Son
muchos los toreros que han caído heridos esta temporada, algunos de extrema
gravedad, como Mariano de la Viña, Román, Gonzalo Caballero y Rafaelillo.
ROSARIO
PÉREZ
Diario ABC
de Madrid
«Doctor, ¿me estoy muriendo?», preguntó Román a
don Máximo García-Padrós cuando llegó a la enfermería con litros de sangre
vertida. «Y con la misma ganadería que mató a Iván Fandiño», alcanzó a decir
antes de ser sedado. Mientras el cirujano de Las Ventas y su equipo comenzaban
una intervención de ingeniería, con la arteria femoral contusionada, con rotura
de las láminas internas y casi sin pulso, los tendidos seguían helados.
Retumbaba una frase: «¡Lo ha matado, lo ha matado!». Aquella imagen de Román
colgado del frondoso pitón de «Santanero I» era el museo del horror. Saturno
devoraba a su hijo mientra las sangre caía a chorros por el boquete. La daga
del toro de Baltasar Ibán, totalmente embadurnada de sangre, anunciaba la gravedad.
Cinco días después, el joven matador valenciano ofrecía una rueda de prensa y
ya pensaba en la reaparición.
No fue el único milagro en Alcalá 237: aquella
escena de un torero herido al entrar a matar se repitió por partida doble en
Gonzalo Caballero. Si en San Isidro padeció una durísima cornada en el muslo
izquierdo, en esa misma pierna sufrió un terrible navajazo en la festividad de
la Hispanidad, con abundante hemarrogia por la sección de la femoral.
La escena más violenta
Un día después, el 13 de octubre, en el ruedo de
Zaragoza se grabó la escena más terrorífica de la temporada: un toro de
Montalvo cogió de manera violentísima al banderillero Mariano de la Viña. El
charco de sangre y su imagen inerte en la arena ensombrecieron toda luz. Su propio
jefe de filas, Enrique Ponce, temió lo peor cuando se lo llevaban a la
enfermería: «Está muerto». Y sin vida entró al hule, donde el doctor
Val-Carreres obró la más milagrosa de las intervenciones de 2019. Casi ocho
horas duró la operación, primero en la enfermería de la plaza de la
Misericordia y luego en la clínica Quirón en la madrugada más larga. Al día
siguiente, se emitía el estremecedor parte médico: una cornada en el triángulo
de Scarpa, con arrancamiento de la femoral y rotura en su porción distal de la
arteria iliaca interna, y otra herida en la región glútea izquierda con una
trayectoria de 22 centímetros que penetraba por la escotadura ciática,
alcanzando el espacio situado entre recto y vejiga tras arrancar la arteria
iliaca interna izquierda en su origen. Sobrecogía leer que De la Viña había
entrado «en situación cataclísmica» y alentaba saber 48 horas después que el
pronóstico bajaba de muy grave a grave. Una vela a la Pilarica.
Aquel no fue el único percance de la dramática
jornada del 13-O. El último toro cogió de mala manera a Miguel Ángel Perera,
que minutos antes había limpiado con un rastrillo el cáliz derramado por el
subalterno en el ruedo misericorde. Con una cornada extensa en la pierna, puso
calma y esperó: lo primero era salvar a De la Viña. Cuánta grandeza y
solidaridad.
Torear para sentirse vivo
Tardarán tiempo los profesionales del toro y los
aficionados en olvidar el fin de semana más negro, con una cornada que
retiraría no solo al herido, sino a cualquiera de los de alrededor en cualquier
otra profesión. Sobreponerse a tanta tragedia es de otra galaxia, como si cada
hombre de oro y plata aprendiese a morir. Quizá por la máxima que siempre les
acompaña interiormente: «Vale la pena vivir por lo que vale la pena morir». Y viceversa:
«Vale la pena morir por lo que vale la pena vivir». La hombría de aprender a
morir en el ruedo de los vivos, de aprender a morir sintiéndose muy vivos.
Son los últimos héroes del siglo XXI, conocedores
de sobra del riesgo y de lo que pueden perder. A Javier Cortés, tanta
sinceridad delante del toro, le costó una terrible cornada en el ojo derecho en
la Monumental de Madrid. Aunque se reconstruyó el globo ocular, el último parte
indicaba que carecía de visión. Como hace un año Paco Ureña, que ha sabido
sobreponerse y ha firmado las más triunfales faenas de la temporada. En
septiembre, en Palencia, sufriría una cornada fuerte.
En el coso venteño cayó herido también de mucha
gravedad Manuel Escribano, un torero muy castigado por los toros. Uno de nombre
«Español» le metió el cuerno hasta la cepa: 25 centímetros de trayectoria en el
muslo izquierdo. Arturo Salvívar vertió su sangre mexicana el 8 de septiembre:
«Chamorro» le cazó con una seca cornada y horadó su pierna derecha en 25
centímetros, con fractura del cuello del peroné. O Juan Leal, que en pleno San
Isidro sufrió una cornada en la región perianal con una trayectoria de 25
centímetros en la corrida de Pedraza de Yeltes. Máximo García Padrós y su hijo,
del mismo nombre, han sido sus ángeles en un año de olor a cloroformo.
Dramático episodio
Son muchos los toreros que han sentido el fuego de
los pitones. Entre los episodios más dramáticos se recuerda el de Rafaelillo en
San Fermín: en el inicio de faena al cuarto miura, sobrevino una cogida
pavorosa, con el de Zahariche estampándole contras las tablas. Neumotórax y
múltiples fracturas costales de lo que pudo ser una tragedia. El propio torero
de Murcia temió lo peor: «Pedí llamar a mi mujer y mis hijas para
despedirme...» Aún provoca un escalofrío recordar aquellas palabras a su salida
del hospital de Pamplona. Aprender a morir en una sociedad donde la muerte es
casi un tabú.
La temporada ha sido tremendamente dura, con toros
que han lanzado ganchos a izquierda y derecha en ese «ring» redondo de los
ruedos. Han sido muchos más los hombres de oro y plata caídos en la arena, esos
hombres que se dice están hechos de otra pasta, pero cuya sangre es también
mortal y roja. El primero en pasar por el hule fue Pepe Moral en Valdemorillo
con la corrida de Miura. Extenso parte de guerra de 2019, en el que al otro
lado del charco sobrecogió la cornada en la boca a Hilda Tenorio. Más heridos:
Sebastián Ritter, Pablo Aguado, Toñete, Joaquín Galdós, Pirri, Juan de
Castilla, Diego San Román, Rufo, Menés, Montero, Olmos, Mora, Chacón, Reyes
Mendoza... Y no pocas lesiones, como las de Emilio de Justo, Roca Rey,
Manzanares, El Fandi o la durísima de Enrique Ponce en Fallas. Incluso
ganaderos, como el de Murteira Grave en su finca portuguesa.
Esta temporada la parca ha cabalgado por momentos
más deprisa que la propia existencia, salvada por esas manos de genios de la
medicina de apellido Val-Carreres o Padrós. Ellos son los ángeles de bata
blanca sanadores de los hombres de más verdad. Y esa verdad de 2019 se escribe
con la «v» de los valientes que, como aquella película de El Cordobés, parecen
estar «aprendiendo a morir». La máxima de Da Vinci: en el aprendizaje de vivir,
aprendía a morir. Con lo difícil que eso es...
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