Tarde grande del
torero extremeño: valor, temple, calidad, pureza, elegancia. Nunca había
redondeado tanto en Bilbao. Dos notable toros de Alcurrucén reunidos en su lote.
BARQUERITO
Fotos: EFE
Los dos toros de Perera –segundo y quinto, colorados
y calceteros, lavados los dos- fueron
los de más carnes de la corrida. No los mejor rematados, porque el cuarto ganó
a todos en porte y distinción, pero casi. Mulato, ese cuarto fue el único negro
de una corrida de paleta florida. Colorado
berrendo, de culata inmensa, el primero tuvo aire de frisón. Retinto el sexto, demasiado escurrido,
descarado, protestado por ser tan sacudido y pellejudo. Como cerraba festejo,
el contraste salía de ojo. Ese toro sacó, además, genio intemperante y
revoltoso. Tardo, listo, agresivo, de pegar gaitazos. De no descolgar pese a
ser de cuello agalgado. No era toro para Bilbao.
Sí los demás compañeros de viaje. El más en el
tipo clásico de Rincón, el toro ensillado que va descolgando poco a poco y
gatea antes de sangrar, fue el tercero de la tarde, y por eso se enlotaría con
el galgo flaco. Corrida, por lo tanto, bien surtida. Es gentileza habitual de
los ganaderos. La ganadería es larga, hay donde escoger.
Perera tuvo de su lado la fortuna: los toros de más cuerpo, los de más
entrega también, los de más predecible conducta. Si uno conoce las razones del
encaste, mejor, porque las señales fueron inequívocas. Corretón de partida, el
segundo volvió contrario después de haberse querido soltar y, cuando se fijó y
quedó a engaño puesto, sacó el son templado que distingue a los alcurrucenes de calidad. El quinto, muy
pechugón, ligeramente abrochado pero bien puesto, salió abanto, frenado,
distraído y con ganas de largarse. En el merodeo a escape, interrumpido por un
puyazo que tomó corrido y otro cobrado por libre, se movió con compás ligero y
fiable.
Perera vio muy bien esos dos toros, supo qué hacer con ellos, cómo tratarlos
y, en fin, templado como siempre y hasta más que nunca, no se dejó ni rozar la
muleta por el segundo. Esa fue faena a cámara lenta: muy complicado aquilatar
tanto las embestidas, pulso caro en toreo puro, ligado, embraguetado, solemne
pero natural. Toreo de mano baja en tandas de cuatro o cinco y el de pecho.
Antes del remate de pecho, un cambio de mano improvisado o calculado. Una
sutileza. Fue, además, faena medida de tiempo.
Cuando sintió Perera que el toro no daba más de lo que daba, se adornó con una
madeja del repertorio propio, se lo dejó ir envuelto en un gracioso molinete, cambió presto de espada.
Presto cuadró. Pasó con fe con la espada. Una entera letal. Sin tiempos muertos
ni voces, la faena, tan llena, llegó mucho a la gente. ¿Por el ajuste, por el temple, por la seriedad, por la formalidad?
Por todo a la vez. Ni un gesto de más, ni una concesión a la galería. La
elegancia. No es común ver a nadie tener tan en la mano un toro tan astifino.
Espléndido el gobierno de Perera, que repitió en la segunda baza y puso entonces la carne en
el asador. Sangre fría por fuera, herviría por dentro. Como ha sido esta
temporada torero perseguido y castigado por muchos de los que dan toros, Perera salió en el quinto toro a
redondear. El ánimo de cortarle las orejas al que fuera. Y fue ése de tan
peculiar estilo. Un toro que tuvo por la mano diestra recorrido, prontitud y
nobleza. Pero echaba por la izquierda la carita arriba. Le costaba más.
Ahora fue faena de verdad brillante. Perera abrió en los medios con una
tanda extraordinaria: de largo le vino el toro a galope y él lo espero a pies
juntos con el engaño escondido y solo blandido en el último momento para librar
un inmaculado péndulo. En sus crónicas de la reciente feria de Gijón para El Comercio, Suárez-Guanes ha rescatado el término años cincuenta -¿vintage?-
de "péndulo" para ese
muletazo cambiado por la espalda que procede en puridad del repertorio
mexicano.
Un péndulo despacioso y no brusco, que es lo
difícil. Suaves, largos y a suerte cargada los cinco muletazos que en el mismo
terreno y sin rectificar cosió Perera
al mayúsculo primero. Una breve pausa y, más en el tercio que en los medios,
atacó Perera con la diestra: cinco
muletazos enganchados, templadísimos, ligados, ceñidos, muy lento el dibujo. Y
el de pecho. Gran clamor, que vino a subrayar dos tandas más de idéntica
factura. Fantástica versión del toreo de brazos. Insuperable el encaje del
torero. Natural la parsimonia.
Faltaba la tanda con la izquierda, obligada en
las faenas mayores. No fue igual el ritmo del toro, pero, más empeñoso que
terco, Perera insistió, toreó
ayudado con la espada, no perdió ni un paso y decidió dejar en paz al toro. Una
tregua menor. Para volcar el ambiente, Perera
se enredó, como en sus años de principiante, en ovillos y bucles a la manera de
Ojeda. Entre pitones, respiró como
si nada. Soltó al toro a su antojo y, a su hora, lo mató. Una estocada
perpendicular y sin muerte. Un descabello. Una oreja, casi dos. De pie la gente
cuando Perera dio la vuelta al ruedo
con gesto de satisfacción. ¡Vaya tarde!
Ni Ponce
ni Fandiño resistieron el contraste.
Ni los toros de lote. El primero de Ponce,
por tardo; el otro, por probón, remolón y por enterarse. Los dos de Fandiño por distinta razón: el sexto,
por revolverse, y el tercero, porque no se sintió ni dominado ni libre. Fandiño se puso con éste en terreno de
riesgo y el toro lo defendió. Fue faena de emoción por eso. Ponce cortó con el cuarto enseguida. Al
primero le pegó muletazos sueltos y académicos. Anduvieron diligentes con la
espada uno y otro.
FICHA DEL FESTEJO
Seis toros de Alcurrucén
(Pablo, Eduardo y José Luis Lozano). Corrida muy
astifina, variada de hechuras y bien cortada con la excepción de un sexto flaco
y sin plaza. Segundo y quinto, los de mejor condición. Cuarto y sexto, los
menos propicios. Manejables los dos restantes.
Enrique Ponce, de carmín y oro, silencio y
ovación. Miguel Ángel Perera, de
carmesí y oro, oreja y oreja. Iván
Fandiño, de yema y oro, ovación tras un aviso y silencio.
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