Mientras los aficionados carezcan de
capacidad moderadora
No ya
por el pleito de la Empresa Pagés con las figuras, que es un hecho episódico
que se acabará diluyendo en una perspectiva histórica más amplia. Antes de todo
eso, ya estaba encima de la mesa del toreo la búsqueda de un nuevo reparto del
poder en la Fiesta, que se pretendía que resultara más equilibrado para todas
las partes. Todavía hoy andamos en esas. Pero lo más probable es que se trate
de un camino que no lleve a ninguna parte. Los intereses contrapuestos de los
sectores taurinos, que están en la propia entraña de la Tauromaquia, siempre
han contado con factor moderador de los aficionados, que al final dirimían la
cuota de poder que concedía a cada cual. El problema real de la actualidad es
que ese poder moderador se ha diluido, hasta llevarlo a los linderos de su
desaparición.
ANTONIO
PETIT CARO
No se anuncia ningún género de exclusiva si se
afirma que lo que hoy caracteriza a la Fiesta, a cuanto viene ocurriendo, nace
de los intentos de unos y otros por establecer un nuevo reparto del poder
taurino. No viene, desde luego, de ahora mismo, sino que cuenta con toda una
historia previa de movimientos más o menos subterráneos. Pero tampoco es algo
que deba sorprender más de lo necesario: la historia de la Tauromaquia, en el
fondo, no es más que la historia de un juego entre poderes y contrapoderes, en búsqueda
de una hegemonía, que al final nadie alcanzó al completo.
Sin remontarnos más allá de la cuenta, un juego de
poderes constituyó, por ejemplo, la iniciativa de dotar a Sevilla de una Plaza
Monumental, en contraposición a la Maestranza.
Hasta la rendición empresarial plasmada en la célebre almohada de El
Cordobés, hoy objeto preciado en un Museo, no era más que eso, poderes
contrapuestos que al final negociaron una salida de conveniencias mutuas.
Cuando hoy comprobamos como, por ejemplo, algunas
figuras quieren contar con una mayor cuota de poder, no resulta una exageración
recordarles que en la etapa moderna se han dado tan sólo dos poderes
incontestables: los que protagonizaron Manuel Rodríguez “Manolete” y Manuel
Benítez “El Cordobés”, y además no en todos sus tiempos en activo, sino nada
más que en las respectivas etapas de estar en la cumbre de todo el toreo; esto
es, detentaron un poder absoluto pero efímero coincidiendo con los años en el
que tenían el privilegio de llevar consigo un permanente “No hay billetes” y
encarnaban un papel que superaba con mucho lo taurino: eran, ante todo,
fenómenos sociales de sus respectivas épocas históricas.
Ha habido, desde luego, momentos en los que el
reparto de poderes ha sido incluso muy ocasional, fruto de una circunstancia
determinada y concreta. Por ejemplo, cuando una empresa ha ocupado un
determinado número de plazas de primera importancia. Pero incluso en esos
casos, cuando se rayaba en situaciones muy próximas al monopolio, nunca hubo una concentración tan absoluta
como para que el toreo bailara al son que marcara una única mano. En realidad,
lo que ocurría es que los poderes sectoriales más o menos se iban equilibrando
entre sí. Así venimos tirando en las últimas décadas, en unas ocasiones de forma
más abierta, en otras de manera soterrada.
Fracasados los intentos unitarios de los últimos
años, que habría que darlos definitivamente por amortizados; sumergidos,
además, en una crisis mucho más profunda que la meramente económica, hoy
asistimos a un movimiento silencioso en el que algunas figuras, con algunos
ganaderos, quieren desplazar o al menos disminuir la concentración de poder en
el ámbito empresarial. No digo yo que lo afirme con esta concreta intención,
pero quien más claramente ha retratado esta realidad ha sido Carlos Núñez,
cuando viene repitiendo que la Fiesta debe ser cosa fundamentalmente de dos:
toreros y ganaderos, como elementos esenciales de la propia Tauromaquia, sin
cuyo concurso caeríamos en el vacío absoluto.
