FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
En ese gran espacio de comunicación social
llamado twitter me piden opinión acerca de las ferias taurinas de Francia y su
comparanza con las de España y México. Respondo que allá, en Francia, se tiene
un concepto de la Fiesta mucho más ético y estético que en el resto del mundo.
Simplemente. Tan es así que han logrado el respeto institucional para el área
taurina del Midi y el reconocimiento de la Tauromaquia como hecho cultural
incontrovertible. En Francia no utilizan los toros como elemento separador o farisaico
“animalismo”, sino como un bien
patrimonial que es menester cultivar y potenciar, siempre y cuando se garantice
la aportación del imprescindible complemento emocional que implícitamente
conllevan los elementos principales que intervienen en la corrida: el toro y el
torero. El toro, como vector en el que se integran la agresividad, el poder y
el riesgo; el torero, como vector que aglutina la inteligencia, el valor y el
arte. La resultante de este sistema de física elemental sería una fuerza de
superiores dimensiones condensada en los dos valores antedichos: la ética y la
estética. O sea, las normas morales y la belleza transportadas por dos seres
vivos yuxtapuestos y en las antípodas de la racionalidad: el arte del toreo en
su máxima expresión.
Cuando el calendario taurino se abre en
agosto, siempre es conveniente mirar a Francia. Allí se abren también las
grandes ferias de Dax, Mont de Marsans y Béziers, por ejemplo. Allí, como saben
los aficionados, no existe el “reglamentismo”.
Existen unas normas administrativas y sanitarias básicas, y punto. Allí se
vigila la seriedad e integridad del toro sobre todas las cosas, pero sin
dejarse seducir por el hierro que ostentan, de modo y manera que al que falla
se le pone en cuarentena. Lo mismo ocurre con los toreros: los que tiran de
mandanga o sobrepasan las líneas rojas de una razonable aceptación con trágalas
inadmisibles, para el tinte. Y así funcionan nuestros vecinos, en estas
cuestiones –como en tantas otras—siempre tan aislados en su mismidad, tan franchutes
ellos.
En los últimos tiempos, los aficionados
franceses le están haciendo guiños a las ganaderías con hierros más o menos
marginados y a toreros también descolgados de la cabeza del pelotón, ambos
(toros y toreros) con un bagaje de cualidades y virtudes más que suficientes
para garantizar lo que siempre fue esencia de esta Fiesta: emoción. No se trata
de un reciclaje hacia el “torismo”,
sino de una asomada a lo no previsible, a la incertidumbre, que también es un
valor de lo más cotizado. Con este planteamiento, está acudiendo mucho más
público a las plazas francesas que a las españolas y, por ende, su temporada,
es bastante más atractiva. Y una cosa más, quizá la más importante: dentro de
un nivel de razonable exigencia, en Francia los aficionados a los toros
cultivan un modus operandi de lo más plausible, el respeto. Dentro de ese
respeto, se valoran aptitudes y actitudes de unos y otros y, para bien o para
mal, se dictan sentencias inapelables. Entre tanto, aquí, en España, mantenemos
un desfasado sota-caballo-y rey, en el cual solo descuella el genio del
verdadero artista o el que practica una tauromaquia de recia personalidad. La
lírica y la épica, la estética y la ética, presentadas sin contemplaciones, son
las grandes excepciones. Fuera de ahí, nada es indispensable ni arrebatador ni,
por supuesto, apasionante.
En todas estas cuestiones, para llegar a
Francia hay que tomar la vereíta de la reconversión, que es, simple y
llanamente, un atajo. Un tajo gordo, que es lo que hay que dar a las estructuras
actuales, empezando por la legislación vigente. Son estos unos Pirineos puede
que impenetrables, con mohedas apretadas, oscuras y empinadas. Un celaje que ni
siquiera se intenta abordar, no sea que perdamos la orientación.
Para qué engañarnos, aquí, en nuestro país, no
haremos nada por reciclarnos “a la
francesa”, aún garantizando el mantenimiento de nuestra propia identidad.
Sería –dicen algunos— una deslealtad histórica. Es preferible aguantar marea
con una reglamentación obsoleta, retrógrada e injusta y unos toros y toreros
que posibiliten ejercer el divertido deporte de tirar al blanco (generalmente,
el torero) o al negro (generalmente, el toro) desde el tendido, sin invocar
éticas y estéticas, atender a razones ni, por supuesto, practicar el honorable
y saludable ejercicio del respeto. En el fondo, creo que nos va la marcha.
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