No
sin apuros, supera la prueba de matar en las Ventas seis toros de notable
seriedad. *** Un botín de dos orejas le abre la puerta grande. *** Exhibición
de toreo de capa y quites.
BARQUERITO
Fotos:
Plaza 1
El preludio se atuvo al ritual de las corridas de
único espada en Madrid: rompió al final del paseíllo una ovación de gala y
Antonio Ferrera tuvo que corresponder desde el tercio. No tan ritual, el
epílogo cumplió con los pronósticos: a hombros Ferrera por la puerta grande. Un
botín apurado de dos orejas –una y una- en los dos últimos toros. Corrida de
cinco hierros y tres encastes. Espectáculo de dos mitades no simétricas. De
cuatro toros la primera, al cabo de la cual la cosa estaba en el fiel de la
balanza. Dos silencios y dos ovaciones, la segunda de ellas recogida en el
tercio. Resultado discreto en corrida de único espada.
Toros elegidos con esmero, con la excepción del de
Alcurrucén que rompió el fuego, un moscón encogido, emplazado, aire incierto,
genio de fondo. Ferrera anduvo muy suficiente con el toro, ideas claras y
rápidas, cambios de terrenos para engañar al toro, que lo midió mucho y, tardo,
se metió cada vez que Ferrera, al hilo del pitón, abrió huecos.
En tarde muy desigual con la espada, a ese toro lo
despachó Ferrera de media y con él dio comienzo a su exhibición de toreo de
repertorio, recursos e invenciones en el toreo de capa y quites. A los seis
toros quitó del caballo el propio Ferrera según costumbre suya que honra la
regla clásica que obligaba al matador a sacar del montado el toro, y a los
banderilleros a meterlos, recibirlos y pararlos. Todos los quites de Ferrera,
pródigo con la capa, se celebraron. Los brillantes, los de rigor de fondo, los
de fantasía, los temerarios también. De todas clases hubo. Como en botica y
bazar. El de temple exquisito fue el primero de los dos del segundo toro, el de
Parladé, muy bien picado por Manuel Cid, y recogido por Ferrera en dos lances
empapados a media altura monumentales. El que vino después, por largas
afaroladas y media marcada en corto y abajo, fue de otro nivel.
Los hubo por lances de costadillo emparentados con
la chicuelina ortodoxa, de frente por detrás, por revolera antológica –una
sola-, por larga en serpentina y hasta por larga cambiada de rodillas. En pago
por todo lo que tiene asimilado del repertorio mexicano de alarde y fantasía,
hubo una versión del quite de otro del maestro Pepe Ortiz que ya había puesto
Ferrera en escena con éxito, porque el quite solo es deslumbrante. Ferrera se
había tintado de sangre del primer toro la pechera y el frontal de la
taleguilla, y con el gran brochazo que llenaba la delantera del terno de seda
blanca aguantó hasta la hora final. Podría haber sido un detalle trivial en
corrida de terna. En esta de único espada, no. El quite de oro precisa una
elegancia formal que incluye el vestido. Las formas.
Después de arrastrado el cuarto, Ferrera pidió una
pequeña tregua para reponer fuerzas; y después de arrastrado el quinto, otra
del mismo propósito. El refresco fue mano de santo. Sopló a favor el viento de
la fortuna, pues los dos últimos toros, un quinto seriamente armado y de
engrasado motor de Domingo Hernández y un sexto colorado muy bondadoso y
codicioso de Victoriano del Río, fueron con diferencia los más propicios del
envío. El de Domingo lo quiso todo en distancia. No es que protestara al sentir
a Ferrera demasiado encima, pero solo rompió en serio cuando se le abrieron
espacios y la ligazón fue de pureza y no rehilada.
El de Victoriano, que inopinadamente se fue a
tablas en un descuido de la tropa, fue de una elasticidad especial y regaló a
Ferrera dos docenas de viajes de carretón. Esta última fue la faena más precisa
de todas, la más breve y redonda, la única cargada de golpes de sorpresa –de
rodillas y en distancia la apertura- y la más variada, no en repertorio, pero
sí en la conjugación de las alturas. Los naturales intercalados en cambios de
mano, suerte en la que abundó Ferrera durante toda la tarde, fueron en ese
último toro los más logrados y despaciosos, los que más llegaron y los que con
más fuerza provocaron a un público rendido de antemano, incondicional.
