PACO AGUADO
La de 2013 se va decantando ya como la que,
probablemente, sea la peor temporada europea de lo que llevamos de siglo. Una
plomiza sensación de derrota y abandono tiene al toreo aletargado, con un pulso
plano y un tono gris que mantiene alejados de los ruedos los triunfos rotundos,
la capacidad de sorpresa, el entusiasmo, la emoción...
Tarde a tarde, feria a feria, se suceden
algunos éxitos mayores en lo numérico que en lo trascendente, tales o cuales
faenas estimables que no históricas, algunas puertas grandes de más eco en los
medios internos que en las taquillas… Mínimos sobresaltos que contrastan con la
grandilocuencia barata y vacía de los titulares topiqueros de quienes venden el
humo de la hoguera de las vanidades.
Y es que nada ha cambiado, pese a la amenaza
de futuro de la crisis. El toreo parece caminar agónicamente por un tortuoso y
seco sendero, atravesando un desértico paisaje en el que la imaginación, la
verdad y la grandeza de antaño han quedado arrasadas por el caballo de Atila de
la avaricia y el inmovilismo.
Se han cumplido ya seis meses desde que, en
Valdemorillo, arrancara una temporada inquietante para todos, y la salud del
paciente, medio año después, deja poco margen a la esperanza, pues no ha habido
ni tratamiento de choque. Y, sin una reacción consecuente de los sectores, el
espectáculo taurino en España ha entrado en una profunda regresión no sólo
económica sino también ética y estructural, que se decanta como un problema de
mucho más difícil solución que el monetario.
Ya bien entrado el verano, pasadas las
euforias taquilleras de Madrid y Pamplona, las últimas ferias han dibujado
claramente los contornos de ese panorama desolador. Pero que, entre tanto
complaciente mediático, nadie quiera ahora acusarnos de derrotistas si
señalamos el estado de la cuestión, porque la verdadera defensa de la Fiesta
pasa por denunciar y reconocer el problema si es que queremos que el toreo se
mantenga vigente en una época tan adversa.
Y es evidente que las grandes empresas, que
deberían invertir en calidad para mantener al público en los tendidos, se han
enrocado en cambio en una torpe política de low
cost en las ferias que restan hasta final de temporada, echando ya
descaradamente de los carteles a los toreros que mantienen no ya un caché
elevado sino unos honorarios mínimamente dignos.
En su ceguera, no han reparado que esa
estrategia ya mostró sus nefastos efectos en México, allá por las décadas de
los ochenta y noventa, cuando las dos grandes empresas se repartieron el
oligopolio que provocó una crisis taurina de la que aún se está intentando
salir en esas plazas. Claro que también sucede que los toreros de la parte alta
del escalafón, que son quienes deberían tirar de las taquillas y provocar el
interés de los públicos, están ofreciendo la mayoría de las tardes un
espectáculo poco o nada atrayente.
Aunque se anunciaron ciertos “gestos” a primeros de año, al paso de
los días siguen encerrados en su propio círculo conformista, instalados en una
falsa comodidad, en esos manos a mano sin rivalidad y sin sentido. Y sin
jóvenes en los paseíllos que les inquieten ni les obliguen a competir en
sinceridad y a abandonar esa tediosa técnica defensiva que hay quien califica
de "toreo moderno".
Desde la cornada de Sevilla, y tras el único
éxito rotundo de toda la torería en esta campaña en esa misma plaza, El Juli atraviesa por un momento
complejo de su carrera, como él mismo ha reconocido, que se evidencia en el
estado de tensión que muestra en el ruedo y en una crispación física y anímica
que algunos quieren vender como "profundidad".
No es, desde luego, el mejor Juli
que hemos conocido, y quién sabe si este invierno tomará alguna decisión
drástica en torno a su futuro.
Por su parte, José María Manzanares,
del que se esperaba una temporada definitiva de liderazgo, deambula por las
ferias con una visible inseguridad, afligido anímicamente y a merced del ritmo
de los toros, en una actitud opuesta a la que debería tener para alcanzar de
verdad el estatus de primera figura.
Alejandro Talavante, tras su agridulce San Isidro, sigue recreándose en su escasa
autoexigencia, sin comprometerse plenamente con las embestidas, disfrazando de
variedad e imaginación esa, esperemos que pasajera, falta de ambición con la
que él mismo impide que sus virtudes y capacidades reales le lleven al lugar
que le corresponde…
Y mientras que un Morante al margen de
la ley compite con su mala suerte con los lotes, Miguel Ángel Perera e Iván
Fandiño intentan remontar con sorda firmeza todo ese entramado de intereses
que existe entre las proclamadas figuras y ese sinfín de toreros domésticos y
acomodaticios que le cierran el paso a una buena lista de aspirantes que el
gran público, con el toreo fuera de los medios de masas, todavía desconoce.
Pasan así unas ferias tras otras, entre una
aletargada monotonía, con toros aparentes y de mínimas prestaciones, ya sean "toristas" o "comerciales", todos poco
comidos y de mínimos bríos, mientras bravos de ganaderías postergadas por estas
figuras monocordes son desaprovechados en el destierro de las plazas menores
por toreros sin verdaderas aspiraciones.
Aunque cueste reconocerlo, aunque rocemos lo
apocalíptico, es hora ya de afrontar el triste diagnóstico del 2013: nunca
el toreo de nuestro tiempo había llegado a niveles tan bajos. Sería de
estúpidos seguir negando la evidencia. En un lento pero fatídico goteo, como un
cordero degollado en el gancho del matadero, el rito pierde su ética, y el
espectáculo su atractivo, en esta temporada sin historia.
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