FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman
Muy de mañanita llegaron los lobos.
Hocicando bajo la alambrada y arando con la trufa negra y húmeda de su nariz el
pasto recio y helado entraron en el cercado de las vacas, en una parte alejada
de la manada que parecía desierta; pero ellos, los lobos, sabían que era el
cazadero perfecto. La cuadrilla lobuna estaba compuesta por cinco machos, tres
veteranos y dos más jóvenes, aquéllos, en avanzadilla; éstos, a la expectativa.
Cinco espléndidos ejemplares de la raza ibérica a quienes el hambre azuzaba la
barriga y agudizaba el instinto de supervivencia. Los tres buenos mozos ya
habían detectado la presa desde varios kilómetros atrás. Olía a placenta fresca
y a carne tierna, de recién nacido. La vaca madre había solventado con éxito su
enésima preñez y el recental yacía al resguardo de una encina vieja, de tronco
revirado a más no poder. Era un guapo becerrito, aunque apenas podía tenerse en
pie para meter el hociquillo en el tetamen de la ubre de la vaca que lo parió,
una señora vaca, de lomo recto y amplia panza, armada con dos cuernos vueltos
hacia atrás (como el ramaje de la encina), que esperaba paciente a que templara
un poco, porque la escarcha había acartonado los ligamentos –apenas
estrenados-- de las cuartillas del recién nacido. Todo era silencio en la
dehesa; pero en una de estas, la vaca olió el peligro y se puso a mugir y a
jadear, arrimando con el morro al indefenso fruto de sus entrañas hacia la
abrigada del tronco, porque olía a lobo que apestaba. El ganado vacuno –al
igual que otros ejemplares de la fauna de la dehesa, susceptible de
pastoreo—huele al lobo tanto o más que el lobo les huele a ellos. Especialmente
los toros y las vacas bravas, que desde la más temprana edad desarrollan el
sentido del olfato para detectar las plantas venenosas en sus rumias por entre
el pasto. Así, pues, las hembras del campo bravo parecen tener un superior y
precoz desarrollo de la cosa del olfateo. Especialmente, las recién paridas. En
nuestro caso, mientras los lobos iban acercándose a sus presas, acurrucados contra
sí mismos, utilizando el sigilo como
estrategia principal de acercamiento y restregaban contra el suelo sus
pieles de tonos grises y marrones –uniforme de camuflaje natural con que les
dotó la Naturaleza--, la vaca recién parida montaba guardia junto a la encina,
lanzando constantemente llamadas de socorro con un mugido ronco y lastimero,
moviéndose sin cesar en su derredor, porque sabe que los lobos atacan
simultáneamente por tres flancos. La encina, serviría para guardar al
becerrillo, así, pues, debía prevenirse de las acometidas frontales y
laterales. Los minutos se hacían eternos. Los tres lobos avanzaban en abanico,
dejando oír su respiración lobuna y hambrienta, mezclada con un gruñido tenue y
siniestro que dejaba ver sus temibles armas: las hoces de unos colmillos
blancos como la nieve y duros como el pedernal. El primer lobo saltó sobre la
vaca para distraerla y apartarla del suculento bocado que yacía en la
retaguardia, pero fue repelido por un derrote seco y certero a la yugular del
cánido feroz, que rodó malherido bajo las pezuñas delanteras de la brava vaca;
el segundo brincó por encima del testuz y se agarró con las uñas al morrillo
del animal con intención de degollarla con una seca dentellada, pero la vaca
madre le respondió con una cornada penetrante en el intestino del lobo, con
orificio de salida por la grupa. No obstante, el lobo, encaramado sobre la
presa seguía arañando su piel, incluso llegó a clavarle la daga de sus
colmillos varias veces en el cuello. Mugía la vaca y aullaba el lobo. Una y
otro, atronaban el ambiente con sus correspondientes mensajes: aquella,
pidiendo ayuda a la manada o a las gentes que habitan en las casas de la finca
y éste, vendiendo cara la derrota, que parecía inminente. El tercer lobo se
mantenía expectante, estudiando el momento idóneo del ataque… pero entonces
sucedieron unos hechos imprevistos: cayó mortalmente herido el lobo encaramado
y el primero que yacía entre las patas de la vieja vaca huyó a duras penas,
renqueante y abochornado. Con la batalla perdida, el tercero en cuestión
recogió a los dos jóvenes, que eran meros espectadores de la contienda, y
huyeron hacia las montañas a toda mecha, no sin antes escuchar muy de cerca el
silbido de los pedigones de unos escopetazos que partían el aire del amanecer.
Eran los disparos del mayoral, que había percibido los mugidos tremendos de la
vaca recién parida y salió en tromba, cabalgando a galope tendido y con la
rienda suelta, para poder recargar la escopeta sin parar de correr, en socorro
de los protagonistas de una tragedia –una más—de la dehesa.
---¡¡Malditos!!, ¡¡Malnacidos!!, ¡¡Hijos
de mala madre!! ¡¡Tomad plomo, tomad!!...
Cuando llegó a la encina, sus
alrededores mostraban el rastro de un terrible combate. La vieja vaca, sangraba
por el cuarto delantero, pero las heridas no
eran de gravedad. Meros rasguños. En el suelo, el lobo atravesado por
una cornada, yacía impotente ante lo inevitable y otro apenas pudo llegar a la
alambrada. Del resto, nunca más se supo. Entretanto, el recental, ajeno a la
tragedia que le señalaba como víctima propiciatoria, berreaba pidiendo leche.
Fue entonces cuando el mayoral lo tomó en sus brazos, frotó sus carnes y
encendió una fogata para ahuyentar… al frío, porque de ahuyentar al lobo ya se
había ocupado su valiente madre.
Y colorín colorado…
P.S.: Vete ya veinte/veinte. Vete y no
vuelvas, lobo feroz. Que la vaca Vacuna te dé la cornada definitiva. Amén.
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