para acompañar "Paquito el chocolatero" o se ovacione a rabiar la última gracia de un bello equino a muchos metros de la cara del toro.

Este, reconozcámoslo, es el auténtico panorama de las corridas de rejones de nuestros  días. Y no sólo en los pueblos o en las plazas menores, sino en las mismísimas "cátedras" de Sevilla y Madrid, o en esta Pamplona metida en la juerga permanente de San Fermín y donde el rejoneo convive con el encierro.

Tanto es así que la situación acaba por provocar agravios comparativos tan aberrantes  como el de esa larga lista de "fáciles" salidas a hombros de rejoneadores en Las Ventas y   la Maestranza –con muchas orejas simplemente cortadas por matar a la primera– frente a la escueta, minimalista y demasiado excepcional colección de triunfos que suman en esos  mismos templos los esforzados toreros de luces, ya sean o no figuras, por pasarse los  buidos pitones por los muslos. Pero es evidente que, sin seguir, ni pretenderlo, el ejemplo de Pablo Hermoso en el empeño de darle la máxima dignidad a la especialidad dentro y fuera del ruedo, son muchos los rejoneadores que se sienten muy cómodos en este escenario festivalero y de mínimas exigencias, ni siquiera hípicas.

Y que ellos mismos contribuyen a ese talante frívolo del público con la búsqueda del más  difícil todavía en el alarde chabacano de sus caballos, en la gesticulación aparatosa, en la  ventaja técnica… y en todos esos detalles más propios de las tres pistas del circo Ringling  que del anillo una plaza de toros.

Mientras tanto, la prensa taurina, que se reconoce, como dice un amigo guasón,  desconocedora "también" de las claves del rejoneo, pasa de puntillas por lo que realmente sucede en estos festejos con crónicas de trámite, llenas de nombres de caballos y cargadas de cuatro sempiternos tópicos –el galope a dos pistas, el rejón de hoja de peral…– para poder "taparse" y no entrar en las verdaderas claves de esta degeneración.

Es así, por tanto, como se ha llegado a esta situación tan paradójica, en la que ni el propio  impulsor de la que se ha conocido como la edad de oro del rejoneo –que también tiene su  parte de culpa por imponer la monotonía del "monoencaste" Murube– acaba por ser  reconocido mínimamente cuando, como el otro día en Pamplona, lleva este arte a sus más altas cotas de pureza, temple y mando sobre las embestidas.

Vuelve, pues, el viejo "número del caballito" que bautizara el siempre cansado Díaz  Cañabate, mientras el espectáculo se anuncia de la esencia taurina con que nacieron estas corridas y que ha llevado a su máximo nivel, remando contra la corriente, sólo ante el peligro, un jinete navarro que siempre huyó de esa banalización que se va extendiendo como una mancha de aceite.

Que nadie le culpe porque ahora prefiera anunciarse junto a las figuras del toreo a pie, en  esos extraños "mano a pata" que se anuncian en breve, donde seguro que va a encontrar  mejor compresión y contexto para su excelente toreo. A caballo, pero toreo.

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