El
autor defiende la fiesta de los toros y argumenta que responde al concepto de
cultura que define la convención de la Unesco, de marcado carácter
antropológico: el conjunto de las prácticas, tradiciones y sentimientos que
reflejan las vivencias de una comunidad y con las que ésta se identifica.
FRANÇOIS
ZUMBIEHL
Así puede ser calificada la fiesta de los toros
cuando son los aficionados los que hablan, y no por ellos los antitaurinos que
caricaturizan sus sentimientos achacándoles toda clase de perversidades.
También lo hicieron los colonizadores con los pueblos a los que llamaron
salvajes, antes de que algunos espíritus selectos propusieran una visión más
respetuosa y abierta de estas culturas ignoradas.
Sí, la tauromaquia es tremendamente humana porque
es ante todo el espectáculo de la fragilidad. Para que una tarde de toros
cumpla con todas sus promesas es preciso que ese día no moleste el aire, que
los toros estén en condiciones y tengan embestidas acordes con las
posibilidades técnicas y estéticas del matador, y que éste quiera por de pronto
alzarse más allá de las obligaciones de su profesión para sentir y expresar su
misterio, como muy bien lo dijo Rafael El Gallo.
Por ello los aficionados se asemejan a unos
devotos, manteniendo la esperanza incansable del milagro a costa de muchas
decepciones. Es innegable que la corrida tiene su parte de crueldad, en el
sentido etimológico de la palabra, pero todo el espectáculo tiende a hacerla
olvidar: olvidado el miedo, olvidadas la sangre y la violencia cuando la
embestida de un toro bravo, subyugada por el engaño, se alarga y se funde con
el torero en una armonía inverosímil, como si el hombre por la magia del temple
tuviera la capacidad de hipnotizar al toro y de parar el tiempo. Es un
espejismo desde luego, pues aquí todo es efímero empezando por la obra dibujada
en el ruedo, que muere en el mismo instante en que ha sido vislumbrada, y de
manera definitiva con el toro que se ha prestado a ella.
El toreo es el arte de las formas que vuelan, que
se saben nacidas en un mundo perecedero, y que quieren compensar su carácter
fugaz con la búsqueda insaciable de la belleza en el laberinto del movimiento.
Por ello el temple es su mayor virtud, pues es el intento, lentificando las
suertes, por aplazar el fin ineludible del poema que el hombre está
improvisando durante unos pocos minutos con su toro, compenetrado con él. Razón
por la cual intelectuales de la talla de Valle-Inclán y Pérez de Ayala,
homenajeando al joven Belmonte, se atrevieron a afirmar que el toreo, por esta
fugacidad misma, es más conmovedor que las demás artes. Por su parte José
Alameda, un exiliado de la Guerra Civil, consideró que esta fiesta es
"humana, demasiado humana", pues condensa todas las vicisitudes de la
vida y de la muerte con las que el hombre se siente enfrentado a lo largo de
toda su existencia.
Pero por otra parte la tauromaquia es animalista,
pues se basa en la mayor cercanía y complicidad posibles con el animal.
Innumerables horas de conversación con toreros, ganaderos y aficionados me lo
han confirmado. Torear es ante todo acoplarse con el toro, incluso -como me lo
dijo el torero y escritor Juan Posada- hacerse a la vez hombre y toro,
Minotauro de alguna manera, permitiendo a su oponente, después de haberlas
percibido, expresar todas las potencialidades de su bravura que sin el toreo
hubieran quedado inéditas. En este sentido la fiesta de los toros, que cumple
con los cinco criterios marcados por la convención de la Unesco para
identificar un patrimonio cultural inmaterial, cumple particularmente con el
que se refiere al "conocimiento de la naturaleza y del universo".
Hablando de la Unesco conviene volver al concepto
de cultura tal como lo define el texto de esta convención de marcado carácter
antropológico: es el conjunto de las prácticas, tradiciones y sentimientos que
reflejan las vivencias de una comunidad y con los que ésta se identifica. Cada
una de estas culturas, mientras esté conforme con los principios de la
Declaración Universal de los Derechos Humanos, y mientras esté compartida y
transmitida a las nuevas generaciones (éste es el auténtico significado de la
palabra tradición), debe ser respetada en su diversidad, incluso si dentro de
una región queda como minoritaria. Aquí no valen cazas de brujas, inquisiciones
ideológicas o políticas. Su libertad -en este caso la de los aficionados- debe
ser preservada contra cualquier imposición o prohibición externa, incluso si
éstas se basan en el resultado del voto de una supuesta mayoría. Esto
equivaldría a instrumentalizar un proceso aparentemente democrático para
restablecer la censura, curioso retroceso a otros tiempos en los que se quería
imponer para todos la dictadura de lo «moralmente y políticamente correcto». El
hecho de ser minoritaria no descalifica una cultura. Eso lo dice la Unesco a
través de sus convenciones de los años 2003 y 2005.
Y dos cosas más frente a acusaciones convertidas
en repetidos eslóganes y estereotipos: hablar de tortura a propósito de un
animal indómito, cuya lucha hasta la muerte es un peligro permanente para el
torero, es un insulto para las víctimas verdaderas de este acto repugnante.
Por otra parte el bienestar animal es un concepto
muy relativo; relativo a la forma de ser y de comportarse de cada animal, de
compañía, salvaje o del campo, pues el animal en sí sólo existe en la mente de
algunos animalistas radicales, tal vez impactados por los personajes de Disney
y muy alejados de las realidades del mundo rural. El toro de lidia, criado
durante al menos cuatro años en libertad y en espacios extensivos, naturales y
protegidos mientras otros bovinos van al matadero a los pocos meses, goza sin
lugar a dudas de un bienestar privilegiado hasta los veinte últimos minutos de
su vida. Y ¿qué decir de los sementales y de las vacas bravas, criados con el
mismo cuidado y respeto manifestados a esta raza excepcional que desaparecería
en el mismo momento en que se prohibiera la tauromaquia, del mismo modo que
desaparecería todo el entorno ecológico ligado a su crianza? ¿No sería acaso
más urgente velar por el bienestar de algunos animales mascotas, condenados a
vivir en unos espacios reducidos y a todas luces inadaptados para ellos, y a
veces abandonados por sus dueños cuando llegan las vacaciones? ¡Dios nos libre
de la ecología urbana o de salón!
*** François
Zumbiehl es escritor, doctor en antropología cultural por la Universidad de
Burdeos y vicepresidente del Observatorio francés de las culturas taurinas.
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