Una corrida
contada en su voz era escuchar la historia del mundo
JUAN
GUILLERMO PALACIO
Al hablar subía y bajaba el tono de la voz
dibujando montañitas. Lo hacía con perfecta dicción y un tono acaramelado que
arropaba. Cuando parecía que no encontraba las palabras, que se agotaba antes
de llegar a la cúspide, de su boca salía un repertorio de acepciones
perfectamente seleccionado y ordenado, rico en precisión, claridad y métrica,
como si fuera un ensayo filosófico ya revisado por un corrector de estilo.
En un programa de radio o televisión, en la narración
de una corrida de toros, en una charla acompañada con jugo de mandarina o en
una llamada telefónica, daba clases de filosofía, historia, cultura, arte y
tauromaquia.
Una corrida contada en su voz era escuchar la
historia del mundo. Sabía, como nadie nunca, describir un lugar, un traje, la
anatomía de un ser vivo, lo simple y lo complejo de la existencia. Las palabras
se sentían plenas con él porque era alguien que sabía jugar con ellas. Como me
hizo caer en cuenta Alejandro Londoño un par de horas después de morir Iván,
refiriéndose a su estilo de narrar: “tantos detalles en un solo lance y le
alcanzaba el tiempo para continuar con el siguiente sin perder el hilo”… sin
dejarse apretar por el toro del tiempo.
¿Por qué debe sobrevivir? ¡Por auténtica! La
fiesta debe pervivir porque para mí es una síntesis de lo que es la vida, es
una enseñanza, una lección de vida. La fiesta brava es una lección permanente
de muchas cosas, y las lecciones no deben desaparecer, ni del Olimpo, ni de
ningún otro sitio donde se impartan lecciones.
Hablar bien, con sintaxis de rompecabezas, era un
compromiso tácito que tenía con su padre, un penalista y docente universitario,
orador de esos que conmovían los estrados, a juzgar por la elocuencia de sus
hijos. Gracias a ese respeto sagrado por su sangre, Iván era capaz de contar
como obra de arte una puesta en escena inspirada en el trabajo del macelo.
Muy joven, en 1975, con solo 17 años, fue capaz de
abrirse paso entre el notablato de la radio colombiana, un grupo de
ilusionistas y prestidigitadores del micrófono: Paco Luna, Eduardo De
Vengoechea Baraya (un mortal con nombre de marqués), Fernando González Pacheco,
el cubano Pardo Llada, Ramón Ospina, Hernando Espinosa y Bárcenas, Vicente
Gallego Blanco, Alberto Lopera, Hernán Restrepo Duque, Guillermo Rodríguez y
Eduardo Rueda Santos. Todos con personalidades arrolladoras, aves rapaces de
las audiencias, indolentes con la competencia, artistas de la genialidad. Cómo
sería la capacidad de expresión de este muchachito de provincia con mentalidad
universal, que la misma noche de su debut ante el micrófono, hablando de toros
en el Hotel Zuldemayda de Armenia, Paco Luna, un veterano ejecutivo y productor
radial, lo invitó a que hiciera parte del equipo taurino más importante del
momento.
Ninguno se parecía a otro. Cada uno tenía un sello
de identidad único, maravilloso. Todos comunicadores de primerísimo nivel.
Ninguno hacía las transmisiones apoyado en el concepto del otro. Tenían o mucha
terquedad o mucho individualismo, o mucha personalidad, o muchísimo talento, lo
que ustedes quieran esculcar o escarbar, pero eran únicos, absolutamente
únicos. Y yo tuve la fortuna de haber formado parte de esos equipos, que fueron
calificados hoy de maravillosos y extraordinarios porque los constituían
profesionales de la comunicación, con magia, que es lo que debe tener la radio,
ondas hertzianas que se deben convertir en magia. Y los magos, los que tienen
el bombín y la chistera, eran únicos, como muchos de los que he mencionado. Y,
para fortuna mía, tuve ocasión de estar muy cerquita de ellos.
Rápidamente, la Edad de Oro, la Edad de Plata, la
revolución de los toreros mexicanos, la ocupación árabe del sur de España, la
guerra civil, las farándulas de España e Italia, los cantantes que los
representaban en la OTI, la literatura de la Generación del 27, el cine de
Buñuel, los pensamientos de Nietzche y los complejos entronques familiares de
campesinos millonarios de la sociedad española fueron introducidos en su
fábrica de datos, relacionados y presentados ordenadamente para construir las
más perfectas narraciones de hombres con trajes ornamentados, medias de mujer y
espadas medievales que se enfrentan a toros en puntas de pie.
Esos conocimientos le permitían describir la
muerte, el escenario, los trajes rocambolescos, la anatomía de los toros, el vestido
de una cantaora, el alma con el que lo llevaba puesto, una embestida, la
picaresca de un banderillero, la estructura móvil del techo de una plaza, el
carácter de un caballo, la soledad que sienten los toreros en el ruedo y el
vuelo de los diestros por las nubes que rondan la plaza de Las Ventas de Madrid
cuando salen en hombros.
Yo, básicamente, soy un comunicador. Para eso he
buscado varios perfiles, en las artes, en las humanidades, para tener los
recursos, si no suficientes, por lo menos que me aproximen a ese nivel de
saberlo decir, saberlo contar, y de que pueda llegar con algún tipo de interés
a quienes son los receptores.
