FERNANDO
FERNÁNDEZ ROMÁN
Llegada esta altura del año, en lo tocante a la
cuestión taurina, acá en España ya está todo el pescado vendido; por tanto,
como es habitual, el ojo clínico de
quienes seguimos el hilo de dicha cuestión, se desvía en tres direcciones:
América, las reboticas del toreo y la estadística. Así que mientras los toreros
ponen a punto sus pasaportes y en los matraces de las reboticas se preparan las
fórmulas magistrales de cambios de apoderamiento y asomadas al campo para ver el
estado de la camada de toros de cara a la próxima temporada, lo más socorrido
para la gente de a pie es dejarse seducir por la estadística
La estadística, sin embargo, siempre ha generado
en mi ánimo una sensación de impotencia
o, probablemente, de incompetencia. Me
considero incapaz de hacer seguimientos, de estar pendiente de los números, de
ponerme a la tarea destajista de apuntarlo todo para echar cuentas, elaborar
cómputos y en definitiva para ejercer una labor de contaduría que me produce un
extraño complejo de contable con lapicero en la oreja. Nunca me gustó contar
números, sino hechos. Soy un experto en el desorden de las cosas, qué le vamos
a hacer; por eso admiro a los tíos que lo anotan todo, que lo matizan todo, que
lo archivan todo. Los admiro y les agradezco el esfuerzo, porque siempre serán
el silo de datos del que echar mano para
solventar cualquier contingencia. ¿Cuántas orejas ha cortado este año Fulano? Y
entonces va el estadístico y no solo te da el número exacto, sino que hace una
disección puntual, según la categoría de
las Plazas. No me digan que no es una maravilla.
Por tanto, esta semana me he entretenido en ojear
minuciosamente las Clasificaciones del Toreo que publica la revista Aplausos y
he ido pian pianito, uno por uno, empapándome de los matadores de toros que
están en activo, es decir, los que han toreado algo este año 17, aunque sea una
sola corrida, y me he topado con la cifra clave: el 157. ¡Uy!, dos dígitos
antes y canto ¡bingo!, porque coincidiría con el número del año en España, que
es el que se ha herrado a fuego en la piel hermana de Cataluña.
El número de orden 157, último de la lista,
corresponde a un matador de toros francés, llamado Thomas Cerqueira, del que no
tenía más que muy lejana referencia, relacionada con una cornada fuerte
recibida en su país, con rotura interna de la femoral y la safena, si no
recuerdo mal. Una corrida y cero orejas. Una corrida y un tabacazo gordo, para
estar sin tabaco –taurinamente hablando— todo el año. En la misma situación que
él –pero sin el tabacazo, que yo sepa–, mirando de abajo arriba hay catorce
toreros, y de ahí para más arriba, quienes no llegan a diez paseíllos superan
con creces el centenar.
Por respeto a la trayectoria de alguno de ellos y
a su calidad sobradamente conocida, no haré nominaciones, pero sí confesaré que
he encontrado nombres en la larga cola de esa Clasificación que ni siquiera me
suenan. Que no los conozco, vaya, y pido perdón por tan abrupto arranque de
sinceridad. Sin duda, todos ellos son
toreros de arraigada vocación,
instalados en unos parámetros bien descompensados, por razones de edad.
La mayoría, jovencillos, de alternativa recién estrenada y con la mirada limpia
y esperanzada, en la seguridad de que el porvenir será para ellos mucho más
halagüeño que ese dato demoledor que les muestra el catálogo de la estadística:
una corrida, cero orejas. Como el 157.
Me vuelvo a detener ante ese 157 y me dan ganas de
decirle a su titular que es un suertudo, que por lo menos se ha vestido de
luces este año, aunque sufriera un grave percance. Se lo diría porque conozco a
varios toreros que no las han catado, que no las catan desde hace tiempo, pero
que ya no saben a quién dar un toque para que les rediman de aquella mala tarde
en día clave, de aquél fallo estrepitoso con la espada, de aquellos devaneos
inoportunos fuera de los ruedos (por otra parte propios de una juventud
contaminada por pendencieros entornos), o simplemente de aquella mala fortuna
pertinaz –¡este año no me embiste ni uno!, suelen decir– que acaba
desestabilizando el optimismo y
arruinando la inspiración. Se lo diría porque es muy duro mantener la
ilusión cuando ya ves que se da de bruces con el abismo de la quimera, que la
realidad es la cornada de espejo que te devuelve cada mañana las canas que has
de teñir o las arrugas que has de disimular. Entonces te pones el añejo chándal
con el que haces footing (o running, como se dice ahora), y te pegas un
madrugón para devorar kilómetros, más para evadir la mente que para entrenar el
músculo, mientras se retroalimenta la ilusión de que llegará esa llamada que
está al caer y con ella el instante de
la buena nueva que obligará a descolgar
el vestido de luces que duerme en coma inducido; un traje que chispea en la
oscuridad del armario, al que tantas veces ha pasado revista para hablarle de
viejas tardes y sueños nuevos.
No conozco torero que esté incapacitado para
cargar la suerte sobre la onírica embestida de la esperanza. Todos han soñado,
sueñan y soñarán, porque cada tarde de toros es una aventura que promete el
mejor de los desenlaces y porque cada tarde en blanco, fuera de los carteles de
toros, no es –no quiere que sea– más que un paréntesis provisional, una puerta
de vaivén que terminará abierta de par en par.
A veces, cuando me tropiezo con alguno de estos
toreros que siguen en la sala de espera de sol a sol, con los de a cero corrida
por temporada, y les pregunto qué tienen en perspectiva me cuentan
invariablemente que este año la empresa de Madrid o de Sevilla les ha prometido
ponerles. ¿Ponerles? ¿Dónde y cuándo? Si hay 157 en activo, más los inactivos
forzosos no registrados, que también suman, díganme cómo cumplirán su supuesta
promesa los empresarios.
El número 157 es una desmesura. Teniendo en cuenta
la disminución de corridas de toros, no hay puestos para tantos toreros,
créanme. Tengo para mí que esta Clasificación es una relación de hombres –y
alguna mujer—que van a dejar volar el
dulce pájaro de su juventud sin que encuentre donde anidar, fuera del árbol del
toreo. Cuando les llega la madurez humana sin oler un pitón, se dan cuenta de que su formación
profesional –no digamos la universitaria—se ha limitado a saber torear, o lo
que es lo mismo, a ejercer una actividad autónoma donde la oferta es abrumadora
y la demanda escasísima.
Probablemente, habrá quien culpará de esta penosa
situación al sistema, y no dejará de tener un punto de razón, pero solo un
punto. El resto de los puntos son achacables a la cantidad que denuncia la
estadística y la indomabilidad innata de
quien quiere seguir siendo torero –y viviendo en torero, que es peor–, pase lo
que pase.
El 157 de los toreros es número que invita a la
reflexión acerca de las oportunidades que a todos nos suele dar la vida: si no
estás capacitado para echarles el guante cuando te llegan y aferrarte a ellas
haciendo ver que vales más que los demás, el resto del tiempo venidero te
puedes quedar a verlas venir.
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