Antes
de nada, querido Buñolero, déjame que justifique el inicio de este epistolario,
a sabiendas de su carácter impenetrable y marginal respecto de los cánones
postales y del yuyu que pueda acarrear para el que suscribe tan esotérica
actividad, cual es la de cartearse con los muertos; pero creo que es saludable
tener a mano periódicamente las impresiones, inquietudes y doctas observaciones
de quien, como tú, ha estado pegado al toro durante más de sesenta años entre
dos siglos ya tan lejanos y ha dado suelta a muchos miles de ellos, de todo pelaje, clase y condición.
Escribes
desolado, Buñolero, desde tu atalaya de privilegio –inabordable para los de carne mortal–, y
clamas justicia para el toro, ante la imagen actual que nos ofrece, tan
distante y tan distinta de la que tan bien conoces, esto es, la de un soberbio
tótem ibérico de furia incontenible que exhibe su poderoso armamento. Te da
grima verlo ahora, en posición de prevengan—denominación de las viejas
ordenanzas castrenses a la actitud de ataque en el soldado–, pero como de broma. Clamas al cielo que tienes tan a mano
contra esa estolidez supina que consiste en amenazar con el arma letal metida
en la vaina, en conserva, envuelta en un burdo vendaje, como si el toro
estuviera a punto de recibir una llamada de Gila preguntando por el enemigo. O sea, el cuadro deslumbrante de
lo auténtico convertido en caricatura. Te comprendo, ¿no he de comprenderte?
Pero,
verás, amigo mío:
El
hecho de ponerle fundas a las llamadas “defensas”
del toro no es más que otra defensa: la de los ganaderos. Más bien te diría que
es su autodefensa ante el llamado “síndrome de las doce”. De la
mañana, se entiende. En tus tiempos, Buñolero, tal síndrome ni siquiera
se barruntaba porque el reconocimiento del ganado en los corrales de la plaza
era puro trámite, y nadie osaba ponerle el mingo al duque de Veragua,
Bañuelos,
Aleas, Saltillo, Miura… o las viudas de Murube y Concha
y Sierra, pongo por caso. Entonces los ganaderos tenían su cartel y sus
rifirrafes entre ellos por ostentar beneplácitos y primacías. El ganadero
mandaba. Mandaba en lo que tiene que mandar, en lo suyo, de tal forma que, como
bien sabes, los toros que soltabas en la vieja plaza de la puerta de Alcalá y
en la “nueva” de la carretera de
Aragón llegaban a la lidia como la vaca que los parió y salían al ruedo por el
orden que a su dueño le daba la real gana. Ser ganadero era un lujo, un
capricho, el precio de la vanidad del terrateniente; por tanto se entendía no
como una ocupación lucrativa, sino como un blasón ostentoso de la nobleza o el
mejor título de los que “solo” eran
muy ricos y querían –necesitaban—entrar en los círculos sociales de mayor
rango, de suerte que, para un ganadero, fracasar por ejemplo en Madrid suponía
una terrible afrenta; para algunos, como Faustino
Udaeta, irreparable; tanto, que tras una tarde nefasta en la corte mandó
apuntillar la ganadería.
¡Cómo han cambiado
las cosas!
Ya no hay ganaderos románticos. Criar toros bravos se entiende como un negocio
pecuario, alguno en régimen de cuasi estabulación. El romanticismo no es
negociable. Sobran toros por todas partes y abundan criadores, antaño
prestigiosos, que están “a tres menos
cuartillo”, como decía mi madre; o dicho en lenguaje coloquial, tiesos como
una regla. Sobra la oferta. Se ve a los portadores de apellidos ilustres rendir
empalagosa y vergonzante pleitesía a las figuras del toreo que les hacen el
honor de matar sus toros y extreman las precauciones para que el material
bovino llegue sin deterioro a su destino. Y ahí entran en juego las fundas.
Las
fundas en los cuernos del toro son un profiláctico taurino, ideado para
salvaguardar la materia somática del toro más vulnerable, la más proclive a
deformarse por causas naturales y, al propio tiempo, la más susceptible de ser
manipulada. El póntelo/pónselo de la nueva ola. Afortunadamente, fue tanta y
tan eficaz la persecución del fraude por “afeitado”
de las reses que su práctica se ha reducido a las plazas de menor entidad,
aunque sigan existiendo ignorantes, malévolos o aliados de la protervia que todavía
ven brujas por los rincones de los grandes escenarios. En semejante tesitura, a
tal punto les había subido la fiebre de la suspicacia a los fiscalizadores
oficiales (veterinarios, presidentes, delegados, aficionados con pujos de
entendidos o profesionales del varapalo), que los ganaderos han tenido que
salir al contraataque, esta vez con total impunidad. Primero, optaron por
sacarle punta al cuerno, con tanta habilidad (o más) que cuando lo despuntaban
y no les echaron el guante, y luego echaron mano de las fundas. Las fundas son
la nueva panacea, la piedra filosofal, el bálsamo de Fierabrás de los ganaderos
que tienen el mercado a favor. Con las fundas, el toro ni se astilla, ni se
redondea el cuerno, y salvo percances fortuitos en las dependencias de la
Plaza, éste difícilmente será motivo para rechazar al toro en el reconocimiento
previo a su lidia.
Así,
pues, enfundar las armas del toro durante el régimen de crianza –operación tan
esperpéntica como desagradable, incluso para el propio animal—no es una moda,
sino una consecuencia propiciada por la imperiosa necesidad de vender que
tienen nuestros ganaderos. ¡Claro que el
toro astifino impone respeto!, pero los hay con los pitones como leznas que
no tiene la más mínima seriedad, y dícese que se “tapan” por la cara.
Estamos
de acuerdo, venerable Buñolero, en que estas prácticas
preservatorias envilecen a un bellísmo
animal y dañan a la vista; y, sin embargo, si no hubiera proliferado tanta
golfería y alguien se hubiera preocupado de justificar la existencia del toro
astigordo (los hubo toda la vida de Dios, y se lidiaban) o de explicar que el
cuerno se puede astillar de mil maneras (sin que, necesariamente, sea una
operación fraudulenta) las fundas no estarían ahora en el candelero de la
testuz del toro ni despertarían tu estupefacción y tu repulsa.
En
fin, que, de momento, hay que tragar con la funda del cuerno, salvo que alguien
demuestre su inoperancia o su lesiva repercusión en el desarrollo del mismo.
Existen, por supuesto, ganaderos como Miura, Victorino, Cuadri, Dolores Aguirre
y algún otro que todavía aguantan el tipo, a base de confiar en el material que
manejan, o de añadir al pienso una sustancia llamada biotina, que endurece el
cuerno; pero hasta los más paradigmáticos, explosivos y tajantes en su férrea
defensa de la crianza tradicional, como el conde de la Corte, se la han
envainado. La altanería y la cosa del cuerno. La pela es la pela. A ver si me
entiendes…
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