FERNANDO
FERNÁNDEZ ROMÁN
www.obispoyoro.com
Era las 20.05 de la tardedenoche cuando Antonio
Ferrera, recién enjuagado el rostro con el agua tibia que le ha servido Jesús,
su mozo de estoques, caminaba resuelto y aparentemente ágil en dirección a la
puerta de chiqueros, por donde habría de aparecer el último toro de la corrida.
Tenía aún reciente el calorcillo de la oreja del toro anterior, un buen mozo de
Domingo Hernández que peleó en varas con ímpetu de bravo y fue picado con
destreza y buen tino por Miguel Ángel Muñoz, salió del peto embebido en el
capote de Ferrera, tomado por la espalda y revolado con donosura en su versión
del Quite de Oro que ideara el orfebre tapatío, Pepe Ortiz. Aún se mantienen
frescos los capotazos de José Antonio Carretero en la brega y el riesgoso par
de banderillas de José Chacón; pero sobre todas estas incidencias prevalecen
los muletazos largos, desmayados, cadenciosos al toro negro salmantino que ya
está a punto de colgar en la garrucha del desolladero, escanciados en una faena
larga y reposada, porque ambos contendientes necesitaban respirar entre las
series de pases: el toro, para recuperar fuerzas y afirmar su bonancible
embestida, el torero, para oxigenar el músculo y renovar el aire de sus
pulmones, que a esas alturas de la tarde ya tenían saturados los alveolos, de
tanto y tan seguido esfuerzo.
Antonio Ferrera había perseguido esa oreja porque la necesitaba como el comer y porque la tarde se iba por el albañal de lo insustancial. La había cortado por los brillantes pasajes citados y porque el toro recibió una estocada letal y tuvo muerte de bravo. Nadie que se tenga por aficionado cabal osará discutirla, aunque probablemente alguien pudiera pensar que era el premio global a una tarde de moneda al aire, de apostar para ganar, sí o sí. Las cosas no habían rodado según las previsiones del torero, imbuidas por su desmedido afán de triunfo.
Antonio Ferrera había perseguido esa oreja porque la necesitaba como el comer y porque la tarde se iba por el albañal de lo insustancial. La había cortado por los brillantes pasajes citados y porque el toro recibió una estocada letal y tuvo muerte de bravo. Nadie que se tenga por aficionado cabal osará discutirla, aunque probablemente alguien pudiera pensar que era el premio global a una tarde de moneda al aire, de apostar para ganar, sí o sí. Las cosas no habían rodado según las previsiones del torero, imbuidas por su desmedido afán de triunfo.
El toro de Alcurrucén que abrió el festejo,
escurridillo de carnes y bien armado, fue reservón y no apareció por ninguna parte
el celebérrimo “fondo” de bravura que suelen aportar los toros de esta casa
ganadera, antes al contrario, esperó en banderillas, acortó el viaje en la
muleta y santas pascuas; tampoco ya se acordaba nadie del precioso quite por
largas afaroladas, al astifino y ofensivo toro de Parladé, ni del torerísimo
comienzo de faena por ayudados y las excelentes tandas por ambos pitones, con o
sin la ayuda de la espada, que por cierto, marró lamentablemente. Ferrera
seguía caminando hacia la divisoria imaginaria de los tendidos 2 y 3 de Las
Ventas porque entendía que era el momento idóneo para echar el resto y hacerse
con el botín pretendido tan solo dos horas antes, cuando hacía el paseíllo
embutido en un traje blanco y oro, de estreno, salpicado por originales golpes
de seda de color azul que bien pudieran ser flores de buenos augurios. En esos
momentos, aquél vestido que fue impoluto es una especie de piltrafa
sanguinolenta que difícilmente recuperará su lustre, por muy refinada y eficaz
que sea la maquinaria de tintorería.
Son las huellas de una confrontación con los toros
que ya son historia: el de Adolfo Martín que pareció humillar con claro
recorrido en los capotados primerizos de la que podríamos llamar “danza del
recule”(es decir, con el toro embebido en el carmesí del percal y el torero
reculando sobre las puntas de las zapatillas), que es suerte celebrada en esta
Plaza como si fuera el colmo de la dificultad, y no los lances a la verónica en
que el toro es conducido hacia adelante y pasa por las cercanías de los muslos
y la faja del toreador. Este público de Madrid, es la leche. La verdad es que
el toro de Adolfo realizó una buena pelea en varas, aunque hiciera sonar el
estribo en el primer encuentro, y Antonio Prieto picó con acierto, antes de que
Fernando Sánchez colocara el colosal par de banderillas que provoco en los
tendidos un verdadero incendio de ovaciones. Estas buenas cosas ya parecían
lejanas, y más aún, las malas, como el casi frustrado salto de la garrocha de
Raúl Ramírez o el apagamiento progresivo del cárdeno animal, que acabó por
desengañar al matador de proseguir intentando el lucimiento.
