ZABALA DE
LA SERNA
@zabaladelaserna
"Ha entrado muerto...". Las lágrimas
asomaban por los ojos de Enrique Ponce. Y las palabras se entrecortaban en su
boca. Ponce salía de la enfermería sudoroso, sin chaquetilla, entre la consternación
del resto de la cuadrilla y los demás compañeros, que se arremolinaban a la
espera de noticias. Dentro del quirófano, el equipo del Doctor Val Carreres
acababa de conseguir lo imposible: estabilizar a Mariano de la Viña,
recuperarlo de la muerte, sacarlo adelante. Una hora después de la pavorosa
cogida todavía andábamos en esas, sin operar, en una lucha contra los paros
cardíacos. De la Viña, toda una vida al lado del maestro de Chiva, se moría en
la última cornada de la temporada.
"Ha entrado muerto, muerto, muerto...",
repetía Enrique en bucle en presencia de El Juli. "Vámonos a dar una ducha
y ahorita volvemos", le dijo alguien. Puede que Jocho, Padilla o su mozo
de espadas. En otra sala de la enfermería, Perera esperaba, también herido,
consciente, de pronóstico menor. La corrida de Montalvo, tan mansa y deslucida,
fue por momentos Vietnam.
Había una calma chicha, un calor húmedo, cuando
saltó al ruedo Sigiloso, fuerte, encampanado, huido, con sus 544 kilos a
cuestas. Mariano de la Viña quiso pararlo, cortarle el paso... Y el toro lo
atropelló con una violencia salvaje. El choque contra el pecho dejó K.O. a De
la Viña, inerte, a merced. A la brutalidad del impacto siguió un bombardeó de
derrotes. Giraba el cuerpo como un molinillo sobre los pitones. Que se hundían
una otra vez en el vestido de luces y nadie sabía por dónde. Uno de los
cuchillazos rozó el cuello... Cuando lo soltó, una laguna de sangre empezó a
extenderse por la arena. Salía por debajo del torero de plata que yacía
inmóvil. No atinaban sus compañeros a asirlo. Ponce se agarró la cara, se tapó
los ojos. La plaza palideció. Corrieron a la enfermería. A Mariano de la Viña
se le había parado el corazón.
La imagen de Miguel Ángel Perera barriendo el
charco sanguinolento para continuar la lidia desprendió una dureza inhóspita,
demoledora. Nadie se acordará ya de sus naturales. Las fotografías saltaban ya
por las redes como exámenes médicos. Como las palabras de quienes habían
trasladado el cuerpo inerte. El matador de toros aragonés Alberto Álvarez
contaba que había metido el puño en el muslo, cerca del temido triángulo de
Scarpa, para taponar la hemorragia, que dejaba regueros. Una imagen desvelaba
una cornada en la zona lumbar. Carlos Zuñiga, empresario de La Misericordia,
avisaba de ella a los médicos. Quienes locos por estabilizar a Mariano de la
Viña no la habían localizado aún.
Mientras, la guerra seguía
fuera, en el ruedo. Vietman. Un sobrero también de Montalvo, el último de la
tarde, desarma a Perera y lo persigue hasta darle caza. Otra alimaña mansa.
Como Sigiloso lo era. La cuadrilla de Miguel Ángel pasó un quinario para
prender las banderillas, un infierno entre oleadas. A Ponce, como director de
lidia, le quedaba la última papeleta envenenada. ¿De qué están hechas las mentes
de estos tíos para sobreponerse a tanta dureza? Por abajo, sobre las piernas, y
todavía increíblemente firme. Le gente sólo quería el final. Ni habían
permitido tocar a la banda la jota del sexto toro. La espada eternizó aquello
ante las dificultades. Había que ir a la enfermería ya. A Juli la suerte
también se le negó. Pero a su banderillero Soler se le aparició la Vírgen del
Pilar. Que todos esperábamos a la puerta de la enfermería. Cerca de las 21.00
de la noche el aullido de la ambulancia anunciaba el traslado de Perera y
Mariano de la Viña al hospital... Para seguir operando.
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