FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
Seamos sinceros: con Ponce no se contaba como
referencia principal en esta temporada. A Ponce se le ve con gusto, es cierto,
y se le suele valorar su proverbial capacidad ante la cara del toro, pero
¿quién iba a suponer que cuando agosto está barbeando las tablas todos los
medios de comunicación hablan y no acaban del culmen alcanzado por el veterano
torero? Quienes así pensaran no conocen el paño. Craso error. Ahí lo tienen,
pasan las corridas generales de Bilbao y, a falta de lo que ocurra con la de Victorino esta tarde, en los apartados,
en los corrillos y en los conciliábulos más o menos discretos solo se repite un
nombre: Ponce, Ponce, Ponce… Con admiración y hasta con resignación, porque no
faltan nunca los retorcidos que son capaces de negar las evidencias más
transparentes, más palmarias, más contundentes, aunque, como es habitual, están
condenados de por vida a cohabitar con el ridículo.
No conozco torero más capaz, más ambicioso,
más aficionado al toro, más responsable y más elegante en sus formas, dentro y
fuera de la plaza que Enrique Ponce. En él se compendian el arte del dominio y
el dominio del arte. Lleva veinticuatro años como matador de toros y, en
verdad, no le falta nada por conquistar, porque no hay reducto taurino en el
mundo –¡en el mundo!– que no haya
sido escenario de su magisterio. Me atrevería a decir que no tiene parangón en
toda la historia de la Tauromaquia. ¿Quién ha sido capaz de triunfar
apoteósicamente en todas las plazas de primerísima categoría? Este año ha
protagonizado un mes de agosto para enmarcar: desde Huesca, cuando se quedó a
solas con la corrida por percance de Morante, hasta hoy mismo, los ha vuelto a
poner a todos contra la pared. Así es de duro, para quienes se obstinen en no
reconocerlo. Esta vez no podrán echar mano del “pico” o la “pala”, que
son los recursos dialécticos que han manejado hasta la saciedad sus detractores
más recalcitrantes, o del toro que torea, después de haber visto los “pavos” con los que se entretuvo en
dominar y bordar el toreo en Bilbao. A ver, quien esté en desacuerdo que
levante la mano. No por nada, sino para quedarnos con su cara. Son unos pocos,
pero háilos, ¡no ha de haber! El
papanatismo no se ruboriza jamás.
No es la primera vez que los grandes astros
del toreo, los que han marcado una época –ninguna tan prolongada como la “ponciana”, desde luego—son blanco de
las iras de aquellos aficionados que padecen la hartura que provoca el
triunfador sistemático. Enrique Ponce es uno más, entre la exigua nómina de
estos privilegiados. Pasarán los días y, forzosamente, éste fuera de serie del
toreo dejará los ruedos para disfrutar en su finca Cetrina o donde le dé la real gana de su bien ganada fortuna, de su
irrepetible palmarés y de su maravillosa familia. Será entonces cuando
cualquier día en cualquier plaza, saldrá un toro imposible, reservón, agresivo,
intratable y, por tanto intoreable; entonces se oirá una voz –probablemente
perteneciente a uno de los papanatas que le negaron en su época de esplendor,
entre ellos algunos críticos a los que ahora se les hace el culo gaseosa—y
sentenciará con acento de tardío arrepentimiento: “¡si le coge Ponce…!
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