FERNANDO
FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman
La RAE acaba de admitir en su catálogo de vocablos
que articulan nuestro lenguaje el de “pegapases”, que es un españolismo
imbricado expresamente con la tauromaquia. Lo define así: matador de toros que
torea sin arte aprovechando las embestidas. Uno, modestamente, entiende que se
trata del conjunto de secuencias que interpreta el torero de forma vulgar, mientras el toro pasa junto a
él tantas veces como el supuestamente diestro estime oportuno, para lo cual
también se necesita un animal que admita semejante vejación artística, es
decir, un toro que embista ”sin arte”.
¿Acaso el arte está directamente vinculado con las
acometidas ferales –también supuestamente- de un ser irracional? Juan Pedro Domecq Solís opinaba que sí, y
cuando se le ocurrió proclamarlo ante el micrófono de TVE en la Maestranza de
Sevilla, anunciando su afán por criar –crear, más bien—el “toro artista” (el
que “embista con arte”, dijo exactamente), le cayó la del pulpo. Y con razón.
Solo los seres humanos están facultados y dotados para generar arte, utilizando
la expresión estética de la belleza y, a mayores, añadiendo una capacidad
intrínseca para transportar emociones. El toro debe cumplir otra función:
transfundir emociones bien diferentes, las que evidencian el riesgo que subyace
en cada embestida, presentando unas credenciales de muerte ambulante por
estrenar.
Ciertamente, lo del “pegapases” fue un invento de
la crítica taurina de los años 60 y 70. Se refería a los toreros que gozaban de
gran cartel, repudiados sistemáticamente por algunos prebostes de la pluma de
aquella época. Personalmente creo que fue un cognomento injusto, pero allá cada
cual. No obstante, es bien sabido que hay toreros indotados para la creación
artística, entre ellos el verdadero “pegapases”, con su carga peyorativa
incluida.
A todo esto, en el lenguaje propiamente taurino,
¿qué es realmente un pase?
La RAE también lo define de dos formas bien diferentes:
una, como el que da el torero de modo que el toro haga un gran esfuerzo en la
embestida y pierda poderío, y otra como cada una de las veces que el matador
deja pasar al toro sin clavarle la espada. La primera acepción debe referirse
al “pase de castigo”, generalmente ejecutado bajando la muleta y dibujando un
zig-zag violento de delante a atrás, y la segunda una especie de tancredismo
inocuo, en el que el torero “deja pasar”, pero no torea al toro. Me da a mí que ambas se publicaron antes de
que don Santiago Muñoz Machado tomara las riendas de la Real Academia, porque
este cultísimo pozoalbense, además de ser un eminente jurista y un profundo
estudioso de la riqueza de nuestra lengua, en su día fundó una ganadería de
reses bravas, en el valle de los Pedroches cordobés: la de Jaralta. Don
Santiago mandó criar sus toros para cumplir la ilusión de uno de sus hijos y,
por supuesto, para que fueran toreados por los mejores toreros; por tanto –con
todos los respetos— debería darle una vuelta a las definiciones del pase del
torero, incluyendo la palabra “destreza” en el primer enunciado y la de “arte”
en el segundo, si no quiere que se apropie de ambas el “pegapases”.
Ahora bien, ¿ustedes saben lo difícil que es dar
un pase con la muleta a una becerrita que resopla antes de acudir al cite? Prueben y verán la sensación que provoca el
brillo de sus ojos, el amusgado de sus orejas, el sonido de sus patas y el vaho
de su aliento cuando suelta el berreíto en el embroque. Pues ahora procure no
dar uno, sino varios pases seguidos, en
un espacio reducido de terreno, es decir, “ligar” una serie de ellos. Si no ha acabado hecho un ovillo entre las patas
de la eralita, verá que no hay placebo más confortante en el mundo. Todo esto
“sin arte”. ¿Quién es el guapo que se atreve a motejar de “pegapases” a un
torerito de urgencia? Trasladen la escena a una plaza de toros, teniendo
enfrente un morlaco de quinientos y pico quilos y dos cuernos que amenazan con
partirle por la mitad y comprenderán lo difícil que debe ser un “pegapases” en
semejante tesitura.
Dejando aparte historias de ficción, la realidad
es que los “pegapases” fueron --y son—
los toreros no ungidos por la Naturaleza con el don del arte; aquellos que son
cansinos –jartibles, diría uno de Cádiz—en su contumacia por “cumplir” con el
público, como buen profesional, pundonoroso, bravo, voluntarioso… epítetos
todos ellos que están más emparentados con la artesanía que con el arte.
Para dejar clara la cuestión, retomo la anécdota
que se cuenta de un torero que regresó a los ruedos a principio de los años 60
(cuyo nombre omito por elemental cortesía), y a la sazón quería demostrar la
evolución de su toreo, al principio de su carrera fundado en cercanías y
riesgos de variada magnitud y en esta nueva etapa derivado hacia unas formas, digamos, más académicas;
en suma, un toreo de cuerpo asentado y alma ausente. Cuando tras la enésima
serie de pases de muleta se volvió hacia el público con gesto de incomprensión
por la su nula respuesta ante tanto pase seguido, una voz tronó desde las
alturas del coso maestrante: “¡¡Fulano”, que te llaman por teléfono!!”
El tal Fulano se fue cabizbajo hacia la barrera.
Había comprendido que la socarrona llamada de atención no era telefónica, sino
la verdadera definición del “pegapases”. Hela aquí: “aquél torero a quien,
supuestamente, llaman por teléfono durante la faena de muleta”. Ahí lo dejo, señor Muñoz Machado.
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