Iván estuvo a la altura los más grandes, incluso
de España. De Carabias, el informador taurino de la radio oficial; de Pepe
Dominguín, el intelectual de los hermanos de Luis Miguel; de Fernández Román,
el de la televisión pública de ese país; de Chenel, maestro del toreo y de las
justas palabras; y del exitoso Manolo Molés, un sabueso entrenado por las
fuerzas especiales para entender las posibilidades narrativas de los cambios
tecnológicos y de la condición humana.
Hoy le conté a mi hija de lo que se trataba y ella
le explicó a mi nieta, a Luciana, que solo tiene seis añitos. Pasó al teléfono
y me dijo: ya sé lo que te van a hacer, vas a izar bandera.
Homenaje en Manizales por 40 años de
comentario taurino
Parra hacía radio vestida de frac. Su voz
acurrucaba como una canción de cuna. Tenía la tesitura de uno de los 1200
violines Stradivarius, la musicalidad del Nocturno de Chopin y el temple del
toreo al natural.
Parecía gozar, además, del don de la longevidad.
Con sesenta temporadas encima, conservaba la misma cara de angelito empantanado
con la que llegó aquella noche al Hotel Zuldemayda a conversar de toros.
En plena juventud ya dirigía a los periodistas más
importantes de la radio colombiana, a los que rompían la monotonía en los
estadios del mundo y a quienes contaban las tragedias con las que amanecía el
país.
La radio es el amor de mi vida, estar frente a un
micrófono, contarlo, e intentar esa comunicación con los oyentes es para mí un
espacio íntimo, que trasciende muchísimas cosas, y que me permite disfrutar de
la vida.
Mi Banda Sonora, Caracol Radio
Pero en su interior, un órgano, el riñón, que
había sido su compañero de andanzas, se declaró en huelga, y en su exterior, el
órgano que más amaba, el micrófono, se le cerró de repente. Esos dos carcinomas
le fueron deteriorando el cuerpo y el alma, proceso que al final no pudo
detener ni el deseo de volver a ver a su nieta Luciana, su pequeño más grande
amor.
Estábamos en la Feria de Abril de Sevilla y don
Álvaro Domecq nos invitó a las bodegas de Domecq, en Jerez, a 100 kilómetros de
Sevilla. Nos preguntaron qué queríamos. Jerónimo Pimentel dijo: “yo quiero un
whisky”. Yo me envalentoné, vi que se podía pedir cualquier cosa, y dije: “Y yo
quiero una Coca Cola”. Jerónimo se sintió avergonzado, se puso colorado, en las
bodegas de Domecq y pedir una Coca Cola.
Homenaje en Rionegro por 40 años de comentario
taurino
La estructura empresarial de la radio había
cambiado. Iván Parra -el perfeccionista, el incauto, el egocéntrico- había
sembrado odios y amores. Las puertas de las grandes cadenas quedaron cerradas
para él, a pesar de que su voz y su velocidad mental estaban intactas.
Que las manzanas no huelen, que nadie conoce al
vecino, que a los viejos se les aparta después de habernos servido bien. que el
mar está agonizando, que no hay quien confíe en su hermano, que la tierra cayó
en manos de unos locos con carnet, que el mundo es de peaje y experimental, que
todo es desechable y provisional.
A quien corresponda, Joan Manuel Serrat
Nunca más sonó su teléfono, y la motivación de
vivir se fue difuminando como las canciones que se ponen al final de un
programa de radio.
No me dedico a muchas cosas, para disimular digo
que a pensar y a mirar el teléfono a ver si alguien llama. ¿Se valen avisos
clasificados? Por favor, hacer resonar mi teléfono…
Contradictoriamente, el único canal que le quedó
abierto para transmitir cuando ya no había ferias de toros fue el teléfono.
Había semanas en las que me llamaba hasta tres veces al día. Hacía programas de
una y de dos horas. En ellos me contaba la historia de la tauromaquia, las
fórmulas de los grandes comunicadores, las batallas del general Patton, citaba
los discursos de Churchill ante el parlamento, las teorías del Derecho,
aforismos de los más reconocidos penalistas, me develaba las intimidades de las
míticas transmisiones de toros en Cañaveralejo, las epopeyas de los periodistas
de torosde la vieja guardia, citaba párrafos de libros, me contaba con detalle
los recuerdos de sus viajes, los nombres de los juguetes de Luciana, hasta que
se le quebraba la voz cuando la mencionaba y una risa de niño que se ruborizaba
se partía en tres. Dos segundosdespués, ya en éxtasis de abuelo, decía que ella
era el mayor sentido que tenía su vida.
Ser abuelo es el reino del mejor pintor. Y ahí
está instalada Luciana que… ¡oh... es una delicia, es una epifanía!… para mí y
para todos nosotros. ¡Para mí Luciana es lo máximo!
Por arte de birlibirloque desaparecía durante
meses de mi dial. Hasta el 20 de julio a las 7 y 38, cuando llamó para hacer la
tercera emisión del día. Una hora y un minuto después, el tiempo exacto de un
programa de radio, se despidió, sin yo saberlo, para siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario