El lance de los elegidos, de
aquellos que sublimaron el toreo con el capote y dejaron huella en la arena del
toreo, entre hitos y mitos, es el hilo conductor de esta serie.
GONZALO I. BIENVENIDA
@GonIzdoBienve
@GonIzdoBienve
Diario EL MUNDO de Madrid
Como un quejío apareció Rafael de Paula en el toreo. Un
grito desgarrado y sentido que marcó una forma de entender la vida. Una
irrupción histórica que se vivía en menor escala la tarde que Paula toreaba.
Sus muñecas dieron vida al capote del que surgía entonces un vuelo sedoso que
templaba la potencia animal. Reducir la embestida a través de la belleza.
Invitar a entregarse al toro a través de la entrega artística del torero. Dicen
que Paula fue un torero de pellizco.
Rafael de Paula (Jerez de la Frontera, 1940), con sus luces
y sus sombras, fue un torero de culto. Su carrera estuvo plagada de altibajos,
pero también de contenido artístico. Los aficionados encontraron en Paula el
refugio de un toreo único. Una lesión en las rodillas que arrastró toda su vida
desde 1978 le impidió desarrollar todo su potencial como torero. Alumbrado en el
barrio de Santiago de Jerez, siendo un niño Rafael sintió la llamada del toreo.
Los que le vieron crecer cuentan que con un capote en la mano se transformaba.
Su timidez desaparecía cuando soñaba con ser torero. La metamorfosis del
artista. Su descubridor fue Bernardo Muñoz Carnicerito de Málaga, quien años
más tarde se convertiría en su suegro.
Cuenta la leyenda que Juan Belmonte se quedó tan
impresionado al verle torear en una ocasión en casa de Fermín Bohórquez que de
cuando en cuando mandaba a su chófer a Jerez para que trajeran a su finca Gómez
Cardeña al "niño del barrio de Santiago". Aquellas vivencias en casa
de Belmonte aportaron tanto a Paula que los tres santos que comandaron su
capilla a lo largo de su vida fueron: Juan Belmonte, Cagancho y Antonio
Ordóñez.
Rafael de Paula reivindicó vestido de luces que el toreo va
mucho más allá de dominar a un toro. El jerezano fue capaz de transmitir con su
capote y su muleta los sentimientos más profundos de su intimidad. Su
desgarrada sensibilidad encontró en el toreo el camino más sincero para
expresarse. Con su inigualable pureza y su particular forma de concebir el
toreo, es difícil comprender que tras lograr éxitos como novillero tardase seis
años en presentarse como matador de toros en Sevilla y 14 en confirmar la
alternativa en Madrid.
En 1960 se doctoró en Ronda, el lugar donde se había
enfundado su primer traje de luces tres años atrás. Aquellas temporadas
primeras de matador se basaron en sus plazas del rincón como lo fueron la de El
Puerto de Santa María, Sanlúcar de Barrameda o Jerez de la Frontera, entre
otras.
Gitano por los cuatro costaos. Un auténtico ídolo para los
gitanos. Aquellos años en el rincón desarrolló su tauromaquia sin limitaciones
físicas. Un apogeo artístico que le llevó a torear dos corridas como único
espada: una en El Puerto y otra en Jerez. La explosión de sentimientos en esas
tardes le granjeó una inmensa cuadrilla de partidarios. Todos los gitanos se
identificaron con su forma de entender el arte, de interpretarlo. Rafael de Paula
ha sido el máximo exponente del arte calé, incluso por encima de los grandes
flamencos. Su carácter introvertido no le llevó a ser un asiduo de las fiestas
flamencas pero sabía que los artistas más grandes le seguían. En una entrevista
dijo el propio Rafael de Paula: "No soy un gitano normal. No toco las
palmas, ni canto, ni tampoco bailo, pero siempre me sentí muy artista frente a
los toros". Cuando viajaba se relajaba escuchando música clásica. Es más
partidario de Mairena que de Caracol. Se emociona todavía con la Paquera de
Jerez.
Su trayectoria tuvo un punto de inflexión en el año 1974. Un
quite por verónicas frente a toriles enloqueció a la exigente afición de Las
Ventas. Un quite desgarrador del gitano que con 34 años confirmó aquella tarde
su alternativa. Una reivindicación arrebatada de su personalidad, de todo el
sentimiento contenido en aquel rincón del sur durante 14 años. José Bergamín
escribió La música callada del toreo tras su actuación en la plaza de
Vistalegre de Madrid. Puede que aquella fuese la obra más completa de Rafael de
Paula. La tarde que le convirtió en mito. El impacto fue tan grande que al año
siguiente tenía firmadas 40 corridas de toros.
Sucedieron entonces dos temporadas esplendorosas frenadas en
seco por la fatídica lesión de rodillas en Bayona en 1978. Las operaciones sin
éxito, las continuas fatigas ante los toros y los cada vez más habituales
escándalos personales y profesionales precipitaron un largo declive. Aun así,
sólo Rafael de Paula era capaz de llegar al alma de la afición con su verónica.
Cada lance se tornaba un milagro por su fragilidad. Tenía dificultades para
irse de la cara del toro, lo que le provocaba una tremenda inseguridad y por lo
que padecía un auténtico calvario a la hora de entrar a matar. Aun así hubo
obras imborrables, con la honda huella de su dolor, de su autenticidad. Como
aquel quite en Aranjuez, la magnífica faena al sobrero de Martínez Benavides en
Madrid o tantas faenas en Jerez, así como cientos de detalles a golpe de
sentimiento.
Rafael de Paula ha sido un torero responsable pese a lo que
muchos pudieran pensar. Ordenado, metódico en sus entrenamientos, cuidadoso con
sus trastos. Sufría tremendamente después de las corridas al analizar lo que
había hecho y al pensar en lo que podría haber hecho con mejores facultades
físicas.
Se retiró en el año 2000. El toreo está huérfano de un
sentimiento insustituible.
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