El
altivo califa cordobés falleció el 21 de febrero de 1941 reconocido como uno de
los grandes colosos de la tauromaquia. Su único sucesor natural sólo podía ser
Joselito
ÁLVARO R.
DEL MORAL
Diario EL
CORREO DE ANDALUCÍA
Llevaba un mes en cama pero seguía pendiente de
las cosas de su casa: de las labores camperas; de los líos y los tratos... Su
cuerpo dijo basta el 21 de febrero de 1941, ahora hace 80 años justos, en
aquella Córdoba de la posguerra que ya había alumbrado un nuevo coloso del
toreo apodado Manolete, más o menos emparentado con Rafael y llamado también al
olimpo del califato. A Guerrita le amortajaron con un severo traje corto negro.
Negra era también la botonadura y blanca, blanquísima, la camisa de cuatro ojales
que rompía aquel cuadro de luto. Murió cuando le quedaban pocos días para
cumplir los 79 años en aquella gran casa de la calle Góngora –derribada como
gran parte del horizonte sentimental de la ciudad- que había comprado con los
caudales que ganó matando toros. Ya se lo había dicho a su mujer en otro
tiempo: “la leche y los dineros para Córdoba”.
El funeral se celebró al día siguiente en la
parroquia de San Nicolás. El cadáver fue conducido desde allí al panteón del
cementerio de la Salud. Del ataúd pendían cintas que portaban Machaquito, el
marqués del Mérito, Félix Moreno Ardanuy... toreros, ganaderos y aristócratas
rindiendo homenaje a aquel altivo califa que había llegado a espetarle al
mismísimo Alfonso XIII que, en lo suyo, había llegado a ser papa. La comitiva
fúnebre se detuvo dos veces: La última, para rezar un responso delante de la
vieja plaza de Los Tejares. Antes ya habían hecho una parada delante del
célebre club que llevaba su nombre en la calle Gondomar. Con la noticia de su
muerte habían colocado crespones de luto después de bajar las persianas. No
volverían a levantarse jamás.
Rafael había pasado los últimos 45 años de su vida
pontificando desde el púlpito de ese club, rodeado de una peculiarísima corte.
En aquel salón del trono proclamó algunas de sus sentencias más lapidarias.
Pero se equivocó en dos ocasiones. La primera, cuando pidió a los aficionados
que se dieran prisa en ver torear a Juan Belmonte. Lo consideraba carne de
cañón... la segunda fue el 16 de mayo de 1920 al conocer la noticia de la
muerte de Joselito, verdadero sucesor natural de su rango: ¡Se han acabado los
toros! Llegó a proclamar en el telegrama de pésame enviado a su tocayo Rafael
El Gallo. Afortunadamente no tenía razón...
El Club Guerrita estaba situado frente al antiguo
Mercantil y muy cerca del Labradores. Todos esos casinos han desaparecido y,
con ellos, gran parte de aquella Córdoba de contraluces en la que la silueta
imponente de Guerrita seguía perpetuando el traje corto como indumentaria
canónica de los hombres del toro. Rafael gozaba de ese anacronismo que, en el
fondo, no dejaba de ser reliquia de otro tiempo. Aquel en el que fue coronado
como segundo califa del toreo para llenar con su nombre una época que había
estado precedida de otros colosos y a la que sólo siguió un hondo vacío –la
generación de los ‘naides’, que está por reivindicar- que sólo se cubriría con
la eclosión de José y Juan.
El legado
Rafael Guerra Bejarano había nacido en el Campo de
la Merced de Córdoba –vivero taurino de la ciudad de la Mezquita- el mismo año
de la trágica cogida mortal de Pepete. Guerrita era sobrino suyo ya que el
infortunado y corajudo torero había matrimoniado con una hermana de su madre,
Rafaela, que además fue su madrina de bautizo. Pepete firmó al día siguiente de
aquel bautismo la escritura que le comprometía a torear en Madrid el Domingo y
el Lunes de Pascua de 1862. En la primera de ellas, el día 20 de abril, lo mató
un toro de miura llamado ‘Jocinero’.
