JORGE
ARTURO DÍAZ REYES
Muy joven y bella, por infortunios económicos de
su progenitor, fue convertida en pública municipal, y lanzada a una suerte
azarosa, en manos de los alcaldes que se han turnado desde entonces. Uno de los
cuales, ya vieja, le extirpó el museo y le negoció la última cirugía plástica,
con intenciones de alargar su explotación a todas las formas posibles. Menos aquella
litúrgica para la cual nació; catedral del prehistórico culto taurino.
Así, de tumbo en tumbo, venerada, odiada,
festejada, ignorada, vejada y maquillada ha llegado hasta hoy, con ese aplomo
de anciana respetable que guarda su pasado de honor, dolor y picaresca tras un
título: “Patrimonio cultural de la nación”.
Escenario de toros y hombres, muertes y vidas,
fiestas y tragedias, valentías y miedos, hazañas y oprobios, toreo y destoreo,
sacrificios y abusos, devociones y ofensas, acuerdos y desacuerdos, ilusiones y
desilusiones, glorias y vergüenzas, apoteosis y asonadas, triquitraques y
bombas, prédicas, misas, terrorismo y hasta una famosa masacre...
Paradigma de arquitectura neomudéjar en América.
Bajo el perenne reloj que le cuenta los minutos, la evocadora estructura de
ladrillo pelado, cemento, madera, columnas, arcos, gradas, puertas, vomitorios,
tejados, palcos, arena, barandas, toriles, corrales, patios, oficinas,
terrazas, placas, esculturas, portabanderas… yace contrastando con eso que se
ha vuelto la ciudad en torno suyo. Acusándolo.
Ese posmodernista planetario acaracolado y
cupular, donde los días de corrida se arremolinan a vociferar los que quisieran
devastarla. Esas torres voyeristas de apartamentos con que un arquitecto
francés la semi circundó. Ese cubo rojizo del Tequendama, albergue de toreros.
Esa honda avenida que lleva al aeropuerto, y, del puente para allá, en la
séptima, espiándola, el mediano “rascacielos” de Colpatria...
Solo le son mayores en edad por ahí, el Museo Nacional,
antigua cárcel, y otros dos templos sacrificiales (católicos estos). El
encumbrado Monserrate arriba del cerro y el colonial de San Diego abajo. Entre
ellos, redonda, centra el paisaje. Solo también ellos han sido testigos
presenciales, de toda su vida y sus secretos, diurnos y nocturnos. Y lo serán
quizá también de su destrucción.
Que sería, sacrílega para sus fieles y de pronto
alguno que otro humanista reticente, santa causa para sus enemigos, y asunto
ajeno para ese gran resto, absorto en la sobrevivencia diaria, que ya no
pertenece a los toros.
Esa mayoría de urna, en esta urbe de aluvión que
otrora presumió de “Atenas suramericana”, y a la cual seguro lo mismo le daría
hoy que convirtieran su histórica plaza en circo de variedades, supermercado,
escombrera, o… cualquier otra cosa. Juegan con ello sus avisados políticos.
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