En esos metros de arena que faltan para llegar al
terreno elegido y afrontar el último envite de la que es, probablemente, la
tarde más exigente y trascendente de su vida profesional, Antonio Ferrera se
acuerda del tremendo toro de Victoriano del Río jugado en cuarto lugar, un toro
de impresionante trapío, con dos garfios por pitones, que tumbó al piquero
Pedro Prieto, antes de que lo sacara del segundo puyazo por caleserinas, ese
toro bravo y encastado que no daba tregua entre pase y pase y parecía pedirle
el carné de torero en cada encuentro. Haber pasado ese fielato y conseguir
algunos muletazos de bella composición, incluso pasarse al lado contrario con la
hoja de la espada en la suerte de recibir, bien podría compensar al torero con
algún premio tangible, pero se le atascó el verduguillo y en vez de oreja
recibió un aviso. ¡Menos mal que se la cortó al que acaba de ser arrastrado!
Pero ahora estaba allí, a un par de metros escasos de la segunda raya de
picadores, con el pericadio dilatado, las pulsaciones repicándole por todos los
conductos sanguíneos del cuerpo y la mente ocupada en un solo objetivo:
cortarle las orejas al nuevo toro de Victoriano del Río. Como sea. Por eso
Antonio Ferrera se hincó de rodillas unos segundos antes de que apareciera un
hermoso toro de la sierra de Madrid, con 575 kilos bien repartidos por su
amplia anatomía, de pelo colorado y generosa cuerna acaramelada.
Eran ya poco más de las 20.05 de la tardenoche en
la capital del Reino de España. El último capítulo de la gesta de un torero
extremeño en la Plaza de Las Ventas, acaba de comenzar.
La larga cambiada de rodillas se vio limpia a la
luz de los focos, y los lances manejando
la capa con una sola mano, tan enrevesados como improvisados, parece que están
aguardando que alguien les lleve a la pila bautismal de las suertes del toreo,
porque me da la impresión de que el propio Ferrera ni siquiera tiene pensado
nombre que ponerles. Cumple sobradamente el bravo toro en la suerte de varas y
Antonio se mete hasta las cercanías del peto para llevar al de Victoriano a las
afueras con ¡un farol de rodillas! y otros arabescos de difícil catalogación.
Nueva vara de José María González y unas chicuelinas made in Ferrera, medio en
cuclillas que sorprenden al personal y hacen subir por momentos el impacto de
la sorpresa y el termómetro de la emoción. Vuelve a lucirse en banderillas
Fernando Sánchez, y el matador le pide que salude la ovación. Es entonces
cuando Antonio solicita permiso al presidente para colocar un nuevo par de
rehiletes. Menos mal que nadie protestó dicha petición (naturalmente aceptada),
porque ya se sabe que en esta Plaza todo es posible. Citó al toro a corta
distancia y clavó un emocionante par al quiebro en la cercanía de las tablas
que levantó al público de sus asientos y desató una verdadera tempestad de
ovaciones. Brinda a ese público que gozaba de lo que había en el ruedo a lo
largo de la tarde y de nuevo el torero se arrodilla para comenzar la faena. Da
la impresión de que tiene el flujo del aliento a punto de extinción, pero se
pasa cuatro veces los pitones del toro de Victoriano por encima de su pelo
ensortijado y encharcado por el sudor, para torear después con reposo absoluto,
abandonado el cuerpo –¿y el alma?—al ejercicio de tejer tandas de muletazos de
limpio trazo y brazos desmayados. A derechas e izquierdas. Con o sin espada
refugiada en el faldón de la roja franela. Ahora sí que sí, ahora es cuando se
va a consumar la apoteosis largamente esperada en una tarde más veraniega que
otoñal y con el aforo de la Monumental prácticamente cubierto. La suerte del
volapié, ejecutada con absoluta entrega, ofreció por resultado media estocada,
colocada en la parte delantera del morrillo, por lo que obligó al torero a
utilizar el verduguillo por dos veces, pero la pañolada fue absolutamente
mayoritaria. Una oreja, de las dos que se vaticinaban, a tenor de lo ocurrido
en el curso de la lidia, abría a este torero extremeño la Puerta Grande de Las
Ventas. Y por ella se fue, con la amplia sonrisa que iluminaba un rostro
contraído por el terrible estrés acumulado y la descomunal fatiga que supone
ponerse ante seis toros de diferentes linajes y ante más de veinte mil almas,
no todas dispuestas a optar al proceso de beatificación.
Digan lo que quieran, opinen con la inapelable
licencia que les otorga el sistema de libertades que disfrutamos en nuestro
Estado democrático, extendidas a una Fiesta en que el público es considerado de
facto como elemento integrado en la misma, pero no podrán sustraerse de esta
palmaria realidad: ayer, en Madrid, Antonio Ferrera culminó una gesta
formidable, porque dio un recital de suertes del toreo y derrochó un valor y
una capacidad artística para sobreponerse a las condiciones y comportamientos
de toros de caracteres bien diferentes, aún dentro de linajes afines, que
difícilmente encuentran parangón. Por eso se lo llevaron en hombros en loor de
multitudes; pero, esta vez, una multitud de gente joven, la inmensa mayoría
barbilampiños, con algún veterano incrustado entre la algarabía.
Probablemente, esa fuera la mejor noticia de una
tarde de toros exitosa para Antonio Ferrera: al terminar la corrida fue rodeado
por un verdadero ejército de jovencitos –llegarían al centenar—, que le alzaron
en hombros y le reconocieron públicamente como héroe total… y no de ficción. ¡Qué gozada!
No hay comentarios:
Publicar un comentario