El
lorquino seduce con su total entrega ante un lote de desordenada movilidad de
la decepcionante corrida de Cuvillo; Jorge Isiegas también corta una oreja en
su alternativa.
ZABALA DE
LA SERNA
@zabaladelaserna
Diario EL
MUNDO
Un largo parlamento precedió al abrazo de El Juli.
Jorge Isiegas se hacía matador de toros con su cara de niño, vestido de blanco
y oro. De primera comunión para la alternativa. Sus pupilas se dilataban con
las ovaciones de los paisanos. De repente, las emociones se agolparon en sus
ojos. Y no sabía si saludar o brindar pertinentemente al presidente. Lo que la
gente llama pedir permiso. Ante la duda, hizo las dos cosas. Y luego le ofreció
su montera a la familia puesta en pie en el tendido. No fue breve la oratoria.
Esperaba un toro colorado, gordo, un punto bastote
pero amable a la vez, con un aire más de Domingo Hernández que de Cuvillo. Se
llamaba Encendido, era el único cuatreño de la corrida y contaba con una
bipolaridad curiosa: se venía pronto, casi haciendo hilo, pero enseguida perdía
el celo. Como si, pasado el buen embroque, se desinflase tras la muleta. Pues
con todo fue el más centrado del fiasco de un hierro de infalible regularidad
en los últimos pilares. Ni rastro de la bravura y la clase de la casa. Ni de
las hechuras más afinadas. Ni de sus caras ad hoc.
Isiegas mostró su buen concepto en el prólogo
andando y asentado por su mano derecha. Así como para abrir con ilusión lo que
luego sería una faena de cimas y valles. Por la izquierda el toro se dormía
más. Un par de series de muy notable trazo derivaron en desarmes. Pese a lo
cual el toricantano insistió en las tres últimas tandas. Un natural inmenso y
un circular invertido desembocaron en un interminable pase de pecho que
congratuló a la parroquia casi tanto como el espadazo. Con una oreja lo
celebraron.
Al toro de la ceremonia le siguió uno muy raro. De
gigantesco cuerpo y cara jibarizada. Saltó al ruedo con los seis años
cumplidos. El Reglamento de Aragón permite su lidia si es en el mismo mes del
nacimiento. Como era el caso. Y sacó, más que desarrolló, noble condición, pero
ni su poder ni su fondo lo acompañaron. El Juli trató de mimarlo sin exigencia
alguna. El derribo en el caballo fue un accidente laboral. Casi como el de Paco
Ureña en un quite con el capote a la espalda. Cuando las gaoneras de atragantón
estaban a punto de concluir, el engendro le tropezó en el muslo, desarmándolo
sin derribarlo. A Juli le causó tan poca gracia aquello como el tiempo que se
demoró Isiegas en devolverle los trastos. Como si temiera que el extraño
cuvillo se fuera a acabar más antes que después. Y así fue al poco de
principiar la faena entre templados algodonales. Dos o tres rondas de puro
tacto. Desde el arrimón justificante extrajo muletazos a pulso. Que
desprendieron una sonoridad amexicanada por la moribunda lentitud de la
embestida. La corrida escogidita, que diría Carlos Ilián, también recodaba a
esos toros que gustan en La México más rematados que armados. De amplio pesaje y
cortas caras. Los 559 kilos del hechurado cuarto venían escasitos por delante y
vacíos por dentro. Julián se desesperó.
Paco Ureña estrenó su soltería de apoderamiento
sustituyendo a Manzanares. Habita una pasión cegadora en él que fascina y
seduce. Que contagia todo lo que hace y lo mejora a ojos de los mortales. Un
cuvillo de alocada movilidad, apretado y de rácana testa, fue el material
propicio para la quietud lorquina. Desde los estatuarios que el toro atacaba
con una acometividad muy viva y disparada. De las estatuas se salía dos metros.
Con un punto mansito y rebrincado que también lo impulsaba. Paco le propuso su
elástica izquierda con una determinación plausible y un embroque admirable. Y
lo pasó una docena de veces por la bragueta, a veces sin enganchar si quiera
tanto brinco y tanta corriente. No es lo mismo rebosarse de la muleta que
soltarse de ella. Por su derecha también metió el torero riñones. Como si fuera
a darle con los muslos en el lomo. El cambio de mano soltó un calambre. Cuando
el cuvillo gastó su falso ímpetu, ni tiraba hacia delante ni colaba la cara.
Jamás se aplicó en ello. El torero de pies de plomo y lo intentó hasta última
hora. Ya con la espada de verdad y la muleta en la derecha. El acero se hundió
por debajo de la cruz, y su apasionada entrega obtuvo recompensa.
Careció también de ritmo la desordenada movilidad
del quinto, una cosita. Ureña se puso a torearlo con toda la fe del mundo.
Siempre por encima y puede que contagiado del desorden de movimientos: la faena
tuvo algo de caótica, múltiples interpertaciones de las versiones ureñistas -la
más desencuadernada también- y el nexo de la pasión que ciega. Y muchos pases
de pecho mirando al tendido. Entre tanta entrega se olvidó del reloj. Y así
cosechó un aviso sin aún perfilarse. Otro sonó por la demora de la muerte.
A Isiegas le esperaba el último cartucho: un toro
muy feo y muy manso le castró las esperanzas. La guinda del severo pinchazo de
Cuvillo.
NÚÑEZ DEL CUVILLO / EL JULI, PACO UREÑA
Y JORGE ISIEGAS
Plaza de La Misericordia. Viernes, 11 de
octubre de 2019. Sexta de feria. Lleno.
Toros de Núñez del Cuvillo, todos cinqueños menos el 1º, el 2º con los seis
años cumplidos; rematados, gordos y de poca cara; con más movilidad que bravura
y clase 3º y 5º; más centrado el 1º; manso el 6º; parados 2º y 4º.
El
Juli, de rioja y oro. Pinchazo y
estocada (saludos). En el cuarto, pinchazo y estocada rinconera (silencio).
Paco
Ureña, de malva y oro. Estocada
casi entera y caída (oreja). En el quinto, media estocada atravesada y tres
descabellos. Dos avisos (saludos).
Jorge
Isiegas, de blanco y oro.
Estocada (oreja). En el sexto, estocada desprendida (ovación de despedida).
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