De gran clase, Miguel Espinoza Armillita siempre
tuvo la onza y la cambió cuando quiso, apostando por un toreo interior
HERIBERTO MURRIETA
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Sofocado, presa de la agitación, llegó Miguel a la
presentación del DVD que contiene películas de su infancia y de su etapa como
novillero, filmadas por su padre, el inolvidable Maestro Fermín. Jadeando,
pidió unos minutos para recuperarse, antes de hablarle al público hidrocálido
sobre esta joya de la filmografía taurina. No tuvo fuerzas para destapar una
botellita de agua y me pidió ayuda. Cuando al fin se pasó dos tragos, le volvió
el alma al cuerpo y recuperó la clásica tonalidad roja de su cara. “¡Venga el
arte, camarón!”, le gritaban en la Plaza México, donde tuvo todo tipo de
actuaciones a lo largo de 26 años, entre 1979 y 2005. Había engordado descomunalmente
quien algún día fue delgado como un abrecartas. Era el viernes 21 de abril. Le
quedaban 199 días de vida.
El lanzamiento de dicho DVD fue, junto con su
incipiente restaurante, Casa Miguel, la última motivación de Miguel Espinosa.
“Me siento bien de salud, gracias a Dios, y el restaurante está agarrando
cartel. Estoy haciendo cada vez mejores guisos: paella, callos y fabada”, me
decía con gran ilusión en uno de sus últimos mensajes de Whatsapp, sin imaginar
que la muerte llegaría repentinamente la madrugada del 6 de noviembre pasado,
en un pequeño cuarto ubicado encima del establecimiento, ajeno al ambiente
campirano del cercano rancho de Chichimeco.
Miguel fue un hombre simpático, mordaz, irónico,
generoso y bohemio. Nervioso, siempre se frotaba las uñas y se pasaba la lengua
por los labios. Toreaba con lentitud, pero hablaba con inentendible rapidez.
“¡Barájamela más despacio, Miguel!”, le decía, pidiéndole una traducción a sus
trabalenguas. Cuando se sentía a gusto, lanzaba una estentórea carcajada a la
primera provocación. A menudo me escribía mensajes para opinar sobre la corrida
que estaba viendo a través de la televisión, sin tentarse el corazón para
juzgar el desempeño de los toreros. Entre nosotros había una gran confianza,
pero nunca me atreví a hacerle alguna sugerencia o comentario sobre la vida que
llevaba. Estaba reventándose a sí mismo y eso me apenaba profundamente. Miguel
se fue dejando, dejando…
Como torero, hay que ubicarlo como una de las más
importantes figuras mexicanas de los últimos 40 años. Dueño de una técnica
impecable, supo embarcar las embestidas con toques suaves, sin desmesura, para
luego llevarlas toreadas con temple y mando. Brindó a las series de muletazos
un alto contenido estético. Logró un equilibrio entre sus conocimientos
técnicos y sus posibilidades artísticas. Su mano izquierda se convirtió en
referente obligado cada vez que se hablaba de toreo bueno. Alcanzó altos
niveles de desenvoltura y distinción con su pase natural, difícil de
perfeccionar porque se ejecuta con la muleta desarmada y por ende menos rígida
que cuando se dibuja un derechazos.
Apostó por un toreo interior, no por esporádico
menos bello, pasando por alto la presión de quienes le demandábamos una mayor
regularidad. Sobran ejemplos para hablar sobre la expectación que puede llegar
a despertar el arte que se brinda a cuentagotas.
Miguel Espinosa Armillita tuvo un concepto diáfano
del toreo, respaldado por la grandeza de su dinastía.
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