FERNANDO
FERNÁNDEZ ROMÁN
En el orden establecido por el calendario que se
viene manejando en España desde tiempos del Papa Gregorio XIII (gregoriano,
pues), o sea, hace medio milenio, año arriba, año abajo, hay dos aspectos a
distinguir en las jornadas o días especiales que lo componen: una cosa es la
fiesta y otra la festividad, aunque ambas tengan en común el ocio y el
regocijo. La fiesta viene a ser un espacio para el descanso de las fatigas
cotidianas (hasta Dios descansó un día, tras su afanosa creación del Universo)
y la festividad reclama la titularidad de un santo, una virgen o un hecho que,
a juicio de las más altas instancias de la
Cristiandad, se considere digno de glorificación. A tal fin, el
calendario tiñe de rojo estas jornadas, como si quisiera trasfundir sangre
nueva e insuflar vitalidad a las fatigas de los seres humanos. Hay, empero,
otra fiesta que también se acota en un calendario especial, el suyo: la de los
toros. Nuestra Fiesta, aquella que conjuga lo festero con la festividad; es
decir la Fiesta que arrima a su regazo el misterio de una santidad o divinidad,
reconocidas por la Iglesia de Roma.
Escribo esto la víspera del día de san Blas, que
representa algo así como la mecha que enciende la traca de la temporada taurina
española. Es el primer santo que la gente del toro invoca en cuanto se receta
el nuevo año, el primero que saca el pañuelo para que los toreros hagan el
paseíllo en pleno rigor del invierno, recrudecido por su cercanía con la sierra
madrileña. San Blas, como muy bien conoce el mundillo de los toros, es igual a
Valdemorillo, uno de los pueblos que tiene a gala ser punto inercial de una
aventura que finaliza cuando la hoja de octubre doble su primera quincena.
Escribo, naturalmente, desde el antepecho de la nostalgia, porque ya se sabía
–se temía—desde tiempo atrás que este año tampoco habrá toros en Valdemorillo.
También se sabe que su nueva Plaza cubierta
hace años que le dio el alto a los rigores de la intemperie. Pero no es
lo mismo. Por lo que a mí respecta, echo en falta aquellos forros polares,
mantas zamoranas y gorros de montaña que le daban un punto especial a la
cazuela de la plaza portátil de antaño, tras cuyo peto metálico de arriba
emergían enhiestas y solemnes –“son las Giraldas de aquí”, me dijo una tarde
heladora mi compañero y amigo Barquerito--
las chimeneas de una vieja y extinta fábrica de loza del siglo XIX. Esas
chimeneas daban “personalidad” a una tarde de toros; una tarde en que las
ovaciones bien podrían perderse en la opacidad de unas manos enguantadas, pero
llegaban con nitidez a la cálida soledad del torero y al húmedo y espeso
aliento del toro. Será todo lo incómodo o anacrónico que ustedes quieran, pero
aquello, repito, daba carácter a los festejos taurinos de Valdemorillo.
Llegado este punto --y dadas las excepcionales
circunstancias que vivimos--, miro para arriba y quiero creer que, por más allá
de las alturas infinitas, debiera haber este año un remusguillo solidario, una
especie de protesta respetuosa y
beatífica en la elite conformada por los santos que barruntan un año --otro
más-- que pueden quedarse sin toros. Aparte san Blas, hay unos cuantos más que ven
peligrar su aparición en los carteles, a saber: san José, san Isidro, san Juan,
san Pedro, san Pablo, san Fermín, san Jaime, san Antolín, san Mateo, san
Miguel, san Lucas… Entiendo que me dejaré más santos taurinos sin recoger en
este apresurado escalafón, pero si le sumamos las festividades marianas de
diversa titulación y otros acontecimientos signados como principales en la
liturgia cristiana, llegamos a la conclusión de que es un colectivo celestial
suficientemente numeroso e influyente como para que se tengan en cuenta sus
justas vindicaciones. Alguien habrá de parar una pandemia que, también en lo
que al santoral afectado respecta, supera con creces los cálculos del profeta
más agorero.
Se acaba de conocer la decisión de la Comunidad de
Navarra de suspender las fiestas de san Fermín, y la noticia nos deja de
piedra. Ello puede arrastrar en la debacle a los santos que le preceden en el
calendario taurino, algunos de los cuales, como san José, ya lo tienen asumido.
Todavía no está consensuada la tajante decisión porque el alcalde de Pamplona
ha declarado que, en virtud de la potestad que le otorga su cargo, tiene
intención de revocarla; pero la cosa pinta chunga. De los humanos, no hay que
fiarse.
Esta pandemia nos está torturando de forma
implacable. Da la impresión de que los terrenales que tienen facultad para
combatirla no acaban de dar con la tecla; por tanto, sería menester que las más
altas instancias de la jerarquía celestial tomaran cartas en el asunto y
pidieran al Supremo Hacedor que reutilice
la milagrería, que tantas canonizaciones ha proporcionado en el mundo, para
librarnos de esta peste maldita y persistente. Hay santos que tienen mucha
“fuerza” por aquél inescrutable confín.
Confiemos, pues, en los santos del cielo que
tienen reconocido su acendrado taurinismo y están tradicionalmente vinculados a
nuestra Fiesta. Para san Blas, el de las chimeneas, va nuestra primera plegaria.
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