jueves, 31 de diciembre de 2020

OBISPO Y ORO - Cuento de Navidad

FERNANDO FERNÁNDEZ ROMÁN
@FFernandezRoman 
 
Muy de mañanita llegaron los lobos. Hocicando bajo la alambrada y arando con la trufa negra y húmeda de su nariz el pasto recio y helado entraron en el cercado de las vacas, en una parte alejada de la manada que parecía desierta; pero ellos, los lobos, sabían que era el cazadero perfecto. La cuadrilla lobuna estaba compuesta por cinco machos, tres veteranos y dos más jóvenes, aquéllos, en avanzadilla; éstos, a la expectativa. Cinco espléndidos ejemplares de la raza ibérica a quienes el hambre azuzaba la barriga y agudizaba el instinto de supervivencia. Los tres buenos mozos ya habían detectado la presa desde varios kilómetros atrás. Olía a placenta fresca y a carne tierna, de recién nacido. La vaca madre había solventado con éxito su enésima preñez y el recental yacía al resguardo de una encina vieja, de tronco revirado a más no poder. Era un guapo becerrito, aunque apenas podía tenerse en pie para meter el hociquillo en el tetamen de la ubre de la vaca que lo parió, una señora vaca, de lomo recto y amplia panza, armada con dos cuernos vueltos hacia atrás (como el ramaje de la encina), que esperaba paciente a que templara un poco, porque la escarcha había acartonado los ligamentos –apenas estrenados-- de las cuartillas del recién nacido. Todo era silencio en la dehesa; pero en una de estas, la vaca olió el peligro y se puso a mugir y a jadear, arrimando con el morro al indefenso fruto de sus entrañas hacia la abrigada del tronco, porque olía a lobo que apestaba. El ganado vacuno –al igual que otros ejemplares de la fauna de la dehesa, susceptible de pastoreo—huele al lobo tanto o más que el lobo les huele a ellos. Especialmente los toros y las vacas bravas, que desde la más temprana edad desarrollan el sentido del olfato para detectar las plantas venenosas en sus rumias por entre el pasto. Así, pues, las hembras del campo bravo parecen tener un superior y precoz desarrollo de la cosa del olfateo. Especialmente, las recién paridas. En nuestro caso, mientras los lobos iban acercándose a sus presas, acurrucados contra sí mismos, utilizando el sigilo como  estrategia principal de acercamiento y restregaban contra el suelo sus pieles de tonos grises y marrones –uniforme de camuflaje natural con que les dotó la Naturaleza--, la vaca recién parida montaba guardia junto a la encina, lanzando constantemente llamadas de socorro con un mugido ronco y lastimero, moviéndose sin cesar en su derredor, porque sabe que los lobos atacan simultáneamente por tres flancos. La encina, serviría para guardar al becerrillo, así, pues, debía prevenirse de las acometidas frontales y laterales. Los minutos se hacían eternos. Los tres lobos avanzaban en abanico, dejando oír su respiración lobuna y hambrienta, mezclada con un gruñido tenue y siniestro que dejaba ver sus temibles armas: las hoces de unos colmillos blancos como la nieve y duros como el pedernal. El primer lobo saltó sobre la vaca para distraerla y apartarla del suculento bocado que yacía en la retaguardia, pero fue repelido por un derrote seco y certero a la yugular del cánido feroz, que rodó malherido bajo las pezuñas delanteras de la brava vaca; el segundo brincó por encima del testuz y se agarró con las uñas al morrillo del animal con intención de degollarla con una seca dentellada, pero la vaca madre le respondió con una cornada penetrante en el intestino del lobo, con orificio de salida por la grupa. No obstante, el lobo, encaramado sobre la presa seguía arañando su piel, incluso llegó a clavarle la daga de sus colmillos varias veces en el cuello. Mugía la vaca y aullaba el lobo. Una y otro, atronaban el ambiente con sus correspondientes mensajes: aquella, pidiendo ayuda a la manada o a las gentes que habitan en las casas de la finca y éste, vendiendo cara la derrota, que parecía inminente. El tercer lobo se mantenía expectante, estudiando el momento idóneo del ataque… pero entonces sucedieron unos hechos imprevistos: cayó mortalmente herido el lobo encaramado y el primero que yacía entre las patas de la vieja vaca huyó a duras penas, renqueante y abochornado. Con la batalla perdida, el tercero en cuestión recogió a los dos jóvenes, que eran meros espectadores de la contienda, y huyeron hacia las montañas a toda mecha, no sin antes escuchar muy de cerca el silbido de los pedigones de unos escopetazos que partían el aire del amanecer. Eran los disparos del mayoral, que había percibido los mugidos tremendos de la vaca recién parida y salió en tromba, cabalgando a galope tendido y con la rienda suelta, para poder recargar la escopeta sin parar de correr, en socorro de los protagonistas de una tragedia –una más—de la dehesa.
 
---¡¡Malditos!!, ¡¡Malnacidos!!, ¡¡Hijos de mala madre!! ¡¡Tomad plomo, tomad!!...
 
Cuando llegó a la encina, sus alrededores mostraban el rastro de un terrible combate. La vieja vaca, sangraba por el cuarto delantero, pero las heridas no  eran de gravedad. Meros rasguños. En el suelo, el lobo atravesado por una cornada, yacía impotente ante lo inevitable y otro apenas pudo llegar a la alambrada. Del resto, nunca más se supo. Entretanto, el recental, ajeno a la tragedia que le señalaba como víctima propiciatoria, berreaba pidiendo leche. Fue entonces cuando el mayoral lo tomó en sus brazos, frotó sus carnes y encendió una fogata para ahuyentar… al frío, porque de ahuyentar al lobo ya se había ocupado su valiente madre.
 
Y colorín colorado…
 
P.S.: Vete ya veinte/veinte. Vete y no vuelvas, lobo feroz. Que la vaca Vacuna te dé la cornada definitiva. Amén.

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