El
Faraón de Camas ha logrado el reconocimiento unánime de la sociedad y el mundo
taurino. Su historia taurina y personal merece ser recordada...
ÁLVARO R.
DEL MORAL
@ardelmoral
Diario EL
CORREO DE ANDALUCÍA
Curro Romero, el Faraón de Camas, ya es ‘Hijo
Predilecto’ de Andalucía. Recibirá el nombramiento, junto a su compadre y
biógrafo el escritor y periodista Antonio Burgos, en el solemne acto
institucional que se celebrará en el teatro de la Maestranza este viernes,
festividad de la Comunidad Andaluza, posterior al pleno extraordinario del
Parlamento andaluz. En el mismo acto habrá otro guiño para la mejor historia
del toreo: la Real Maestranza de Caballería de Sevilla, propietaria de la plaza
de toros que toma su nombre, recogerá la Medalla de Andalucía al cumplirse el
350 aniversario de la corporación nobiliaria.
Este no es el primer homenaje que recibe el
camero. Seguramente tampoco será el último. La consecución de este
reconocimiento se viene a sumar a la larga lista de honores que ha ido
cosechando el lidiador antes y después de aquella retirada algabeña de octubre
del año 2000. En la lista hay que resaltar su condición de Hijo Predilecto de
Sevilla desde 1995 o la concesión de la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas
Artes en 1997. Más reciente es el premio instituido por el Ayuntamiento de
Sevilla que, en su primera época, distinguió sucesivamente al gran maestro Pepe
Luis Vázquez –a título póstumo- y al propio Faraón de Camas en 2014. El último
gran homenaje –entre muchos- fue la concesión del Premio de la Cultura de la
Universidad de Sevilla que recibió en un multitudinario acto celebrado en el
Paraninfo de la Hispalense en la primavera de 2018. A esos reconocimientos hay
que añadir su nombramiento como académico de la Real de Bellas Artes de Santa
Isabel de Hungría de Sevilla en abril de 2008.
En torno a la despedida
Curro Romero, que ya formaba parte de la memoria
sentimental y colectiva de los sevillanos, se convierte así en parte de la
propia herencia cultural de toda Andalucía. Pero conviene poner a punto la
moviola para recordar algunas de las claves de su vida personal y artística y
su metamorfosis de torero de culto a personaje indiscutible. Esas claves,
posiblemente, hay que encontrarlas en aquella despedida algabeña que fue
absolutamente inesperada pero –ésa es la verdad- tampoco admitía demasiadas
demoras.
La noticia de la marcha del genio de Camas estuvo
precedida de las conocidas desavenencias y desencuentros con la nueva dirección
de la plaza de Sevilla a raíz de la muerte de Diodoro Canorea, al que había
unido toda su carrera. Definitivamente, también estaba forzada por la dictadura
inapelable del calendario. El propio Curro, después de contemplar la fortísima
voltereta que había sufrido Morante -que alternaba con él en aquella última
tarde de La Algaba, el 22 de octubre de 2000- comprendió que su larguísima vida
taurina no se podía estirar más. Había llegado el final.
Entre el tormento y el éxtasis
La carrera de Curro ha viajado entre el tormento
de las tardes más aciagas y el éxtasis revelado en aquellas ocasiones que
surgía el acople con los toros. Así se forjó la leyenda de ese caro y raro
tarrito de las esencias que se derramaban de tarde en tarde creando ese
inconfundible clima de felicidad colectiva cada vez que se obraba el milagro.
En contraposición, el aficionado prometía odios -siempre con la boca pequeña-
cuando el torero tiraba por la calle de en medio en las tardes más aciagas. Esa
dualidad, tan hispalense, terminó de convertir al torero en un elemento más del
ritmo pendular de una ciudad que repite, puntualmente, sus ritos heredados.
La figura de Romero ha ido mucho más allá de su
vida sencilla vida personal. Goza desde hace algunos años de esa escultura
fundida en bronce por Sebastián Santos -basada en una conocidísima fotografía
de los Arjona que le retrata desplantado ante el toro ‘Flautino’ de Gabriel
Rojas- que inmortaliza el particular empaque del camero. Y es que pesar de sus
desigualdades, la herencia taurina de Romero se ha convertido en uno de los
referentes inexcusables del tronco torero sevillano.
Un poco de historia...
De mancebo en Camas o peón en Gambogaz, Romero ha
acabado convirtiéndose en un tótem sagrado de la mitología hispalense. Su
leyenda se forjó desde los primeros lances al viento, escondido de todos, en
los descampados de Camas; pero acabó grabándose a fuego a medida que sus éxitos
se convertían en quimeras aisladas en su época de mayores fracasos. Curro
superó al tiempo y a sus propias limitaciones y, paradójicamente, su mayor
éxito social coincidió con su última época profesional, convertido en un
referente inexcusable de la ciudad después de su matrimonio con Carmen Tello,
que le acabaría sacando de su propio castillo interior.
Pero su historia había comenzado mucho antes, en
aquella Sevilla agridulce de la posguerra en la que el mocito de Camas soñaba
con ser torero. Curro se había lucrado ambiente de torero artista en una
intermitente trayectoria como novillero. Atrás quedaban sus años en la botica
de Camas, su tardía decisión de dedicarse al oficio, las peonadas en la finca
de los Queipo de Llano y el debut en la placita de la Pañoleta sobre la que hoy
pasa uno de los viaductos de la autopista de Huelva. Era el día de Santiago de
1954 y el aspirante –talludito- ya contaba con 21 años de edad, una cifra algo
exagerada para los torerillos de aquella época trascendental. El debut en el
coso de la Maestranza llegaría en el 57, sustituyendo al anunciado Mondeño. Dos
años después, el 18 de marzo de 1959, Curro Romero hacía el paseíllo en la plaza
de Valencia entre el recio diestro toledano Gregorio Sánchez, su padrino, y el
valiente ecijano Jaime Ostos para estoquear un encierro del Conde de la Corte.