Sin embargo, salir de la dinámica actual resulta
en extremo complejo, en la medida que unos y otros, todos los partícipes de la
Fiesta, acaban siendo necesarios cuando de lo que se trata es que a las 5 en
punto de la tarde se abra el portón de cuadrillas y comience el espectáculo. Es
más: muy probablemente resulte contraproducente, e incluso innecesario,
intentar ese espejismo de un nuevo reparto del poder, porque las nuevas
circunstancias sociales lo impiden por la vía de los hechos.
Desde luego, tirando cada uno de un pico de esta
manta no se van a reequilibrar los poderes taurinos. Constituye un imposible
completo. En unas ocasiones porque los protagonistas han errado en su camino,
en otras porque más que equilibrar poderes de lo que se trataba era de poner la
mesa patas arriba. Un ejemplo claro encontramos en nuestros días los intentos
primero del G-10 y luego del G-5; podrían asistirle algunas motivaciones
razonables, pero ni tomaron la dirección correcta, ni transitaron por ella con
el equipaje necesario.
Siguiendo esta línea argumental, llegamos a la
gran pregunta: ¿Es necesario hoy un nuevo reparto del poder, un cambio de manos
de la batuta para que dirija esta complejísima orquesta que es el toreo? Si de
lo que se trata es de volver en gran medida a los orígenes auténticos de la
Tauromaquia, la respuesta a esa pregunta se inclina, en nuestra modesta
opinión, por el no. La razones nos parecen bastante evidentes.
Y así, el anquilosado mundo empresarial taurino,
cuando sigue operando con criterios del siglo XIX, podrá tratar de ganar cuotas
de poder, pero carece de la preparación necesaria para erigirse en poder
absoluto. En la economía del siglo XXI
eso de gestionar un monopolio es algo muy complicado, no es cosa de
voluntariosos amateur, sino que exige de unas circunstancias y una preparación
que hoy no se dan.
Pero si cambiamos de plano y de contenidos, otro
tanto ocurre con toreros y ganaderos. ¿Cómo vamos a confiar en su poder
predominante? Si se repasan los carteles
de los dos últimos años y se coteja cómo han tratado de repartirse la tarta
entre ellos, ya se encuentran argumentos más que suficientes para sembrar mucho
más que dudas. Y es que esos manejos a la hora no sólo de conjuntar ganadería y
torero, sino en algo más elemental: en la selección previa de los toros que se
van a lidiar, ya abren un abismo de desconfianza que hoy resulta insalvable.
Y más insalvable aún resultan cuando se comprueba
que no se trata que toreros y ganaderos, como profesión genérica, se hagan con
el poder; de lo que se trata es que cuatro o cinco de cada uno de ellos sean
protagonistas individuales del proceso de cambio y quienes no estén en ese
reducido círculo, que se busquen la vida.
Cuando vemos como el toro disminuye --en
presentación, en casta y en poder--, cuando de esa realidad no se están
librando ni las plazas de primer orden, quienes lo provocan pierden toda
autoridad moral para reclamar mayores cuota de poder. ¿Poder para qué, para que
tengamos más dosis de toro predecible y aburrido, para que tengamos más
carteles completamente cerrados en los que no cabe alguien que pueda molestar a
quien se define como figura? Para ese viaje no hace alforja alguna, cuando ya
ni siquiera les sirve la fórmula histórica de un “primero” y dos figuras.
En el fondo, como nos enseña la historia de la
Tauromaquia, aquí no caben revolucionarios cambios de manos en el poder; al
final, lo que siempre se ha impuesto, de forma silenciosa aunque lenta, ha sido
el mandato de los aficionados, que por las razones más diversas han ido
inclinando del balanza hacia un lado y hacia otro. La gran diferencia con el
pasado, el motivo de mayor preocupación, debiera ser que esos aficionados que
fueron el poder moderador, hoy en día cada vez cuentan con menos peso en una
plaza con el aforo completo. La
progresiva ausencia de tal poder moderador es lo que explica, en fin, el
horizonte preocupante de un futuro incierto. Por eso, lo grave y preocupante no
radica en qué cuota de poder tiene cada protagonista, sino en la continuada
pérdida de capacidad de influencia por parte de los aficionados. Y eso no hay
pacto sectorial que lo salve; eso depende de otras razones sociales mucho más
trascendentes y profundas.
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