PACO AGUADO
El pasado sábado, el rejoneador Pablo Hermoso de Mendoza cuajó en
Pamplona una de sus mejores faenas de
los últimos tiempos. Frente a un bravo y enclasado toro del Niño de la Capea,
el maestro de Estella explicó, de principio a fin, la más espléndida y
deslumbrante acepción de lo que con el paso de los años se ha definido como el
verdadero "toreo a caballo".
Pero, después de un pinchazo y de la larga agonía del bravo con un
rejonazo contrario, no hubo más que unas tibias palmas como premio a esa
antología lidiadora. Ni por paisanaje, en una tierra donde es un ídolo y donde
sólo gracias a él se instituyó esta corrida de rejones, se valoró como merecía
la gran obra que acababa de firmar el mejor rejoneador de la historia.
Buscándole al chocante caso una explicación coherente, hay que reconocer
que, pese al gran impulso que el mismo Pablo
le ha dado al rejoneo a lo largo de los veinticinco años de alternativa que va
a cumplir, las corridas del "arte
ecuestre" han ido derivando hacia un tipo de espectáculo que, seamos
sinceros, de taurino sólo tiene la lidia y muerte de seis toros.
La vistosidad de las cuadras actuales, esa pasarela de hermosos y
deslumbrantes caballos que cada tarde salen al ruedo, y la ausencia de la auténtica
emoción de la lidia de a pie –pitones cortados exageradamente, exceso de
castigo a los toros…- han convertido estos festejos en un espectáculo cuasi
circense, amable, intrascendente y apto para todos los públicos, para bien o
para mal...
Sin un criterio estrictamente taurino en ese público variopinto y
circunstancial, con el toro convertido
en un maltratado secundario frente a los privilegiados equinos y en medio de un
ambiente de sala de karaoke, no es de extrañar que en los tendidos se palmotee
a coro para acompañar "Paquito el
chocolatero" o se ovacione a rabiar la última gracia de un bello
equino a muchos metros de la cara del toro.
Este, reconozcámoslo, es el auténtico panorama de las corridas de
rejones de nuestros días. Y no sólo en
los pueblos o en las plazas menores, sino en las mismísimas "cátedras" de Sevilla y
Madrid, o en esta Pamplona metida en la juerga permanente de San Fermín y donde
el rejoneo convive con el encierro.
Tanto es así que la situación acaba por provocar agravios comparativos
tan aberrantes como el de esa larga
lista de "fáciles" salidas
a hombros de rejoneadores en Las Ventas y
la Maestranza –con muchas orejas simplemente cortadas por matar a la
primera– frente a la escueta, minimalista y demasiado excepcional colección de
triunfos que suman en esos mismos
templos los esforzados toreros de luces, ya sean o no figuras, por pasarse
los buidos pitones por los muslos. Pero
es evidente que, sin seguir, ni pretenderlo, el ejemplo de Pablo Hermoso
en el empeño de darle la máxima dignidad a la especialidad dentro y fuera del
ruedo, son muchos los rejoneadores que se sienten muy cómodos en este escenario
festivalero y de mínimas exigencias, ni siquiera hípicas.
Y que ellos mismos contribuyen a ese talante frívolo del público con la
búsqueda del más difícil todavía en el
alarde chabacano de sus caballos, en la gesticulación aparatosa, en la ventaja técnica… y en todos esos detalles más
propios de las tres pistas del circo Ringling
que del anillo una plaza de toros.
Mientras tanto, la prensa taurina, que se reconoce, como dice un amigo
guasón, desconocedora "también" de las claves del
rejoneo, pasa de puntillas por lo que realmente sucede en estos festejos con
crónicas de trámite, llenas de nombres de caballos y cargadas de cuatro
sempiternos tópicos –el galope a dos pistas, el rejón de hoja de peral…– para poder
"taparse" y no entrar en
las verdaderas claves de esta degeneración.
Es así, por tanto, como se ha llegado a esta situación tan paradójica,
en la que ni el propio impulsor de la
que se ha conocido como la edad de oro del rejoneo –que también tiene su parte de culpa por imponer la monotonía del "monoencaste" Murube– acaba por ser reconocido mínimamente cuando, como el otro
día en Pamplona, lleva este arte a sus más altas cotas de pureza, temple y
mando sobre las embestidas.
Vuelve, pues, el viejo "número
del caballito" que bautizara el siempre cansado Díaz Cañabate, mientras el espectáculo se
anuncia de la esencia taurina con que nacieron estas corridas y que ha llevado
a su máximo nivel, remando contra la corriente, sólo ante el peligro, un jinete
navarro que siempre huyó de esa banalización que se va extendiendo como una mancha
de aceite.
Que nadie le culpe porque ahora prefiera anunciarse junto a las figuras
del toreo a pie, en esos extraños "mano a pata" que se anuncian
en breve, donde seguro que va a encontrar
mejor compresión y contexto para su excelente toreo. A caballo, pero
toreo.
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