Aquel percance sobrecogió al ambiente taurino
cordobés y de una forma más directa a los parientes y deudos del infortunado
Pepete, entre los que se encontraban los padres de Rafael que sólo tenía poco
más de un mes de vida cuando su tío inauguró la larga lista de toreros muertos
por reses de Miura. Pero aquella muerte pesaría, lógicamente, en la frontal
oposición familiar a las precoces inclinaciones taurinas de Rafael, favorecidas
por el nombramiento de su padre como conserje o llavero del Matadero de Córdoba.
Y ‘Llaverito’ se apodó antes de adoptar el definitivo apodo de Guerrita con el
que le aclamaron los públicos de Madrid cuando aún sólo era un banderillero de
cuadrillas como las de su compadre Fernando Gómez ‘El Gallo’ o su maestro
Lagartijo, que le concedió la alternativa en la madrileña plaza de la Carretera
de Aragón el 29 de septiembre de 1887 con un toro de Francisco Gallardo llamado
‘Arrecío’.
Fueron doce temporadas completas como matador en
las que se mantuvo a la cabeza de los escalafones de la época sin lograr que
nadie le hiciera sombra. “No me voy, me echan”... llegaría a exclamar el
orgulloso califa cordobés acosado por los mismos públicos que le encumbraron y
que a punto de cerrarse el siglo XIX ya estaban cansados de su altanera
hegemonía. Rafael detentó el trono absoluto del toreo en los últimos lustros
del siglo XIX. El 15 de octubre de 1899, fecha de la retirada de Guerrita en la
feria del Pilar de Zaragoza, se puede considerar el cierre de toda una época
marcada por esa férrea dictadura, la de un torero que además debe ser
considerado nudo fundamental de un concepto taurino basado en el dominio total
que sólo tendría continuación más de una década después de su marcha.
Competidores imposibles y un único
sucesor
Y es que a Guerrita no hubo torero que le hiciera
sombra. No lo hizo el carismático Reverte; tampoco pudo el arrojado y torpe
Manuel García ‘El Espartero’, que gozaba del favor de los públicos pero
acabaría despanzurrado en las astas del miura ‘Perdigón’. Y aunque el propio
Guerrita, “después de mí nadie; después de nadie, Fuentes”, había preconizado a
ese fino torero sevillano como balbuceante sucesor, la verdad es que la fiesta
entró a raíz de su retirada en unos años de barbecho, de toros duros y toreros
honestos, que sólo recuperaría el esplendor una década después.
Los cuatro ases: célebre fotografía que retrata a los cordobeses Guerrita y Machaquito con los hermanos Gallo. |
La semilla estaba echada. El tronco torero
encarnado por Guerrita acabaría reinjertándose en la familia gaditano-sevillana
de los Gallos –el propio Guerrita había bebido de esa fuente el tiempo que
perteneció a la cuadrilla de Fernando Gómez- y reverdeciendo de una manera
exultante en el joven Joselito que, como el futuro rey Arturo, fue capaz de
sacar de la piedra la espada que Guerrita había dejado para quien se hiciera
digno de ella. No se ha escrito demasiado de ello pero hay que considerar a
Joselito como el nexo de unión de las escuelas decimonónicas nacidas al amparo
de los mataderos de Sevilla y Cordoba. Fernando El Gallo, padre de Joselito,
había sido un torero de enormes cualidades que había bebido de los grandes
diestros del siglo XIX, de una manera especial de Lagartijo, I Califa del Toreo
y maestro de Guerrita, al que pediría en su lecho de muerte que velara por su
familia. Todas aquellas enseñanzas acabarían confluyendo en la placita de la
huerta de Gelves donde nació José. Gallito asumió la enciclopedia del toreo
decimonónico para poner, junto a Belmonte, las bases del toreo que aún estaba
por llegar. No, tampoco entonces se habían acabado los toros...
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