ZABALA DE LA SERNA
Los veía pasar desde el silencio, como un cazador emboscado. Los pantalones caídos hasta enseñar los colores de los calzoncillos como si fuesen banderas tribales, la blackberry en continua actividad en las manos, las zapatillas gastadas de patear las calles y los túneles del Metro en busca del Santo Grial de la botellona, unidos según las vestimentas, pues nos todos responden a la descripción, y los hay con abrigos negros y largos como capas, la palidez del rostro reluciente sobre el luto de las rayas negras de los ojos y las perneras estrechas hasta ahogar los tobillos. Todos en el rebaño de una juventud recental, explosiva o desengañada, tan pronto, ya ves. Y pensaba interiormente lo lejos que caminan del toreo en su autismo volcado sobre el ordenador y la consola. Nuestro mensaje les cae por Alaska cuando pretendemos atraerlos a la Patagonia en primavera. Zascandilean por otros derroteros mientras en el pequeño mundo del toro nos empeñamos en quitarnos la cabeza a garrotazos, enterrados hasta las rodillas, como gañanes goyescos. La productividad taurina del invierno suele ser ésta. Y, más que sangre, salpica caspa. Modos burdos de negociar y perder la razón por el camino, con el único objetivo de la moneda incluso partiendo de una base de legitimidad.
En mitad del páramo de Invernalia, cuando las heladas de la ambición queman la hierba de los valores de la ética y la estética, el ejemplo de superación de Juan José Padilla ha provocado que nos miremos de arriba abajo en el espejo de la vergüenza, expuestos a una radiografía que sonroja. En qué estaríamos pensando: “¡Eh, chavales, mirad, el espíritu de un hombre renacido en el toro!” Padilla no se resigna al destino con gesto de John Wayne y el parche cargado en la mejilla izquierda. Y como recompensa ahora ve un panorama que antes de Zaragoza asumía inalcanzable con la inteligente consciencia del guerrero que sabe que su puesto se encuentra en las alambradas del frente, salvo en su tierra de Jerez, donde saboreaba los carteles de miel y azahar. El Ciclón conocía su ruta de pedernal, por la que se había labrado el futuro de sus críos y el mañana de su historia: miuras, albaserradas, rosales de espinas sin flor. Las cicatrices de balas perdidas que rozaron la yugular en Pamplona o San Sebastián. Dicen que ahora ha preparado una colección de parches de colores para entonar con los ternos, tal es su ilusión. Como José María Manzanares las bandas elásticas musculares que asoman por su muñeca para reforzar el tendón del temple. Olivenza se engalana a la vuelta de la esquina y Juan José Padilla se liará el capote de paseo mentalizado para una batalla de ángulos muertos. A su lado la esperanza y su amigo Morante de la Puebla con aroma de La Habana. No habrá en toda la temporada un paseíllo más emocionante. ¿Estaremos los demás a la altura, preparados para el shock?
Cada día que transcurre queda más atrás la aciaga fecha de octubre en El Pilar. Entre los recuerdos fatigados de ansiedad, la figura enjuta de Diego Robles se mantiene como se mantuvo entonces, firme, inquebrantable, serena en mitad de la tormenta perfecta. Toño Matilla, su apoderado en la sombra, me llamó una tarde del reciente enero pasado para contarme, previa promesa de silencio con fecha de caducidad, que Juan José había matado en su finca de Peña de Francia su primer toro, que le había tirado una larga cambiada de rodillas, que lo había despachado de un espadazo por todo lo alto y no sé si también lo floreó con tres pares al violín o esto ya forma parte de la fantasía del periodista. Y entonces asomó el detalle de la caja con los parches de colores que como secreto había guardado hasta hoy y a lo mejor un día salen a la luz, o tal vez no, pero que representan muy bien el espíritu irreductible de Juan José Padilla, la ilusión del Arco Iris contra la negrura de la noche del pesimismo. Amanece para Padilla una nueva etapa. Una nueva vida.
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