Para entender la trascendencia del momento hay que
situarse en la bisagra mágica de un cambio generacional que traía nuevos aires
al toreo. Estaba a punto de comenzar la década prodigiosa, la llamada Edad de
Platino. Romero había llegado a su alternativa valenciana cuajado de edad y con
aura de torero distinto aunque aquella corrida fallera transcurrió sin pena ni
gloria para el nuevo matador. Pero pocas semanas después estaba anunciado en la
Feria de Abril. Curro iba a obtener un resonante éxito después de haber sido
espectacularmente cogido en el primer tercio de la lidia.
Fidelidad a una plaza
Ahí estaba comenzando su historia como diestro de
alternativa pero, ojo, también era el estreno de la gerencia de Diodoro
Canorea, que marcaría profesional y personalmente toda la carrera del diestro
camero. Aquella tarde abrileña de 1959 también marcó otras constantes. Era el
inicio del larguísimo y tortuoso romance de Curro Romero con su plaza de la
Maestranza. El torero no volvería a faltar nunca más a la Feria de Abril hasta
el año de su retirada, revalorizando y convirtiendo en acontecimiento -en feliz
simbiosis con las ideas de don Diodoro- la corrida del Domingo de Resurrección
hasta el año de su despedida. Era el comienzo de una relación de amor y odio,
de cimas y simas, de broncas y reconciliaciones que ya había escrito su propio
guión mucho antes de que el Faraón -que siempre gozó de buenos y fieles
partidarios- se convirtiera en un personaje que saltaba las vallas del ámbito
taurino; antes de que rompiera el halo de misterio que rodeaba su figura
discreta y alejada de todos los focos sociales en los que hoy es figura
constante.
Hay que volver a descender en la escala del
tiempo: si los 60 son los años de plenitud -no exentos de escándalos puntuales
como el toro que se niega a matar en Madrid dando con sus huesos en la cárcel-
los 70 y 80 son los años del Curro Romero de los almohadillazos y los
escándalos que se alternan con triunfos tan aislados como resonantes que van
dando forma definitiva al mito. Un mito que acaba superando al torero hasta
convertirle en una pieza más del ciclo festivo sevillano, que no se podía
entender sin su presencia en los carteles pascuales, redondeando los días de la
Semana Santa hasta convertirle en un incierto heraldo de la Feria de Abril y la
Pascua Florida. Esas corridas de la tarde de Resurrección se convierten en citas
de lujo -antes eran festejos de mero relleno- gracias a la persistencia del
camero, cabeza obligada de una fecha taurina que le debe mucho y en la que
todos quieren figurar. Ese Curro al borde de la navaja, que convierte sus
éxitos aislados en acontecimientos legendarios consigue pasar una raya
invisible para situarse más allá del bien y del mal a la vez que se convierte
en totem sagrado de la mitología hispalense.
Torero de Sevilla
Pero lo hizo su torero desde el principio. Al año
siguiente de su alternativa había quedado inicialmente fuera de la Feria de
Abril, que hubo de ampliarse a última hora para dar cabida al camero. El día
del Corpus de ese mismo 1960 abrió por primera vez la Puerta del Príncipe
después de cortar dos orejas a un sobrero de Tassara. Esa puerta la traspasaría
hasta cinco veces a lo largo de su larguísima e irregular trayectoria en la que
también se anotan siete salidas a hombros en plaza de Las Ventas de Madrid.
Después vendrían 42 temporadas entre la genialidad
y el ostracismo; entre las apoteosis y las espantadas. Curro había firmado su
epílogo taurino en 1999, al cortar dos orejas por última vez en su Maestranza.
En 2000 fue el adiós en una noche que hizo incendiar las líneas telefónicas al
término de aquel festival a beneficio de Andex, organizado en desagravio de las
polémicas ausencias que reventaron la feria de San Miguel de aquel año y
prepararon el escenario de algunas situaciones que aún estaban por venir.
Confesiones
Curro ha vivido plácidamente estos veinte años de
retirada. Ni siquiera ha vuelto a ponerse delante de una becerra de tentadero.
Algunos achaques de salud andan incordiando su vida tranquila y le han retirado
momentáneamente de algunos focos. Al cumplirse medio siglo su alternativa, el
torero explicaba en las páginas de El Correo algunas claves de su larga
carrera: “Yo siempre he sido un torero muy irregular por mi forma de concebir y
sentir el toreo. Con los toros que yo no veía tiraba por la calle de en medio y
mis triunfos no han sido muy seguidos pero si me encontraba con un toro que me
gustaba y me obedecía sí dejaba recuerdo”, relataba el camero evocando la
impresionante nómina de toreros con los que llegó a alternar. “En aquellos años
la baraja de toreros era impresionante: desde Ordóñez, Luis Miguel, Ostos,
Diego Puerta, Aparicio, Litri... después de la época de Belmonte, Chicuelo o
Curro Puya es la más completa. Yo llegué a torear hasta con Pepe Luis Vázquez y
me mantuve a pesar de mis irregularidades”, explicaba Curro desvelando la
auténtica piedra filosofal de su longevidad taurina. “Saber esperar es
importante y el público y los aficionados ha sabido esperarme. Ése ha sido uno
de los tesoros más importantes que he tenido en mi vida: que me esperen, que
sepan esperarme, que mantengan la ilusión. No me desesperaba, sufría por
dentro, podían contratarme menos, pero no me preocupaba. Lo que quería es
seguir en esto sin traicionarme a mí mismo”.
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