FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
Al ministro Wert, titular de las áreas gubernamentales de Educación, Cultura y
Deporte, se las dan por todos los lados y de todos los colores. Le llueven los
palos en cuanto esboza cualquier proyecto (sea o no de ley), cualquier
iniciativa o, simplemente, cualquier comentario en clave coloquial (en plan
colegui) con la clase periodística. Todavía no le han zurrado la badana en los
temas deportivos, pero que se ate bien los borceguíes, porque como se le ocurra
poner la pinza de los recortes en la cosa del fútbol, le cae la del pulpo. Los
ministros deberían ser como los árbitros: cuanto más desapercibidos pasen,
mejor. También se aconseja practicar ese difícil equilibrio operativo que
consiste en “estar sin estarlo”, como
decía el poeta Duyos del peón Blanquet, para valorar su eficacia.
Pero como al ministro en cuestión le gusta “dejarse
wert”, le pasa lo que le pasa. Que se gusta, vamos.
Me vale el introito para entrar en materia:
En los días finales del año recién finado, a José Ignacio Wert se le ocurrió salir a
los medios (no de comunicación, sino de un ruedo informal) y filtrar el nombre
de alguno de los premiados con la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes,
en su nueva edición, sin mencionar a torero alguno y le citaron a banderillas
de fuego unos cuantos colegas; los mismos que, cual galápagos abochornados, han
tenido que envainársela tras la concha del burladero de los petardos. Resulta
que nadie mencionó la exclusión de toreros, antes al contrario, se tienen in
mente dos grandes artistas –uno a título póstumo–, que serán acreedores de tan
grandísimo galardón. Es lo que tiene opinar sin tener conocimiento, certeza o
verosimilitud acerca de lo que se opina.
Todo apunta a que Diego Puerta, recientemente fallecido, será el designado para
premiar su muy castigada, pero impecable trayectoria. Es muy justo. Fue uno de
las grandes figuras de aquella época dorada de los 60, donde se batió el cobre
con una baraja de toreros inmensos, cada cual con su estilo, pero tan
diferentes entre sí que eran fácilmente reconocibles en cualquier fotografía
toreando de espaldas. Puerta, Camino
y El
Viti, ¡menudo cartel! Y si
por medio entraba El Cordobés ya se fundían los plomos. O Palomo, que no daba cuartelillo a nadie y tenía una insaciable
hambruna de triunfo. Puerta, pues,
Medalla indiscutible.
Ahora bien, para la adjudicación de la segunda
Medalla la nómina es cada vez más exigua; y sin embargo, a uno le embarga la
zozobra solo con pensar que se puede quedar fuera de las nominaciones –¡otra vez!– uno de los toreros más
grandes, más importantes y más decisivos de los últimos cincuenta años. Me
atrevería a decir –y lo digo— que dejó escrito uno de los capítulos
fundamentales para entender la evolución del toreo a lo largo del siglo XX.
Como todos los genios, un transgresor. Como todos los grandiosos artistas, un
bohemio que solo es esclavo de su arte. Francisco
Manuel Ojeda González es el hombre. Paco Ojeda, el torero.
Dice el epígrafe de tan celebrado premio, y
conviene insistir en ello, que las Medallas en cuestión se otorgan a quienes
presentan una trayectoria que acredita el Mérito en las Bellas Artes, con lo
cual se reconoce de facto, pública y oficialmente el toreo como tal, y el acto
de dichas concesiones lo preside y las entrega la más alta jerarquía del Estado,
el Rey. O sea, que no se premia a mejores o peores toreros, artistas más o
menos estilistas o lidiadores más o menos arriscados. Se premia el Mérito. Y es
por ello que reivindico para este año la Medalla de Oro para Paco Ojeda. ¿Quién de su generación, incluso de las anteriores y posteriores, puede
presentar una hoja de servicios con más Méritos en los ruedos que Paco Ojeda? ¿Quién revolucionó el toreo
de su tiempo y puso a torear a sus coetáneos siguiendo –como buenamente
podían—el trazado de sus normas? Ojeda
puso en práctica el aserto del Belmonte:
“el
toro no tiene terrenos en la plaza; todos los terrenos son del torero”.
Y obligó a los toros a ir y venir en su derredor, sin mover un músculo,
imponiendo su ley, mandando absolutamente en el toro y en cada suerte. A
mayores, toreando con una profundidad, una cadencia y un empaque que parecían
imposibles en semejantes angosturas. Nadie lo ha podido remedar. Sus epígonos
no le llegaron al lazo de las zapatillas, ¿saben
por qué?: pues porque Paco Ojeda
improvisaba, y los imitadores ponen papel de calco, pero no saben improvisar. También
discurría en la cara del toro –valor absoluto del valor- y conversaba con él sotto voce, como aquél Robert Redford que susurraba a los
caballos. Los que vimos a Paco Ojeda
en aquellos años 80, jamás olvidaremos sus tardes memorables, irrepetibles. El
dominio del arte y el arte del dominio en una sola pieza. Simplemente, genial.
Si el ministro Wert no entiende de
esto –y me consta que suele ir a los toros–, que pregunte a alguno de sus
buenos amigos y mejores aficionados. Ellos le asesorarán y, de paso, le
librarán de una nueva azotaina.
Tengo para mí que Paco Ojeda se va a ir de los ruedos sin haber llegado al culmen de
su capacidad creadora. Por eso no podemos permitirnos que se vuelva soslayar su
Mérito en las Bellas Artes y se le hurte por enésima vez su Medalla. Dejar
fuera de este encomiable y codiciado premio a un fuera de serie es un
contrasentido y un acto de lesa majestad. Ojeda forever. Mis respetos,
Monstruo.
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