PACO AGUADO
Suponemos a los lectores al corriente de cuanto ha
sucedido a lo largo de los dos últimos meses en Cataluña, donde, de manera
ilegítima e ilegal, el gobierno de la Generalitat y un amplio, pero no
mayoritario, grupo de parlamentarios independentistas, han perpetrado un
surrealista intento de sedición contra el estado español que ha terminado en
agua de borrajas.
La medida pero firme intervención del Gobierno
español, respaldado por la amplia mayoría del Senado y de los partidos
constitucionalistas, ha acabado por parar el golpe que pretendía proclamar una
República Catalana independiente del resto de la nación, en la culminación de
un denominado proceso precocinado, con dilatados errores y concesiones de los
gobiernos españoles y con estratagemas y abusos de los catalanes, desde hace ya
varias décadas.
Claro que a los taurinos nada de cuanto ha
sucedido en esa comunidad autónoma durante todos estos días nos ha parecido
extraño, al contrario que al resto de la muy alarmada sociedad española y que a
la, en muchos casos, desorientada opinión internacional.
Hace ya siete años que las gentes del toro, y en
especial las de aquella tierra, sufrimos en nuestras carnes esa misma
prepotencia fascista de los independentistas cuando, con una descarada
manipulación, decidieron prohibir las corridas de toros en Cataluña,
escondiendo bajo el manto del animalismo su odio a unas señas de identidad, tan
españolas como catalanas, que querían erradicar de su territorio.
Aquellas sesiones antitaurinas de julio del 2010
en el Parlament se antojan ahora, en la distancia, como un ensayo general de
estas otras maniobras perversas del otoño de 2017, como una preparación de la
estrategia y la forma en que unos políticos elegidos en democracia iban a
llegar a saltarse la ley y el respeto a la libertad de los demás en pro de una
huida hacia adelante que sólo llevaba a la división y el caos.
Pero no se trata aquí de entrar en valoraciones
políticas de un asunto que ha tenido paralizado el país, sino de constatar el
cinismo y la desvergüenza de unos gobernantes y de unos parlamentarios
catalanes que se desgañitan pidiendo libertad para sus arbitrarias decisiones
pero a los que no les tembló el pulso a la hora de segársela a los que querían
ejercer su derecho de presenciar un espectáculo legal y de larga tradición.
Va a hacer ahora un año justo desde que, tal vez
demasiado tarde pero con suficiente autoridad, el Tribunal Constitucional –el
órgano supremo de la ley que garantiza la libertad y la prosperidad de los
españoles desde hace cuarenta años– sentenciara como contraria a la legalidad
vigente aquella prohibición de las corridas de toros, que llevan sin celebrarse
ya seis temporadas en Barcelona, la única plaza activa de aquella comunidad.
Creíamos entonces que aquel no era todavía el
mejor escenario para abrir al toreo la Monumental, como muchos pretendían con
comprensible ansiedad y euforia. Y así se lo expresó también Balañá a los
representantes de la Federación de Entidades Taurinas de Cataluña, a los que
argumentó, literalmente, que, por razones jurídicas, sociales y políticas, no
pensaba, "de momento", en volver a organizar festejos taurinos en su
plaza.
Aunque duramente criticado y pensando también en
sus propios intereses, el empresario dinástico tenía razón: por muchas razones
y legitimidad que nos amparen, el polvorín secesionista que era entonces
Cataluña y que ahora ha terminado de estallar desaconsejaba tomar una decisión
precipitada y a todas luces contraproducente para un futuro inmediato. En aquel
envenenado caldo de cultivo, y vista por estos políticos obsesos como una
provocación españolista más, el anuncio de una corrida de toros solo hubiera
aumentando la inquina de quienes tenían la última palabra sobre su
autorización.
Un año después, aunque aún no se haya resuelto, ni
de lejos, el problema secesionista, la
situación –jurídica, social y política– es muy distinta, una vez que el
fracasado proceso ha mostrado la debilidad y la cobardía de sus artífices y,
además, la aplicación del artículo 155 de la Constitución ha devuelto la normalidad
legal a la autonomía catalana. Por eso ahora sí, o ara sí, dicho en para
decirlo en catalán, sería un buen momento para intentar llenar de nuevo la
Monumental.
Quizá el único obstáculo que nos encontraríamos, a
expensas también de lo que suceda en las elecciones de diciembre, sería la
ambivalente y sinuosa alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, que clama, con el
mismo cinismo y con desesperación de
plañidera, por las libertades que aseguran que se les niegan pero que no deja
siquiera que una foto de un torero cuelgue de una fachada de su ciudad.
En definitiva, en su mano de trilera de la
política –capaz de negarlos con cualquier argucia– estaría repartir los
permisos definitivos para la apertura al toreo de la Monumental; para que
volvieran a ocuparse eso tendidos a los que deberían haber asistido más a
menudo Puigdemont y sus secuaces, incluidos los "izquierdistas" a los
que desnudó con cuatro frases el comunista Paco Frutos, un verdadero luchador
antifranquista, en la última y millonaria manifestación contra la secesión.
De haber visto torear, independentistas y
anticapitalistas habrían podido aprender algunos valores fundamentales también
para la política, como el de la entereza para afrontar los riesgos y el valor
para dar la cara y asumir responsabilidades, no la cobardía de votar en secreto
lo que se defiende. Pero, sobre todo y parafraseando a Alameda, hubieran sabido
que la mayor vergüenza, la peor de las vilezas, es siempre la de la graciosa –o
ridícula– huida, como han hecho a Bélgica el President y su
"cuadrilla" para intentar librarse de la cárcel.
No hay comentarios:
Publicar un comentario