La apuesta por el toreo de pellizcos salteados, el natural intercalado fue uno de ellos y el más repetido, sacrificó el toreo convencional de tandas ligadas y rematadas con el de pecho. Al cuarto toro, otro de Victoriano del Río muy ofensivo, de cuajo extraordinario, le pegó Ferrera las dos mejores tandas con la izquierda, al desmayo, embraguetadas y muy despaciosas. Fue entonces cuando se calentó el ambiente más en serio. Con el encastado segundo de Parladé, de rara correa y muy serio estilo, Ferrera anduvo muy firme y, en faena de dientes de sierra, cuajó, cuando toreó al toque y no por los vuelos, tres series de altura. Pero ni al de Parladé, ni al de Adolfo Martín, que se vino estrepitosamente abajo después de picado, tampoco al cuarto galán, les vio la muerte la Ferrera. Con la espada –entera tendida al de Domingo y media que basta al dulce sexto- terminó Ferrera poniendo las cosas en su sitio. Se trataba de saborear un éxito que solo una hora antes parecía habérselo ido de la mano.
La apuesta por el toreo de pellizcos salteados, el natural intercalado fue uno de ellos y el más repetido, sacrificó el toreo convencional de tandas ligadas y rematadas con el de pecho. Al cuarto toro, otro de Victoriano del Río muy ofensivo, de cuajo extraordinario, le pegó Ferrera las dos mejores tandas con la izquierda, al desmayo, embraguetadas y muy despaciosas. Fue entonces cuando se calentó el ambiente más en serio. Con el encastado segundo de Parladé, de rara correa y muy serio estilo, Ferrera anduvo muy firme y, en faena de dientes de sierra, cuajó, cuando toreó al toque y no por los vuelos, tres series de altura. Pero ni al de Parladé, ni al de Adolfo Martín, que se vino estrepitosamente abajo después de picado, tampoco al cuarto galán, les vio la muerte la Ferrera. Con la espada –entera tendida al de Domingo y media que basta al dulce sexto- terminó Ferrera poniendo las cosas en su sitio. Se trataba de saborear un éxito que solo una hora antes parecía habérselo ido de la mano.
FICHA DEL FESTEJO
Sábado de 5 de octubre de 2019. Madrid. 5ª
de la feria de Otoño. Veraniego, a plomo las banderas. 18.797 almas. Dos horas
y media de función.
Seis toros de cinco hierros distintos. Por
orden de lidia Alcurrucén, Parladé,
Adolfo Martín, Victoriano del Río Domingo Hernández y Victoriano del Río.
Antonio
Ferrera, único espada, silencio,
ovación, silencio, saludos tras aviso, una oreja y una oreja. Salió a hombros.
Dos buenos puyazos de Manuel Cid al segundo. Fernando
Sánchez prendió al tercero un par antológico y otro muy notable al sexto. ***
La brega de Carretero con el quinto,
modélica. *** Actuaron de sobresalientes Álvaro
de la Calle y Jeremy Banty. *** Raúl Ramírez ejecutó con el tercero el
salto de la garrocha.
Postdata
para los íntimos.- Me deslumbra el sol, se me obturan los oídos, me
atraganto al comer incluso ventriscas babosas de merluza hervida y hasta un
inocente puré de apio y zanahoria requetebatido, la media lengua se ha puesto
tan de trapo que ya no me entiende casi nadie. Y hay quien niega todavía los
efectos del cambio climático en los ancianos y los niños, a cuyos beneficios
trato de acogerme. Los beneficios de la edad y los trastornos del clima de
secanos, y la contaminación de las urbes urbanas.
Si los tapones de los oídos sirvieran para aliviar
el ruido de las calles y de los transportes públicos, o para camuflar las ondas
de los teléfonos móviles, todavía. Pero no. Tal vez el ruido entre por
conductos desconocidos. La nariz, la boca. El ruido es una especie invasora. Ha
venido creciendo la literatura -la filosófica y la científica- con el silencio
como argumento, Pero con la excepción del libro de Pablo D'Ors, ninguno alcanza
categoría de best seller.
En cuanto al gasto de saliva, sospecho que la
gente habla demasiado. Y demasiado alto. Ayer, un grupo de festejantes
mexicanos muy alterados en una taberna de postín. Al menos eso: El acento
mexicanos, los giros léxicos del español de México, su entonación en falsete
perpetuo, todo eso es una bendición. Y las rancheras de toda la vida que
desgarran el alma y me hacen llorar mientras el sol que deslumbra reseca los
lagrimales y ciega. Y el ruido informe de las plazas de toros. No me quejo. No
tengo derecho.
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