FERNANDO
FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman
@FFernandezRoman
Entre fríos, lluvias y nieblas, camina enero, que
aquí en España es el mes que tiene al mundo de los toros metido en la nevera.
Asomas la gaita por encima de la chalina que mediotapa la nariz para olisquear noticias y te quedas in albis.
Nadie sabe nada, todo está en proyecto. El periodismo de toros se las ve y se
las desea para encontrar algo de interés que llevarse a la boca de su portal de la Red, emisora de radio,
pantalla de televisión o sección en prensa escrita.
Enero es el mes de la incertidumbre para la
información taurina, desde luego, pero también es un generador infatigable de
expectativas, esperanzas e ilusiones para quienes hacen visera con la palma de
la mano y visaje con las pestañas para ver si ve algo. Y no se ve nada. Son los
que están a la expectativa de un impreciso o borroso futuro y los que han
empeñado su palabra en aclararlo, en su calidad de hábiles e influyentes
gestores, en este último caso, los receptores de una inconcreta promesa que,
lejos de alimentar esperanzas mantiene la brumosidad: “no te preocupes, a ver
si encuentro un hueco, ya hablaremos”. Esta es la frase habitual del inquirido
hacia el inquiridor, normalmente el empresario de alto bordo y el nuevo
apoderado respectivamente; aquél, enfrascado en el enredo de atar a las figuras
para consolidar el núcleo de sus carteles, y éste en la tarea de cumplir su
promesa –por demás quimérica, generalmente–, de instalar a su poderdante en el
puesto que merece, es decir, de
encontrar “un puesto donde ponerle”, que es cacofonía sintáctica de uso
habitual entre la gente de coleta (postiza) y aledaños. No se trata de un
puesto en el mercadillo, sino en el de la “milla de oro” del Manhattan taurino
español.
Así se las gastan los nuevos apoderados de
aquellos toreros –figuras aparte, ¡solo faltaría!—que terminaron la temporada
con la indigestión que provoca el desencanto de la escasez de contratos. Nuevos
apoderados y, a la recíproca, nuevos poderdantes que surgen como consecuencia
de las rupturas entre toreros y representantes, hecho habitual que tiene lugar
todos los años a final de temporada. Se produce y se reproduce entre los meses
de octubre y noviembre, cuando llegan las primeras lluvias y se rescatan los
últimos soles, como los níscalos en los pinares de Matapozuelos, donde llenaba
grandes cestos en mis años mozos, dicho sea sin ánimo de molestar a nadie. La
situación (no de los níscalos, sino de los toreros y sus nuevos apoderados)
siempre se presenta escenificando una fingida cordialidad en la ruptura de
entrambos y un mensaje de felicidad que destilan los integrantes del nuevo
proyecto, utilizando los estereotipos de una frase para la despedida, “de común
acuerdo”, y otra para la llegada del nuevo compromiso, sellada con “apretón de manos”. Por lo que a mí respecta,
esas manos apretadas que se manifiestan virtualmente como un acto de mutua e
inmarcesible lealtad, me produce enorme ternura y, a la vez, una lacónica
dubitación. Representan la fe en el encuentro de la “tierra prometida” que,
según la Biblia, Dios aseguró para el profeta Abraham o la del “potosí” que
Pizarro prometió a los aventureros conquistadores, llevadas ambas al espectro
taurino.
En estos días fríos de enero, la cabeza de un buen
número de toreros es una fuente de insomnios. De buenos toreros, se lo aseguro; porque,
actualmente, los toreros que “saben torear” completan un ejército de apreciable
contingencia. Los ves practicando de salón o en tentaderos y se te abre la boca
de admiración. No hay jovencito ensoñador de triunfos y glorias que no mueva
las telas de torear con suprema elegancia y exquisito temple. Y no digamos ya
los curtidos en cien batallas que se encuentran orillados por causas varias,
pero de clase indiscutible. ¿Qué hacemos con tan abundoso material?
La realidad es que, en estos momentos, la tendencia
a celebrar festejos está en curva descendente. Véanse los números de sucesivas
anteriores temporadas y verán que el panorama es preocupante. Cada vez, menos
corridas y un número ínfimo de novilladas. Ésta es la dura verdad; por tal
motivo, los del apretón de manos tienen que estar en un sinvivir cuando llega
el mes de enero sin que las buenas noticias hagan su aparición con la
puntualidad prometida.
Un año más, en enero se empiezan a congelar las
ilusiones de decenas de valores contrastados, difuminados u ocultos entre su
niebla. En descargo de la gestión de los mentores, diré que no lo tienen fácil.
La familia taurina, numerosa donde las
haya, se ve engullida por su propia numerosidad en sus muy variadas vertientes.
La proliferación de candidatos es abrumadora, por tanto la probabilidad de
hallar el resquicio perseguido, es escasa; pero que nadie pierda la esperanza,
porque nunca se sabe dónde está la liebre encamada. Ya ven, vuelve a los ruedos
Talavante, acompañado por Joselito, en funciones de apoderado –¡qué “nuevo” más
experto– y todavía tenemos fresca en la memoria la exultante explosión de Pablo
Aguado. Siempre habrá algún aliciente para nuevos gozos o un “tapado” al que
aferrarnos, a pesar de la tenebrosidad de enero.
No echen tantas culpas al “sistema”, resobado
término que hace a todo; “sistemas” siempre los hubo y la fiesta de los toros
ha vivido momentos de auge y esplendor incuestionables, a pesar de la atávica
necesidad de los españoles –más aún de los aficionados a los toros— por practicar
la flagelación de lo propio, con ese afán por incidir en la mácula con más
ahínco que por reconocer y resaltar lo espléndido.
La autodestrucción –qué cosas– ha llegado a ser
una de nuestras señas de identidad. Eso
sí, “de mutuo acuerdo”.
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