domingo, 28 de febrero de 2021

El Supremo consagra al torero como artista del instante

Artículo de opinión de François Zumbiehl sobre la sentencia que no permite registrar la faena como obra de propiedad intelectual
 
El fallo del Tribunal Supremo, desestimando el recurso del maestro Miguel Ángel Perera para hacer reconocer su derecho a la propiedad intelectual de una determinada faena suya, puede parecer quitar méritos a una actuación torera para ser considerada como una obra de arte. Pero, aunque esto venga formulado más bien de manera implícita, creo que por el contrario resalta la excepcionalidad del toreo en el campo y en la jerarquía de la estética; lo que ya inmortalizó la convocatoria de un homenaje al joven Juan Belmonte, redactada en 1913 por artistas y escritores de la talla de Valle-Inclán, Pérez de Ayala y Sebastián Miranda.
 
Quiero ser prudente, pues no soy ningún experto jurídico, pero opino que la clave del fallo está en que no se puede otorgar a una faena el estatuto de objeto artístico, en consecuencia, repetible sino permanente, y cuya autoría sería identificable y atribuible a la mente exclusiva de un torero. La diferencia con una coreografía, que ella sí puede ser plasmada en una notación, me parece acertada. Todo o casi todo en el toreo es impermanente, aunque las bellezas anheladas en él se refieran a una perfección eterna y obsesiva– esa ‘faena ideal que cada torero lleva dentro y que nunca llega a cuajar del todo en el ruedo’.
 
Es una obra de arte, ni los jueces del Supremo lo dudan, sublime por más señas, precisamente por ser efímera. Volvamos al texto desafiante de la convocatoria de 1913: ‘Capotes, garapullos, muletas y estoques no son instrumentos de más baja jerarquía estética que plumas, pinceles y buriles; antes los aventajan, porque el género de belleza que crean es sublime por momentáneo‘.
 
Esta belleza es, por otra parte, una creación en el acto, que depende de un momento determinado. Todos los toreros escuchados lo confirman: nunca sale buena una faena ideada y predeterminada desde el hotel. Ellos, y todos los artistas de todos los géneros tienen que sentirse inspirados para dar lo mejor de sí –en eso no hay ninguna diferencia – pero en su caso la inspiración depende también -¿sobre todo?- del aire, del clima, del público …y del toro.
 
El toro no es ninguna materia prima inerte, es un ‘colaborador‘ con todos los matices antropomórficos utilizados en el lenguaje taurino (‘noble, reservón, entregado, agradecido…’), que hay que saber interpretar, desde luego, pero al que hay que permitir también expresar su particular bravura. ¿Por colaborar en el éxito de una faena, merecería ver reconocida su parte de derechos de autor él o su ganadero? En su sentencia el Supremo no llega a este nivel de ironía declarada, pero algo deja entender sobre el tema.
 
Lo que sí queda claro es que el público, con su eco y su sentimiento, juega un papel importantísimo en el desarrollo y en la culminación de la faena. Si no la respalda, si no la celebra con sus oles, el torero y su obra se vienen abajo. Hay un triángulo mágico e imprescindible para su eclosión, que son el torero, el toro y el público. Figuras tan diferentes como El Viti y El Cordobés lo han proclamado. En este espectáculo el respetable no es mero espectador; coprotagoniza la función como el coro de la tragedia griega. Y no sólo renuncia a cobrar derechos, sino que paga su entrada.
 
Con estas reflexiones no pretendo resolver el problema complicado de la propiedad intelectual en relación con los derechos de difusión de imágenes por la televisión y otros medios, imágenes a las que son reticentes muchos toreros, porque éstas nunca abarcan y conservan el conjunto mágico del instante.
 
Sólo quiero sugerir, en clave antropológica, que una faena por su inconfundible belleza es una obra de arte –claro está– pero es también un momento irrepetible, de alguna manera subjetivo, como lo induce el Supremo,  en el que entran, al lado del torero -actor, artista principal y jefe de orquesta-, varios otros componentes para hacer posible la composición de la sinfonía. Y en esta clave, yo diría que la propiedad intelectual de la obra dibujada en la arena pertenece a todos aquellos que la recuerdan; al torero y a los aficionados mientras viven. / MUNDOTORO

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