FRANÇOIS
ZUMBIEHL *
Muchos amigos, aficionados convencidos por
supuesto, se apiadan amistosamente de los que seguimos pensando que, para hacer
reconocer como patrimonio cultural inmaterial ante la Unesco la tauromaquia y
demás fiestas taurinas, el camino será largo pero no desesperado. Es cierto que
el contexto de la sociedad y de la opinión, a nivel nacional e internacional,
es muy desfavorable a nuestra afición; es cierto que la gran mayoría de los
jóvenes, desprovistos de las claves para entenderla, y bañados en el discurso
buenista del ecologismo urbano, nos consideran – según la expresión
desgraciadamente acertada del profesor Juan Antonio Carrillo Donaire al
observar esta manera de sentir – como “una secta torturadora”, y añadiría yo
trasnochada. ¿Somos, pues, víctimas de las ensoñaciones y del empecinamiento
que achacaron al genial caballero andante? Sinceramente, no lo creo, aunque me
inclino muy bajo delante de su eterna figura.
En primer lugar, por eso mismo: porque somos una
minoría cultural, y nos debemos reconocer como tal en el entorno mundial,
aunque la comunidad de los aficionados es amplísima, repartida en gran parte en
tres países europeos y cinco latinoamericanos. Precisamente, las dos
convenciones de la Unesco (2003 y 2005) tienen como finalidad evitar el
empobrecimiento que supondría la globalización de la cultura, y proteger la
diversidad que ofrecen las minorías, mientras sus tradiciones no dañan los
principios de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Se puede
afirmar por lo tanto que estas convenciones nos amparan muy particularmente.
Nos ampara también el Tratado europeo – del cual se olvidan muchos políticos
prohibicionistas – que reza en uno de sus apartados que se debe velar por el
bienestar animal, siempre respetando las tradiciones religiosas y culturales, y
los patrimonios regionales de los Estados.
En segundo lugar, porque la definición de la
cultura adoptada por la Unesco, directamente inspirada por el gran antropólogo
Levi-Strauss, nos va de mil maravillas. Es la relación obligada entre cualquier
patrimonio inmaterial y la sensibilidad de una comunidad o comunidades que se
identifican con él, que invierten en él sus valores, sus emociones, sus
principios de vida. En este sentido, la Organización internacional se prohíbe
establecer la más mínima jerarquía entre estos patrimonios. Lo que importa es
la autenticidad de los sentimientos, interpretaciones y emociones – en nuestro
caso éticas y estéticas – de los aficionados. Y ahí tenemos que poner atención:
la fiesta de los toros corresponde a la totalidad de los cinco criterios
marcados por la Convención para reconocer un patrimonio cultural inmaterial.
Claro está, es un espectáculo vivo, pero -¡ojo! – es mucho más que un
espectáculo. Aquí los aficionados no son meros espectadores que vienen a
divertirse. Como los coros de las tragedias griegas, coprotagonizan el drama
con su eco ritual – el ¡olé! –, con sus reacciones y hasta con sus divisiones
de opiniones.
Son un elemento clave dentro de los innumerables
ritos que se manifiestan en una tarde de toros. Este protagonismo de la gente
de a pie salta todavía más a la vista en las diferentes fiestas populares en
torno a ese animal totémico. Por ello es imprescindible abarcar, en la misma
solicitud de reconocimiento, la tauromaquia y todas ellas, mostrando el vínculo
que les une, cuya esencia es la confrontación con un animal indómito, la
superación del miedo, y el acercamiento a la muerte para dar más intensidad a la
vida.
Lo afirmo, si no logramos al final ese
reconocimiento, nunca será culpa de la Unesco. Será, como Don Quijote con la
iglesia, porqué habremos topado estrepitosamente con la ideología animalista,
con la dictadura de lo políticamente correcto y, más sencillamente, con la
política, la cual, demasiadas veces, mira desde dónde sopla el viento. Estos
factores externos habrán contaminado un planteamiento legítimo según el proceso
antropológico del tema.
Una candidatura de los toros ante la Unesco, para
tener las mejores oportunidades, debe ser consensuada por el conjunto de los
ocho países que comparten la tradición taurina. Éstos deberán previamente
asumir y reconocer esa tradición a nivel nacional. Por consiguiente, el camino
a recorrer por la comunidad – o militancia- aficionada no es fácil, pero es
obvio. Debe inspirarse en los principios de Maquiavelo: primero ejercer todos
los argumentos y la retórica adecuados para convencer a los responsables
políticos, luego manifestarse en todos los sentidos legales para pesar en sus
decisiones y ser respetados. Algo nos pueden enseñar otros colectivos
minoritarios que supieron de forma encomiable reivindicar en la calle y en los
medios su “orgullo”. Se trata al final de convencer a todos de que el admirado
Albert Camus – quien por cierto dejó huellas tangibles de su fascinación por
los toros – estaba en lo cierto cuando afirmaba que la mejor de las democracias
no es sólo la que aplica la ley de las mayorías, sino sobre todo la que asume
la protección de las minorías. / www.mundotoro.com
* Antropólogo
y coordinador del grupo internacional de trabajo para el reconocimiento de las
fiestas taurinas como patrimonio cultural inmaterial ante la Unesco
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